Las cartas secretas del monje que vendió su Ferrari

Robin Sharma

Fragmento

PRÓLOGO

PRÓLOGO

Mi silencioso guía caminaba con rapidez por delante de mí, como si a él también le disgustase estar ahí abajo. El túnel era húmedo y la iluminación muy tenue. Los huesos de seis millones de parisinos estaban sepultados en ese lugar...

De pronto, el chico se detuvo en la entrada de un nuevo túnel. Estaba separado del que habíamos recorrido hasta allí por una verja de hierro oxidado. El túnel estaba oscuro. Mi guía desplazó la verja hacia un lado y se adentró en la oscuridad. Se detuvo y se volvió para mirarme, y así asegurarse de que estaba siguiéndolo. Abandoné con inseguridad la tenue luz mientras la espalda del chico desaparecía ante mis ojos. Di un par de pasos más. Entonces tropecé con algo. El traqueteo de algún objeto de madera retumbó por todo el espacio; me quedé inmóvil. En ese instante, me envolvió una luz. Mi joven guía había encendido su linterna. De pronto deseé que no lo hubiera hecho. La osamenta ya no estaba dispuesta en truculento orden. Había huesos por todas partes: desparramados por el suelo, a nuestros pies, cayendo en cascada de pilas apoyadas contra la pared que se habían desmontado. El haz de la linterna hacía visibles las nubes de polvo y los entramados de telas de araña que colgaban del techo.

Ça c’est pour vous —dijo mi guía. Me entregó la linterna. Cuando la cogí, pasó a toda prisa junto a mí.

¿Cómo...? —exclamé.

Antes de poder acabar la pregunta, el chico espetó:

—Il vous rencontrera ici.

Desapareció y me dejó solo, a quince metros bajo tierra; era un ser humano solitario perdido en un mar de muertos.

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Fue de esos días que uno desearía que hubiera acabado incluso antes de haber vivido sus primeros diez minutos. Todo empezó cuando abrí los ojos de golpe y noté que la luz del sol que se colaba a través de las persianas de mi cuarto era demasiado intensa. Me refiero a esa intensidad luminosa más característica de las ocho de la mañana que de las siete. El despertador no había sonado. Tras caer en la cuenta, empezaron veinte minutos de blasfemias motivadas por el pánico, y de gritos y lloros (estos, por cuenta de mi hijo de seis años) mientras yo recorría la casa escopeteado —del baño a la cocina y, de ahí, a la puerta de entrada—, intentando reunir toda la batería de ridículos objetos que Adam y yo necesitábamos para el resto de nuestra jornada. Cuando aparqué en la puerta del colegio cuarenta y cinco minutos después, Adam me lanzó una mirada de reproche.

—Dice mamá que si sigues trayéndome tarde a la escuela los lunes por la mañana, ya no podré seguir quedándome a dormir en tu casa los domingos.

¡Oh, Dios!

—Es la última vez —afirmé—. La última, te lo prometo.

Adam estaba bajándose del coche y tenía cara como de querer preguntarme algo.

—Toma —le dije, y le pasé una bolsa de plástico—. No olvides el almuerzo.

—Quédatelo —respondió Adam sin tan siquiera mirarme a la cara—. No puedo llevar sándwiches de mantequilla de cacahuete al cole.

Dio media vuelta y atravesó corriendo el patio desierto del colegio. «Pobre crío —pensé mientras observaba el movimiento de sus piernecitas a todo correr para llegar a la puerta—. No hay nada peor que llegar tarde al colegio; cuando ya todos están en clase y el himno nacional suena a un volumen ensordecedor por los pasillos. Y encima sin merienda.»

Tiré la bolsa de plástico al asiento de al lado y suspiré. ¡Otro fin de semana de custodia con final decepcionante! Había fracasado estrepitosamente como marido. Y ahora, al parecer, iba a fracasar con el mismo estrépito como padre separado. Desde el momento en que recogía a Adam era capaz de defraudarlo de mil maneras. Pese al hecho de que, durante la semana, la ausencia de Adam me dolía como un miembro amputado, llegaba tarde a recogerlo todos los viernes sin excepción. La promesa del momento especial de pizza y una película quedaba rota por el bocadillo de atún que Annisha tenía que dar a Adam cuando había llegado la hora de cenar y yo no me había presentado. Y luego estaba lo de mi teléfono, que sonaba de forma incesante, como si sufriera un ataque grave de hipo. Sonaba durante la película, y cuando estaba arropando a Adam. Sonaba durante el desayuno de crepes ligeramente quemadas y mientras paseábamos por el parque. Sonaba mientras comprábamos hamburguesas para llevar, y durante todo el rato en que le contaba el cuento. Por supuesto que el timbre del teléfono no era el verdadero problema. El verdadero problema era que yo no paraba de responder. Consultaba los mensajes; enviaba respuestas; hablaba por teléfono. Y, con cada interrupción, Adam se quedaba cada vez más callado, se mostraba un poco más distante. Me partía el corazón, pero, aun así, la idea de no contestar al móvil, de apagarlo, hacía que me sudaran las palmas de las manos.

Mientras me dirigía al trabajo a toda velocidad, le daba vueltas al fin de semana estropeado que había pasado con Adam. Cuando Annisha había anunciado que quería la separación legal, fue como si un camión me hubiera arrollado. Llevaba años quejándose de que no pasaba tiempo ni con ella ni con Adam; de que estaba demasiado obsesionado con el trabajo, demasiado ocupado con mi propia vida como para formar parte de la de ellos.

—Pero —le reproché— ¿cómo va a arreglarse eso dejándome? Si quieres verme más, ¿por qué estás proponiendo verme menos?

Al fin y al cabo, ella había dicho que todavía me amaba. Me dijo que quería que tuviera una buena relación con mi hijo.

Sin embargo, cuando por fin me mudé a mi propio piso, me sentía apaleado y amargado. Había prometido intentar pasar más tiempo en casa. Incluso había puesto excusas para no asistir a un torneo de golf de la empresa y a una cena con un cliente. Pero Annisha dijo que eran modificaciones pequeñas, que en realidad no estaba dispuesto a enmendar mis errores. Cada vez que recordaba esas palabras, apretaba los dientes de rabia. ¿Es que Annisha no se daba cuenta de lo exigente que era mi trabajo? ¿No se daba cuenta de lo importante que era para mí seguir ascendiendo? Si no hubiera invertido tantas horas, no tendríamos nuestra gran casa, ni los coches, ni las maravillosas teles de pantalla gigante. Aunque, claro, reconozco que a Annisha le importaban un comino las teles.

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