La niña que se tragó una nube tan grande como la torre Eiffel

Romain Puértolas

Fragmento

cap-2

 

La primera palabra que pronunció el viejo peluquero cuando entré en su salón fue una orden breve y tajante digna de un oficial nazi. O de un viejo peluquero.

—¡Siéntese!

Dócil, me sometí. Antes de que él me sometiera con sus tijeras. Enseguida comenzó su danza alrededor de mí, ni siquiera esperó a saber con qué corte de pelo deseaba salir de su peluquería, o con qué corte de pelo justamente no deseaba salir.

¿Habría lidiado antes con el rebelde pelo afro de un mulato? Ahora ya no tenía más remedio.

—¿Le gustaría escuchar una historia increíble? —le pregunté para romper el hielo e instaurar un clima cordial.

—Lo que quiera con tal de que deje de mover la cabeza. Acabaré cortándole una oreja.

Consideré que ese «lo que quiera» era un gran paso, una invitación al diálogo, a la paz social y a la armonía entre seres humanos y, al mismo tiempo, intenté olvidar lo más rápidamente posible, en virtud de esos mismos acuerdos de fraternidad, la amenaza de amputación de mi órgano auditivo.

—Bien, veamos. Un día, mi cartero, que es una mujer, una mujer encantadora, dicho sea de paso, se presentó en la torre de control donde trabajo y me dijo: «Señor Mengano (es mi apellido), necesitaría que me diese permiso para despegar. Sé que esta petición puede parecerle insólita pero es así. No se haga preguntas. Yo dejé de hacérmelas cuando todo comenzó. Solo deme permiso para despegar de su aeropuerto, se lo ruego». La verdad es que a mí su solicitud no me parecía tan insólita. A veces venían a verme particulares que se habían arruinado en las escuelas de aviación cercanas y que querían seguir haciendo horas de vuelo por su cuenta. Lo que me sorprendía, sin embargo, era que ella nunca antes me había hablado de su pasión por la aeronáutica. Bueno, nunca habíamos tenido demasiadas oportunidades de conversar, ni siquiera de cruzarnos (yo alterno turnos de día y de noche), pero bueno. Normalmente se limitaba a llevarme el correo a casa en su viejo Cuatro Latas amarillo. Nunca había ido a verme al trabajo. Lástima, porque era un bombón. «En condiciones normales, para este tipo de petición la mandaría al despacho de planes de vuelo. El problema es que hoy el tráfico aéreo es un caos por culpa de esa maldita nube de cenizas y no vamos a poder atender a los vuelos privados. Lo siento.» Viendo su cara de desconcierto (tenía una cara de desconcierto muy bonita y eso sembró el desconcierto en mi corazón), fingí que su caso me interesaba: «¿Qué pilota? ¿Un Cessna? ¿Un Piper?». Dudó mucho. Se notaba que estaba molesta, que mi pregunta la incomodaba. «Eso es justamente lo insólito de mi petición. No piloto ningún avión. Vuelo sola.» «Sí, eso lo había entendido, vuela sin instructor.» «No, no, sola, quiero decir sin aparato, así.» Levantó los brazos por encima de la cabeza y ejecutó un giro sobre sí misma, como una bailarina de ballet. Por cierto, ¿le he dicho que iba en bañador?

—Olvidó ese pequeño detalle —respondió el peluquero, ahora concentrado en pelearse con mis rizos—. Sabía que los controladores aéreos llevaban una buena vida, pero ¡esto es el colmo!

El viejo tenía razón. Los controladores de Orly no podíamos quejarnos. Pero eso no impedía que de vez en cuando hiciéramos una pequeña huelga sorpresa. Solo para que la gente no nos olvidara durante las fiestas.

—Bueno, esto… Llevaba un biquini de flores —proseguí—. Una mujer muy guapa. «No pretendo entorpecer su tráfico, señor controlador, solo quiero que me considere un avión más. No volaré tan alto como para que la nube de cenizas me afecte. Si hay que pagar las tasas de aeropuerto, no hay problema, tenga.» Me tendió un billete de cincuenta euros que sacó de no sé dónde. En cualquier caso, no de su gran cartera de cuero, puesto que no la llevaba. Yo no daba crédito. No entendía nada de lo que me contaba, pero parecía muy decidida. ¿Acaso me estaba diciendo que realmente podía volar? ¿Como Superman o Mary Poppins? Durante unos segundos, pensé que a mi cartero, bueno, a mi cartera, se le había ido la olla.

—Resumiendo, un buen día su cartero, que es una cartera, irrumpe en su torre de control en bañador aunque la playa más cercana está a cientos de kilómetros, y le pide permiso para despegar de su aeropuerto batiendo los brazos como una gallina.

—Veo que está atento.

—Cuando pienso que el mío solo me trae facturas… —suspiró el hombre limpiando el peine en su delantal antes de volver a meterlo en mi cabello. En la otra mano, las tijeras tintineaban sin parar, como las garras de un perro sobre el parquet, o como las de un hámster en una rueda.

Todo en su actitud indicaba que no creía ni una palabra de lo que le estaba contando. No se lo podía reprochar.

—Bueno, ¿y qué hizo? —me preguntó, sin duda para ver hasta dónde podía llegar mi imaginación delirante.

—¿Qué hubiera hecho en mi lugar?

—No lo sé, no trabajo en la aviación. Y además no estoy acostumbrado a ver entrar chicas guapas medio en pelotas en mi peluquería.

—Estaba confuso —añadí ignorando las bromas del viejo refunfuñón.

—¡Pensaba que nada podía desconcertar a un controlador aéreo! —soltó, irónico—. ¿No se les paga para eso?

—Esa imagen está un poco sobredimensionada. ¡No somos máquinas! Como iba diciendo, ella me miró con sus ojos de muñeca de porcelana y me dijo: «Me llamo Providence, Providence Dupois». Esperó a que sus palabras hicieran efecto en mí. Parecía estar quemando su último cartucho. Creo que me dijo su nombre para que dejara de considerarla una simple cartera. Estaba tan desorientado que durante unos segundos incluso pensé que era… bueno, ya sabe, una chica con la que había tenido una aventura y a la que no había reconocido. Tuve éxito en mis años jóvenes… Pero no había ninguna duda, incluso sin la gorra y sin el pequeño chaleco hortera azul marino, esa chica supercañón era mi cartera.

Hacía unos segundos que el peluquero había retirado el peine y sus tijeras de mi pelo encrespado y los mantenía suspendidos en el aire.

—¿Ha dicho Providence Dupois? ¿LA Providence Dupois? —exclamó dejando los instrumentos en la mesa de cristal que había delante de mí, como si de pronto le hubiera acometido un profundo cansancio. Era la primera vez que daba alguna señal de interés desde que habíamos empezado a hablar, bueno, desde que yo había empezado este monólogo—. ¿Se refiere a la mujer de la que hablaron todos los periódicos? ¿La que voló?

—La misma —respondí, sorprendido de que la conociera—. Pero, claro, en aquel momento para mí solo era mi cartera. La bomba sexual del Cuatro Latas amarillo.

El peluquero se desplomó en el sillón vacío que había a mi lado. Parecía como si una estación espacial acabara de caer sobre sus hombros.

—Ese día me trae recuerdos bastante duros —dijo con la mirada perdida en algún lugar entre las losetas blancas y negras de la peluquería—. Mi hermano murió en un accidente de avión. Precisamente el día en que esa famosa Providence Dupois se dio a conocer por ese extraño suceso. Paul, mi hermano mayor. Se iba unos días de vacaciones al sol. Cómo iba él a imaginar que serían unas vacaciones tan largas… Ciento sesenta y dos pasajeros. Ningún supervivien

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