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Tú, hoy y siempre

Laurie Frankel

Fragmento

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Sam Elling estaba completando su perfil para el sitio web de citas online y tratando de decidir si reír o llorar. Por un lado se había descrito como persona «de risa fácil» y había contestado a la pregunta «¿Te consideras muy macho?» con un ocho sobre diez. Pero, por otro lado, todo este asunto le parecía tremendamente frustrante y, en cualquier caso, sabía que nadie se ponía menos de un ocho en la escala de masculinidad. Estaba intentando pensar en cinco cosas sin las que no podría vivir. Sabía que muchos aspirantes de citas escribían sin reparos: aire, comida, agua, un techo y alguna otra gracia. (Estaba pensando que el queso emmental sería algo ingenioso que añadir a la lista, o quizá la vitamina D, aunque desde que vivía en Seattle parecía irle bastante bien sin ella.) También podía tomar la vía tecnológica —ordenador portátil, otro ordenador portátil, tableta, wifi, iPhone—, pero enseguida lo calificarían de friki de la informática. Daba igual que lo fuera; no quería que lo supieran tan pronto. O podía tomar la vía sentimental —foto enmarcada de la boda de sus padres, penique de la suerte del abuelo, programa de la producción de Grease de secundaria, carta de admisión en el MIT, primera recopilación de canciones que le regaló una chica—, pero sospechaba que su virilidad saldría perjudicada. O podía decidirse por la vía de la lactosa: otra vez queso emmental (era obvio que estaba sufriendo un antojo de emmental sin un motivo aparente), seguido de helado de chocolate, queso cremoso, pizza Pagliacci y café con leche doble. Aunque en realidad no era cierto. Podía vivir sin esas cosas, solo que no le haría mucha gracia.

La cuestión era que este ejercicio era cinco cosas: aburrido, entrometido, empalagoso, embarazoso y del todo inútil. Él no tenía aficiones porque estaba siempre trabajando, que era la razón de que no pudiera encontrar una cita. Si no estuviera siempre trabajando (o si no fuera programador informático y, por tanto, trabajara también con mujeres), dispondría de tiempo para tener aficiones que poder incluir en la lista, pero entonces no necesitaría hacerlo porque no necesitaría las citas online para conocer a chicas. Sí, era un friki de la informática, pero en su opinión también era listo, divertido y razonablemente atractivo. Simplemente no tenía cinco aficiones ni cinco cosas ocurrentes sin las que no podría vivir ni cinco cosas interesantes en su mesita de noche (la respuesta sincera habría sido: un vaso medio lleno de agua, un vaso con dos dedos de agua, un vaso vacío, un Kleenex usado y arrugado, otro Kleenex usado y arrugado) ni cinco deseos para el futuro (no tener que repetir esto cinco veces). Y tampoco le importaban las aficiones ni las cinco necesidades vitales ni las mesitas de noche ni los deseos de los demás. Ya había respondido a variaciones de esas preguntas estúpidas en otra ocasión, había quedado con sus citas y había visto en qué acababa toda esa tontería. En nada. Si elegías a las chicas aparentemente prácticas (libros, utensilios de escritura, lámpara de lectura, radio despertador, móvil), eran unas aburridas. Si elegías a las aparentemente excéntricas (gorro de lluvia amarillo, cámara Polaroid, soda de lima, foto de Gertrude Stein, figurilla de plástico del presidente Mao), eran raras y engreídas. Si elegías la única que parecía encajar contigo («Un portátil y nada más porque, sinceramente, en él hay todo lo que necesito»), te caía una friki de la informática tan parecida a tu compañero de habitación de la universidad, que te preguntabas si se había sometido a una operación de cambio de sexo poco convincente sin avisarte. De modo que podías elegir entre aburridas, raras y las tipo transexual Trevor Anderson.

Cinco cosas sin las que Sam no podría vivir: sarcasmo, burla, desdén, escarnio, cinismo.

Eso no era todo, naturalmente. De serlo, no estaría buscando citas online. Estaría felizmente recluido en algún sótano, rodeado de sus juguetes (Xbox, Wii, PlayStation, pantalla de plasma de cincuenta y dos pulgadas, nachos para microondas). En lugar de eso había salido una vez más a la palestra. ¿No era eso una prueba de optimismo en Asunto: amor? (Esperanza, jovialidad, ternura, generosidad, la promesa de alguien a quien dar un beso de buenas noches.) Puede, pero era demasiado cursi para ponerlo en el estúpido formulario.

El problema con el estúpido formulario no era solo que la gente no dijera la verdad, que no la decía. El problema era que no había forma de decir la verdad aunque quisieras. Las cosas de la mesita de noche no desvelan un alma. Los deseos para el futuro no pueden condensarse para un formulario o un extraño. Las preguntas con espacios en blanco son divertidas pero no constituyen un indicador fiable del futuro a largo plazo de una relación. (Y, en realidad, tampoco son tan divertidas.) Ni siquiera las preguntas con respuestas directas y sencillas consiguen proporcionarte la información que necesitas saber. Por ejemplo, Sam quería salir con una mujer que supiera cocinar, estuviera dispuesta a hacerlo y disfrutara con ello, pero no porque fuera una diosa del hogar que necesitaba tener la casa impecable en todo momento (Sam no era ordenado) y no porque creyera que el lugar de una mujer está en la casa y su deber es servir a su hombre (Sam era feminista) y no porque fuera una de esas personas que solo se alimentan de comida orgánica, sostenible, local, sin productos químicos, ecológicamente responsable, integral, cruda, vegana (veáse más arriba Asunto: pasión de Sam por los productos lácteos). Tenía que ser porque Sam no sabía cocinar y ella sí, y los dos necesitaban comer, y él se ocuparía de otras tareas domésticas como fregar los platos o doblar la ropa o limpiar el cuarto de baño. No había espacio para todo eso en el formulario, ni siquiera un lugar donde poder indicar que era la clase de hombre que consideraba importantes tales nimiedades.

Y sin embargo, un hombre tiene sus necesidades. Y no las que estás pensando. Bueno, esas también, pero para Sam no eran lo más importante. Lo más importante para Sam era tener alguien con quien salir a cenar los viernes por la noche y despertarse los sábados por la mañana, alguien que fuera con él a los museos y al cine y al teatro y a fiestas y a restaurantes y a partidos de béisbol y a salidas de fin de semana, excursiones de un día, esquiadas, visitas a los padres, catas de vinos y eventos laborales. Este último aspecto era el que más le urgía a Sam, que trabajaba en la compañía de citas online cuyo formulario le estaba causando tanto desasosiego. La empresa empleaba a mucha gente moderna y dinámica, la mayoría hombres, que llevaba a mucha gente moderna y dinámica, la mayoría mujeres, a sus numerosas fiestas de etiqueta modernas y dinámicas. Sam no había tenido pajaritas de ningún color hasta que consiguió este empleo, no era moderno ni dinámico y creía firmemente que un trabajo de programador informático dentro de un cubículo de tres paredes rodeado de otros programadores informáticos con sus crípticas camisetas matemáticas y muñequitos de Star Trek y cubos de Rubik de siete caras debería eximirle de esa clase de presiones laborales. Pero los abogados y vicepresidentes y directores financieros y VIP e inversores marcaban la pauta, y además se trataba de una empresa de citas online: aparecer solo en esas fiestas era un mal paso para su carrera. Sam pasaba tales veladas enfundado en un esmoquin demasiado rígido, haciendo bromas torpes con sus colegas programadores informáticos solteros y torpes, bebiendo vodkatonics gratis y temiendo que nunca fuera a encontrar el verdadero amor.

En el instituto de Baltimore, cuando Holly Palentine descubrió que, detrás de la fachada de empollón de Sam había un gran corazón que latía, y accedió a bailar con él en la fiesta de inauguración del curso y a dejar luego que la llevara a cenar y al cine, y a pasar luego la mayoría de las tardes pegándose el lote en su sótano al terminar las clases, Sam dio por sentado que se casaría con su amor de instituto. Se recordaba bailando un lento con ella, en la fiesta de primavera del colegio, e imaginando el aspecto que tendrían el día de su boda. Más tarde ella le envió una carta desde el campamento de Girl Scouts, donde estaba de monitora, preguntándole si todavía podían ser amigos. ¿Todavía? Sam no se había dado cuenta de que alguna vez hubieran existido dudas al respecto. En sus años de universidad en el MIT probó algunos rollos a altas horas de la noche en la residencia y chicas que coqueteaban con él en fiestas y a enamorarse locamente de la camarera de Shot Through the Heart (aunque ni siquiera había intentado hablar con ella) y una relación adulta de verdad de año y medio con Della Bassette, quien después se graduó y se marchó tres años de voluntaria a Zimbabue, y otro año y medio de un amor sólido como una roca donde hasta se habló de anillos de compromiso con Jenny O'Dowd, quien lo amaba de veras y deseaba pasar el resto de su vida con él si no fuera porque, sin proponérselo, se enrolló con el compañero de habitación de Sam durante el semestre previo a la graduación. Dos veces. Luego Sam intentó estar solo. Si estaba solo había muchas menos probabilidades de que le machacaran el alma e hicieran añicos su corazón. Intentó no interesarse y no arriesgar y no mirar, salir solo con amigos varones, vacaciones en solitario, crecimiento personal y cancelación del cable. Nada de eso funcionó. No estar enamorado significaba que había menos probabilidades de que le hicieran daño. Pero, a decir verdad, no le veía la gracia.

No le veía la gracia no porque fuera de esas personas que necesitan estar siempre, siempre en pareja, y no porque se creyera un ser incompleto sin una compañera, y no porque sin una compañera fuera muy difícil tener sexo, sino porque cuando no estaba pasando tiempo con gente que le gustaba, Sam se descubría pasando mucho tiempo con gente que no le gustaba. Sus compañeros de trabajo estaban bien dentro del trabajo, pero tenían poco que contar cuando salían de copas una vez terminada la jornada laboral. La happy hour con los amigos con quienes había perdido el contacto desde la universidad le recordaba por qué había perdido el contacto. Las conversaciones triviales en fiestas de amigos de amigos le obligaban a fingir que encontraba interesantes muchas cosas que no encontraba interesantes.

Cuando dejó la costa Este para mudarse a Seattle y probó las citas por internet, Sam no podía creer que hubiera llevado treinta y dos años y medio en este mundo y no hubiera pensado antes en ello. Sam creía en los ordenadores y los programas, en la información codificable, en los algoritmos, los números y la lógica. Su padre también era programador informático, además de profesor de informática en la Universidad John Hopkins, de modo que Sam había sido educado para creer: los ordenadores eran su religión. El resto de la gente recurría a las citas online como única opción, después de no haber conocido a nadie en el vasto océano de la universidad. Pero a Sam le gustaban las citas online porque se cargaban el misterio. A lo mejor conocías a alguien y te gustaba y tú le gustabas y empezabais a salir, y la cosa iba bastante bien y vuestra unión se iba haciendo más y más fuerte, compartíais más y más cosas, comenzabais a entrelazar vuestras vidas y os enamorabais profundamente, y aun así ella se acostaba con tu compañero de cuarto cuando te marchabas a casa el fin de semana. Los ordenadores jamás permitían semejante variable periférica.

Las citas online todavía no le habían funcionado a Sam. Pero era un empleo bien remunerado. Lo cual acabaría ocupando un merecido segundo lugar en su lista. Una mañana de junio demasiado-bonita-para-trabajar, el equipo al completo de Sam recibió un tímido mensaje de texto de su jefe. «Aviso con tiempo», escribió Jamie. «Asunto a tratar hoy en SLP por orden de JJ: Cuantificar corazón humano.» Jamie llamaba al importantísimo director ejecutivo, el jefe de su jefe, JJ. A Sam le caía bien por eso. JJ había decretado recientemente que cada equipo comenzaría cada mañana con una reunión, de pie, alegando que la empresa no quería malgastar el tiempo de sus brillantes programadores con una reunión en toda regla, sino solo con un breve encuentro en el pasillo. Por lo general, dicho encuentro duraba lo que una reunión en toda regla pero sin la comodidad de una silla y un bollo. Jamie, por consiguiente, la llamaba la SLP, teóricamente por Sobre Los Pies, pero en realidad por cómo te quedaban estos al final de la reunión. A Sam también le caía bien Jamie por eso. Y porque no era un fanático de la puntualidad, lo que hacía que Sam tuviera tiempo de volver corriendo a su apartamento y ponerse un calzado más cómodo.

—El asunto es el siguiente —dijo Jamie cuando Sam apareció—. JJ opina que debemos mejorar nuestro lema. Algunos sitios web de contactos prometen «citas superdivertidas». Otros aseguran tener «el porcentaje más alto de matrimonios». JJ quiere aumentar la apuesta. Demasiadas citas terminan en fracaso. Demasiados matrimonios terminan en divorcio. ¿Qué es mejor que las citas y mejor que el matrimonio?

—¿Los amigos con derecho a roce? —aventuró Nigel, de Australia.

—Las almas gemelas —dijo Jamie—. JJ quiere un algoritmo que encuentre tu alma gemela. Por eso recurro a vosotros. El amor es peliagudo. Demasiadas variables humanas. El alma carece de lógica. El corazón es caprichoso. Difícil de atrapar. Difícil de cuantificar y programar. Pero nosotros somos programadores informáticos y ese es nuestro trabajo. De modo que debemos conseguirlo. Decidme cómo.

—Aumentando las probabilidades de acabar en la cama —propuso Nigel—. En las citas relajadas se enrollan antes. Cuanto más lejos llegas en una primera cita, más información posees sobre compatibilidad sexual.

—No funcionaría —discrepó Rajiv, de Nueva Delhi—. Las citas son un coñazo. —En eso los programadores informáticos, salvo Nigel, coincidían.

—Un rollo —convino Gaurav, de Bombay.

—Incómodas —dijo Arnab, de Assam.

—Y todo mentira —añadió Jayaraj, de Chennai. Sam se había vuelto un experto en cinco estados indios desde que empezara a trabajar de programador informático: Delhi, Assam, Maharashtra, Tamil Nadu y Bengala Occidental—. En las citas das una imagen de ti mismo mucho peor de lo que es en realidad —continuó Jayaraj—. No puedes soltar dos frases seguidas sin parecer idiota. Tartamudeas y sacas temas inoportunos y haces el ridículo. En la vida real no eres así.

—O te muestras mejor de lo que en realidad eres —contrarrestó Sam—, lo cual también es una mentira. Te vistes bien y te peinas y te maquillas, cuando en realidad en casa te pasas el día en chándal y diadema.

—¿Maquillaje? —Jamie enarcó una ceja.

—¿Diadema? —preguntó Jayaraj.

—Necesitamos una tercera persona —opinó Arnab—, como los astrólogos hindúes que conocen a toda la gente del pueblo desde varias generaciones, y establecen matrimonios en el momento del nacimiento que duran toda la vida.

—Muchas culturas tienen casamenteros. Están los nakodos japones, los shadchanes judíos. —Gaurav había estudiado antropología en la UC Santa Cruz—. Existen desde la antigüedad. Ellos son conscientes de una verdad.

—¿Que es…? —preguntó Jamie.

—Como la gente cree que es y lo que la gente cree que quiere no es en realidad como es y lo que quiere —dijo sabiamente Gaurav—. Los ancianos sabios, y a veces incluso magos, te emparejan basándose en cómo eres en realidad y en quien sería bueno para ti.

—No tengo ancianos magos —repuso Jamie.

—No, tienes algo mejor —dijo Sam—. Programadores informáticos. Podríamos escarbar un poco más en la información que nos proporcionan los usuarios. Centrarnos más en lo que ella dice de ellos y no tanto en lo que ellos dicen de sí mismos.

Todos estaban empezando a notar el cansancio en los pies, de modo que valía la pena darle una oportunidad a lo de escarbar.

—Acusar a nuestros clientes de mentir —dijo Jamie—. Estoy seguro de que a JJ le encantará.

Sam se detuvo a tomar un café antes de regresar a su mesa. (Cinco lugares a menos de doscientos metros de su mesa servían un insuperable café con leche doble: el puesto de café de la primera planta, el puesto de café de la duodécima planta, la cafetería, el café en la entrada de la Primera Avenida y el café en la entrada de la Cuarta Avenida. Sam adoraba Seattle.) Hecho esto tomó asiento y meditó acerca de dónde, si no era en los formularios de citas online, desvelaban las personas la verdad sobre sí mismas. Envió un mensaje a Jamie: «¿Puedo tener acceso a los datos financieros de nuestros clientes?».

Jamie respondió al instante. «Acusar a nuestros clientes de mentir e invadir su intimidad. A JJ también le va a encantar eso.»

Primera prueba contundente que Sam tenía de que los usuarios mentían acerca de sí mismos: todos se ponían muy nerviosos con el tema de la privacidad en internet pero en cuanto les prometía que les encontraría amor o por lo menos sexo, le firmaban la autorización para acceder a sus datos financieros, extractos de tarjetas de crédito, cuentas de correo electrónico y todo lo demás solo porque Sam se lo pedía amablemente. Allí los vio no cómo se describían a sí mismos, sino cómo eran en realidad. Vio que decían que sus cinco alimentos favoritos eran los arándanos ecológicos, los batidos de pasto agropiro, la quinoa roja, los bocadillos de tempeh y el caviar beluga, pero el último año se habían gastado un promedio de 47,40 dólares mensuales en el 7-Eleven. Vio que las cinco cosas que decían tener en su mesita de noche eran todas DVD de películas extranjeras, pero habían ido dos veces al cine a ver Shrek, felices para siempre en 3D, y pasado la semana del festival de cine extranjero con sus viejos compañeros de universidad en un rancho de vacaciones de Wyoming. Vio que decían que les gustaba escribir poesía y relatos cortos, e incluso incluían una cita de Ulises en su perfil, pero al analizar sus correos electrónicos descubrió que se encontraban dentro del doce por ciento, empezando por abajo, en el empleo de adjetivos y no tenían ni idea de cómo utilizar el punto y coma. Todos mentían. Por lo general no de manera maliciosa o siquiera deliberada. Más que tergiversar cómo eran, simplemente tenían una percepción errónea. Existía una gran diferencia entre cómo se veían y cómo eran en realidad.

Sam era un romántico, cierto, pero también programador informático, y dado que lo segundo se le daba mucho mejor que lo primero, decidió explotarlo. Durante dos semanas trabajó obsesivamente en un algoritmo que entendiera cómo eras en realidad. Este hacía caso omiso del formulario que rellenabas y en su lugar leía tus gastos, tus extractos bancarios y tus correos electrónicos. Leía tu historial en los chats y tus mensajes de texto, tus elementos publicados y tus actualizaciones de estado. Leía tu blog y lo que publicabas en los blogs de otras personas. Miraba lo que comprabas online, lo que leías online, lo que evitabas deliberadamente online. No hacía caso de cómo decías ser y lo que decías desear, y se concentraba en cómo eras en realidad y lo que deseabas en realidad. Sam combinó las viejas tradiciones de los casamenteros y las verdades que los usuarios desvelaban acerca de sí mismos pero no reconocían con el poder de los procesadores de datos modernos, y creó el algoritmo que iba a transformar el mundo de las citas. Sam descifraba el código de tu corazón.

Sus compañeros de equipo estaban impresionados con el algoritmo. Jamie estaba encantado. Y JJ estaba entusiasmado, sobre todo una vez que vio las demostraciones preliminares y lo increíblemente bien que iba a funcionar.

—¡Te acertamos a la primera cita! —exclamó JJ—. ¡No hará falta más! ¡A eso lo llamo yo una app asesina!

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El siguiente paso para Sam, obviamente, era probarlo consigo mismo. Quería saber si funcionaba. Quería demostrar que funcionaba. Pero, sobre todo, quería que funcionara. Quería que su algoritmo buscara por todo el mundo, señalara, descendiera como el dedo de Dios y dijera: «Ella». ¿Hasta qué punto era bueno este algoritmo? Al primer intento emparejó a Sam con Meredith Maxwell. Meredith Maxwell trabajaba al lado, en el departamento de marketing. De la empresa de Sam. Para su primera cita quedaron para comer en la cafetería del trabajo. Ella estaba apoyada en el marco de la puerta, sonriéndole, cuando él salió del ascensor sonriendo a su vez.

—Meredith Maxwell —dijo estrechándole la mano—. Casi todos mis amigos me llaman Max.

—¿No Merde? —preguntó Sam, espantado, horrorizado consigo mismo incluso mientras hablaba. ¿A quién se le ocurría gastar una broma como esa —pedante, escatológica y francesa— como primera impresión? Sam era torpe y desagradable y un poco bruto.

Sorprendentemente, Meredith Maxwell rió.

—Je crois que tu es le premier.

Fue como un milagro. Lo encontraba gracioso. Encontraba a Sam gracioso. Pero no era un milagro. Era la informática.

—¿Dónde aprendiste francés? —Sam se repuso cuando ambos hubieron tomado asiento en un rincón apartado de la cafetería con sus respectivas bandejas.

—Hice un año de universidad en Brujas. También aprendí flamenco.

—Debe de ser muy útil —dijo Sam.

—Menos de lo que imaginas. Las únicas personas con las que hablo flamenco son mis perros.

—¿Tienes perros?

—Snowy y Milou.

—Pusiste a tus perros nombres de un cómic belga.

—Bueno, de un cómic belga traducido al inglés —señaló Meredith Maxwell.

Sam estaba impresionado consigo mismo. Aunque ella no había desvelado en su perfil los nombres de sus perros ni Sam su obsesión en la infancia con Tintín, había creado un algoritmo que sabía esas cosas. Sam era un genio. Meredith Maxwell, por su parte, era guapa y divertida y decididamente lista, de treinta y cuatro años (a Sam le gustaban las mujeres mayores que él, aunque solo fueran siete meses mayores), viajera, políglota, amante de los perros, aficionada al helado de fresa de las cafeterías y dueña de una piel que olía a mar.

—Ha estado bien —dijo Meredith mientras devolvían las bandejas. No sonaba, sin embargo, muy convencida.

—¿Repetimos? —propuso Sam.

—¿Tal vez fuera del campus?

Sam advirtió que eso no era un no pero tampoco un sí-por-supuesto-no-seas-ridículo. ¿Acaso el algoritmo no funcionaba tan bien como pensaba? ¿Funcionaba en el papel (bueno, en el código) pero no en la práctica? O peor aún: ¿se hallaba ante su pareja ideal, la única alma en todo el mundo que encajaba con su alma, la encarnación de su amor platónico… y a ella él solo le gustaba un poco? Se devanó los sesos pensando en lugares impactantes para una primera cita. ¿Se había vuelto loco? La cafetería del trabajo dejaba mucho que desear como primera impresión. Esta vez no debería contar. Necesitaba una segunda oportunidad.

—Vayamos a cenar a un restaurante especial.

—Vale —convino ella.

—Mmmm… ¿Canlis? ¿Champagne? ¿Rover's? —Sam citó varios restaurantes de lujo al azar. No había estado en ninguno de ellos—. Podríamos tomar el ferry de alta velocidad a Victoria. Canadá es muy romántico.

—Los barcos me hacen vomitar.

—¿El restaurante en lo alto de la Space Needle?

—¿Te gusta el béisbol? —preguntó ella.

Sam contuvo la respiración. ¿Era una pregunta con trampa?

—Sí.

—¿Qué te parecería una cena en el estadio? ¿Perritos calientes y partido? Podría ser más divertido.

El partido fue divertido. También la cena en el restaurante, algo más sencillo que el que Sam había propuesto al principio pero así y todo elegante para Seattle. También la obra de teatro que Meredith eligió y el interrogatorio al que lo sometió después, el cual parecía un examen de inglés pero con más presión (después de todo, Sam se jugaba mucho más aquí). También la película de terror coreana en el cine de tres dólares y la caminata en la cordillera Hurricane. Pero todavía no habían acabado de conectar. O tal vez fuera todo lo contrario.

—No he podido por menos que advertir —señaló Meredith después de todo un día de caminata, duchas por separado y secados de pelo con toalla y vino tinto, velas y comida tailandesa en el suelo de su sala de estar— que todavía no me has besado.

—¿No lo he hecho? —dijo Sam.

—No.

—Qué extraño descuido. ¿Por qué crees que es?

—Puede que no te guste —sugirió Meredith.

—No me lo parece —dijo Sam.

—Puede que te guste pero me encuentres horrorosa.

—Tampoco me lo parece —dijo Sam, arrastrándose hacia ella.

—Puede que seas una estafa de programador y que tu algoritmo no funcione y que no encajemos como pareja, que estemos destinados al fracaso y no haya química entre nosotros.

—Soy un programador brillante —aseguró Sam.

—Puede que tengas miedo —dijo Meredith.

—¿De qué?

—De que te rechace.

—Imposible. A lo mejor la que tiene miedo eres tú.

—¿Yo?

—Sí, tú. —Sam se acercó un poco más—. A lo mejor te asusta demasiado besarme. A lo mejor tienes el hígado de lirio.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó ella—. ¿Que tengo flores en el hígado? ¿Como una niña pequeña? ¿Que todas las toxinas que eliminas de la sangre son flora?

—Viene de los humores. Ya sabes, bilis, sangre, flema —susurró sensualmente Sam—. Te falta lo necesario para colorear el hígado, por lo que está todo blanco y pálido, es pusilánime, está ahí colgando de tu tracto digestivo, convenciéndote de que no me beses.

—Sabes muchas cosas, Sam —dijo ella.

—¿Eso es malo? —preguntó él, enderezándose. Había estado tan inclinado hacia ella, con los ojos entrecerrados, que casi se sentía mareado. O quizá el motivo fuera otro.

Meredith lo meditó.

—Me gustan los hombres inteligentes, pero cuanto menos hables de flemas justo antes de nuestro primer beso, mejor.

—No sabía que iba a ser justo antes de nuestro primer beso —dijo Sam.

—Lo que quiere decir, entonces, que no lo sabes todo.

¿Le besó ella a él o él a ella? ¿O para entonces estaban tan cerca que la siguiente inspiración unió sus bocas, que los violentos latidos de su corazón propulsaron a Sam hacia ella? ¿O era una cuestión de destino o compatibilidad o química o informática? Sam se olvidó de tenerlo en cuenta. Se olvidó de pensar en eso. Se olvidó de pensar en absoluto.

Estuvieron un rato besándose. Luego estuvieron un rato sin besarse, simplemente respirando juntos. El apartamento de Meredith tenía maquetas de aviones colgadas por todo el techo. Las sombras que proyectaban con la luz de las velas le producían a Sam la sensación de estar volando. O quizá el motivo fuera otro. Entonces Meredith dijo:

—Me ha gustado. ¿Por qué has tardado tanto?

Sam intentó responder desenfadadamente: «¿Por qué has tardado tanto tú?». Intentó reintroducir en la conversación el tema del hígado a la espera de que le bajara el ritmo cardíaco. En lugar de eso contestó involuntariamente con sinceridad.

—Creo… Estoy casi seguro de que este será el último primer beso de mi vida y quería saborearlo.

—¿Y qué te ha parecido? —preguntó Meredith.

—Se me ha olvidado —dijo Sam, y ella sonrió, pero esa respuesta también había sido involuntariamente sincera—. Déjame probar de nuevo.

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A la mañana siguiente Sam rodó sobre su costado para contemplar un minuto o dos a una Meredith todavía dormida, despeinada y con los dientes sin lavar antes de decir:

—Entonces ¿me mudo?

—¿Qué?

—¿Me mudo ahora o quieres esperar?

—Estaba pensando en un brunch —dijo Meredith.

—¿Y luego las maletas?

—Estaba pensando en un brunch y puede que un paseo. ¿Bromeas?

—Es un algoritmo de primer orden, Merde —dijo Sam.

—De primer orden.

—No puede equivocarse. Lo creé yo, ¿sabes? Tienes delante un producto de calidad suprema.

—Aun así, creo que prefiero dejar pasar más de doce horas desde nuestro primer beso antes de mudarte a mi apartamento.

Sam lo meditó.

—En ese caso, ¿te mudas tú al mío?

—No estoy segura de que el problema sea ese. Además, estás loco si piensas que voy a mudarme a tu estudio.

—¿Por qué no?

—Tu dormitorio es una tarima. Tu cocina es un fogón. Tengo dos perros.

—Y un montón de avioncitos. De acuerdo.

—Ve a Londres y cuando vuelvas hablamos.

Sam debía ir a Londres para la conferencia internacional sobre tecnología y redes sociales, este año apodada «Londres, ciudad del amor: tu corazón con la tecnología», un título estúpido además de vago. Londres era ciudad de muchas cosas (té, momias y patatas jacket era lo primero que venía a la cabeza), pero no del amor. La asistencia de Sam, naturalmente, había sido programada mucho antes de que supiera que esta sería la semana que iba a enamorarse. Presionó a Jamie para que le dejara llevarse a Meredith con él. «Marketing debería tener representación», le dijo, y luego probó con «Mi presentación es sobre el algoritmo. Meredith y yo seríamos el reclamo publicitario perfecto». Pero sus peticiones fueron rechazadas. «Creo que gozaré más de tu atención plena si vienes solo», dijo Jamie.

Eso era verdad solo en parte. Se trataba de un viaje apretado. Habría reuniones interminables e inversores a quienes presentar el producto, charlas a las que asistir, recepciones y desayunos en los que hacer acto de presencia, además de multitud de problemas técnicos que resolver, los que resultan inevitables en equipos prestados lejos de casa cuando hay en juego mucho dinero y prestigio y todos tus competidores están mirando y todo tiene que salir a la perfección. A Sam le costaba entender que surgieran tantos problemas técnicos, y que tantos fueran de su competencia, cuando todo el mundo en tres manzanas a la redonda era experto en informática y el motivo de la conferencia era justamente la tecnología, pero no disponía de tiempo para cavilar sobre ello. Tenía todo eso que hacer más museos que explorar, iglesias que visitar, mercados que recorrer, jarras de cerveza que beber y teatro al que ir. Tenía todo eso que hacer además de deambular por las calles de la ciudad bajo la lluvia y contemplar el río y beber té en los cafés mientras añoraba a Meredith. Le costaba estar separado de ella aunque solo fueran dos semanas. Notaba su ausencia físicamente. Sentía como si le faltara un pulmón. Y estaba disfrutando de cada minuto.

La primera noche, de regreso al hotel se detuvo en un restaurante chino de Tottenham Court Road y recibió una galleta de la fortuna que rezaba: «El amor crece con la ausencia». Se lo escribió a Meredith. «Se equivocan», respondió ella. «La ausencia te vuelve loco.»

Sam regresó flotando al hotel. Justo antes de meterse en la cama la llamó.

—¿Loco en qué sentido? —le preguntó.

—Estoy trabajando —protestó ella.

—¿En serio? Ahí son más de las cinco. Vete a casa y llámame.

—He quedado con Natalie. ¿Podemos hablar mañana?

—Solo si me dices loco en qué sentido —dijo Sam.

—Mañana —insistió ella, y Sam se metió en la cama.

A las cinco y media de la madrugada le sonó el videochat. Sonó durante un buen rato antes de despertarlo, transformando su sueño en el que estaba atrapado en una carrera de obstáculos bajo el agua en la que recibiría un premio al final si tocaba una campana.

—¿Mmmm… ga? —consiguió farfullar.

—Holaaa —trinó Meredith, dulce y melosa. Y borracha.

—Mmmmm —dijo él.

—¿Estás ahí?

—Mmmmm.

—Parece que estés metido en una cueva.

—No es una cueva.

—No veo nada.

—Estoy a oscuras.

—¿Por qué?

—Es de noche.

—No, de noche es aquí. Ahí es por la mañana.

—Técnicamente, quizá —dijo Sam volviendo en sí poco a poco—. Pero el sol no se ha levantado aún.

—En Londres es verano —replicó Meredith—. El sol siempre está levantado.

—Veo que no me pillas —dijo Sam—. Estoy a oscuras porque tengo las cortinas echadas. Porque aquí aún es de noche.

—¿No deberías tener jet lag?

—Poseo un sueño privilegiado.

—¿No debería ilusionarte más hablar conmigo?

—Pocas cosas me hacen ilusión a las cinco y media de la mañana.

—¿Quieres saber por qué la ausencia te vuelve loco?

—Claro. ¿Por qué?

—Enciende la luz para que pueda verte.

Rodó sobre la cama y obedeció mientras la miraba estoicamente con los párpados entornados desde el otro lado del globo y a medio día de distancia.

—Te vuelve loco porque te vas con tu amiga preferida, a la cual hace semanas que no ves, a tu bar preferido, al cual hace meses que no vas, para ver cómo tu equipo de béisbol preferido gana a los Yankees por once a uno, y sin embargo te pasas la noche sintiendo que algo enorme te falta.

—Echarme de menos no es de locos. Es de cuerdos.

—Buenas noches, Sam.

—Para ti es fácil decirlo. El teléfono no te despertará dentro de media hora.

—¿Tienes la presentación mañana?

—Hoy. Sí.

—¿Tu Gran Presentación?

—Exacto.

—¿Delante de cientos de personas superinteligentes?

—Puede que miles.

—¿Con todo el futuro de la empresa, nuestra empresa, en juego?

—Soy un hombre importante.

—¿Estás nervioso?

—Cada vez más.

—Vamos, Sam —dijo Meredith—, deberías dormir un poco.

Cuando al rato Sam descorrió las cortinas, descubrió que su habitación no estaba mucho más iluminada de lo que lo había estado cuando las tenía echadas. Una hora más tarde se reunió con Jamie en el vestíbulo. Jamie era de Londres. Se había ido a vivir a Seattle un año atrás, por petición expresa de JJ, para dirigir el departamento de Sam. Jamie aseguraba que era por su gran capacidad de liderazgo y sus conocimientos tecnológicos. Sam sospechaba que a JJ le gustaba Jamie por su acento británico, que le daba un aire inteligente y sofisticado cuando explicaba educadamente los problemas prácticos de las presuntuosas y rimbombantes ideas de JJ. Se había formado como actor shakesperiano antes de decantarse por la informática, de modo que expresaba las nimiedades y los pormenores del funcionamiento cotidiano de la empresa con un histrionismo, una cadencia y una gravedad que, en opinión de JJ, encajaban a la perfección con sus aires de grandeza.

En este viaje Jamie estaba representando el papel de jefe y también de guía turístico. Y de defensor de la reina.

—Tenéis un tiempo asqueroso, tío —le saludó Sam con su mejor acento a lo Monty Python.

—Tenéis un tiempo asqueroso, colega —le corrigió Jamie—. ¿Y qué sabrás tú? Vives en Seattle. Vuestro tiempo es tan asqueroso como el nuestro.

—Pero nos lo montamos mejor.

—Dime cómo, si no es molestia.

—Cafés —dijo Sam.

—Pubs —contraatacó Jamie.

—Claro, porque lo que necesitáis además de toda esta lluvia es cerveza fría y tranquilizantes.

—Aquí la cerveza no se sirve fría —le aclaró Jamie.

—Peor me lo pones —dijo Sam.

—Podemos tomar un café —propuso Jamie mientras se dirigían al metro.

—Sí, un café asqueroso.

Jamie lo empujó contra un charco y Sam tuvo que hacer su Gran Presentación con los zapatos empapados. Así y todo, Sam y su algoritmo fueron recibidos con grandes aplausos y una sesión de preguntas y respuestas que después de hora y media fue preciso cortar porque alguien (a quien Sam estaba eternamente agradecido) necesitaba la sala.

Para celebrarlo, Jamie lo invitó a comer en un gastropub próximo a St. Paul, donde Sam se bebió una jarra a temperatura ambiente de la que tuvo que reconocer era la mejor cerveza que había probado en su vida.

Cruzaron el puente hasta la Tate Modern para echar un vistazo a la exposición que ocupaba el gigantesco vestíbulo: una maqueta de la ciudad de Londres. Estaba hecha de espuma, de manera que si te entraban ganas de pisar el Teatro Nacional o tropezabas literalmente con el Big Ben no dañabas la obra ni tu persona. La maqueta llegaba hasta la cintura y era tan rica en de­talles que podían verla a través de las ventanas del Turbine Hall de la mini-Tate. Deambularon por sus calles, mucho más secas que las de fuera, hasta que Jamie encontró el piso donde había crecido y se enganchó la chaqueta en un restaurante que había olvidado por completo pero del que ahora estaba convencido que tenía que llevar a Sam a cenar.

—¿Soy o no soy un buen jefe? —preguntó.

—Lo eres.

—Has hecho una presentación fantástica, Sam. Muy inteligente. Diría incluso que genial.

—Gracias.

—Te irá de maravilla —dijo Jamie.

—¿Tú crees?

—Desde luego que sí. —Y se alejó para admirar la Torre de Londres.

En una galería del piso superior Sam recibió un men

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