Libre, solo y sin pasta

Romain Monnery

Fragmento

1

Contrariamente a todas las profecías leídas aquí y allá, el fin del mundo no había llegado. Acabada la carrera, había sobrevivido a la depresión posorgásmica que acecha a casi todos los estudiantes cuando llega el final de sus estudios universitarios. ¿Cómo? No había hecho nada. Sin objetivos, sin obligaciones y sin horarios, me había limitado a dejar pasar la vida. Eso es todo.

Con unos cuantos libros, un poco de aburrimiento y mucha música, había dado forma a mis días de don nadie y los había visto pasar con mirada distraída. Dejado a un lado el calendario, mi mente había desterrado los conceptos amenazadores de porvenir y de mañana. Había dejado de pensar. Había dormido.

Pero entonces el destino quiso demostrarme que todo lo bueno tiene un final. Poco acostumbrada a ese modo de vida que consiste en levantarse con la esperanza de estar lo bastante cansado para volver a acostarse, mi madre me rogó que moviera el culo y fuera a buscar trabajo. Había intentado trabajar en algunos curros de verano, pero, sorprendentemente, la idea de pagarme por no hacer nada nunca había entusiasmado a mis jefes. Les había dejado que dijeran lo que quisieran. Después de todo, era su problema.

Afortunadamente, no corría detrás del dinero. Mi sistema monetario era el sueño, y cuando contaba mis siestas a final de mes, me veía millonario. «Hay que ganarse la vida», protestaba mi madre, indignada. «Uno no puede ir contra su naturaleza», le replicaba yo. Y es que era un vago. Un verdadero y auténtico vago a quien la idea de vivir con sus padres a los veinticinco años no asustaba en absoluto. Mi padre veía en mí el fruto de una mutación genética entre el oso y el lagarto. Me tildaba de monstruo. Para él yo no era un hombre. Y mucho menos un hijo.

Ahora me encontraba en la calle, con un título universitario como único equipaje. Sin recursos, tuve que rendirme a la evidencia: no sobreviviría mucho tiempo solo. No tenía nada, apenas un apellido. Mi falta de personalidad me volvía invisible, hasta el punto de que nadie recordaba nunca mi nombre de pila. Me designaban por mi ropa, mi posición geográfica o incluso por la magnitud de mi gilipollez, pero casi siempre me llamaban Trasto. De pequeño, yo era ese niño de cara borrosa en la foto de clase. Más tarde fui el adolescente oculto bajo el acné. Lejos de lamentarlo, me alegraba de ello. Solo pedía que me dejaran en paz, y el anonimato me parecía la forma más segura de conseguirlo. Además, la gente no me interesaba. Me hacían preguntas para las que no tenía respuesta. Los «¿Qué tal estás?», «¿A qué te dedicas?» o «¿Quién eres?» me daban náuseas. El silencio con que les respondía los dejaba pensativos, a mi pesar. Un zángano, un Trasto, un golfo... Siempre que me dejaran en paz, podía ser lo que ellos quisieran. El resultado era el mismo. El mundo era una selva y yo no estaba a la altura de Tarzán. Así era la vida, no escondía la cabeza debajo del ala.

Fue así como me marché, sin oficio ni beneficio, con la sonrisa que las sabandijas exhiben ante la visión de la nada.

2

Si mi madre creía que bastaba con darme una patada en el culo para ponerme en el buen camino, se equivocaba de medio a medio. No tenía la menor idea de dónde aterrizaría, pero me importaba un comino. Tanto daba el lugar, siempre que pudiera dormir. En la calle o en otra parte, me traía sin cuidado. «El hombre de bien no tiene ataduras», me decía. Sonreí al sol que iniciaba su caída libre y recorrí los muelles del Saône en busca de un puente susceptible de darme cobijo para la noche. Los vi de todas clases: grandes, pequeños, fortificados, vetustos, pero ninguno me dio la impresión de un «hogar, dulce hogar».

Tras varias horas pateándome las calles, jalonadas de vagabundos borrachuzos, tuve que rendirme a la evidencia. Sin un techo para evitar que el cielo me cayera sobre la cabeza, no pasaría de aquella noche.

Empezaba a pensar en la manera de volver a casa de mis padres por medio del allanamiento de morada cuando se me ocurrió la idea de llamar a Stéphanie. Stéphanie era una amiga a la que había conocido en la facultad. Como todo el mundo, al acabar los estudios se había ido a vivir a París. Compartía piso. Había insistido varias veces en que me reuniera con ella, pero, por razones de carácter, yo había declinado la invitación.

Prefería la vida en solitario. Libre, solo y sin pasta. Visto desde ese ángulo, el principio de una comunidad me parecía tan estrambótico como defecar con la puerta abierta. ¿Por qué pagar un alquiler cuando podías quedarte tranquilamente en casa de tus padres sin desembolsar un céntimo? Ahora era otra historia. Ya no tenía elección. Aquel piso compartido llegaba en el momento justo.

3

Bajé del tren con la sensación de pisar terreno desconocido. Solo conocía París de oídas. Como comité de recepción, la capital me enviaba un gentío cuyo murmullo me produjo vértigo. Pensé en el silencio, fiel amigo tan querido, y luego me adentré bajo tierra, donde imperaba la ley del ruido. En el metro que me conducía a Bastille, un acordeonista, armado con su instrumento, ejecutó «Mon amant de Saint-Jean» con la sonrisa sádica que exhiben los verdugos cuando rematan a sus víctimas. La gente que me rodeaba no pareció darse cuenta de que estábamos asistiendo a la muerte de la música, así que llegué a la conclusión de que no tenían corazón. Me disponía a refugiarme tras los auriculares de mi iPod cuando una sombra amenazadora se abatió sobre mí. El acordeonista. Sin desprenderse de su sonrisa, donde centelleaban mil dientes, farfulló algo. Como suelo hacer en tales casos, fingí no comprender y sonreí con la esperanza de que dejara de apuntarme con su arma de destrucción sonora. No tuve suerte.

Con un gesto de la mano me pidió que me quitara los auriculares.

—¿Una moneda por la mousika? —me gritó.

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