La clave secreta del universo (La clave secreta del universo 1)

Stephen Hawking
Lucy Hawking

Fragmento

LA CLAVE SECRETA DEL UNIVERSO

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Los cerdos no desaparecen así como así, sin más, se dijo George, mirando embobado la desierta pocilga. Cerró los ojos y los volvió a abrir por si se trataba de una horrible ilusión óptica. Sin embargo, al mirar de nuevo, el cerdo no había aparecido milagrosamente, no vio por ninguna parte su mole rosada cubierta de barro hasta las orejas. De hecho, al reconsiderar la situación, comprendió que el asunto había empeorado en vez de mejorar: la puerta lateral de la pocilga se balanceaba sobre las bisagras, lo que significaba que alguien no se había preocupado de cerrarla. Y ese alguien seguramente había sido él.

—¡Georgie! —oyó que su madre lo llamaba desde la cocina— . Voy a empezar a hacer la cena, así que te queda una hora. ¿Ya has hecho los deberes?

—Sí, mamá —contestó, fingiendo tranquilidad. —¿Cómo está el cerdo?
—¡Está bien! ¡Perfecto! —aseguró, con voz de pito.

Lanzó unos cuantos gruñidos de prueba para que pareciera que todo estaba bajo control en el pequeño patio trasero,

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ocupado por un huerto lleno a rebosar de todas las hortalizas imaginables y una pequeña pocilga con un enorme aunque misteriosamente de saparecido cerdo. Volvió a gruñir un par de veces a modo de efectos especiales; era vital que su madre no saliera al huerto antes de que George hubiera tenido tiempo de concebir un plan. No tenía ni la más remota idea de cómo iba a encontrar y devolver el cerdo a la pocilga, cerrar la puerta y entrar en casa a tiempo para cenar, pero ya estaba en ello y lo último que necesitaba era que uno de sus padres apareciera antes de haber dado con la solución.

George sabía que su mascota no era precisamente santo de la devoción de sus padres: no querían un cerdo en el huerto de casa. A su padre en particular solían rechinarle los dientes al recordar al personaje que vivía al otro lado del espacio destinado a las hortalizas. Había sido un regalo: una fría Nochebuena de unos años atrás, les habían dejado una caja de cartón delante de la puerta de casa, de la que salían chillidos y resoplidos. Cuando la abrió, George encontró en su interior un cochinillo rosado muy indignado. Lo sacó con cuidado de la caja y contempló embelesado cómo su nuevo amiguito patinaba sobre sus diminutas pezuñas para esconderse detrás del árbol de Navidad. La caja llevaba una nota pegada en la tapa que decía: «Querida familia: ¡Feliz Navidad! Este amiguito necesita un hogar, ¿podéis proporcionarle uno? Besos. La abuela».

Al padre de George no le entusiasmó la nueva incorporación a la familia. Que fuera vegetariano no implicaba que le gustaran los animales; de hecho, prefería las plantas, que eran más fáciles de manejar: no ensuciaban, no dejaban manchas de barro en el suelo de la cocina y no irrumpían en cualquier momento para dar cuenta de las galletas que hubieran quedado en la mesa. Sin embargo, George estaba emocionado con

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la idea de tener su propio cerdo. Los regalos que había recibido de sus padres ese año habían sido, como venía siendo habitual, bastante decepcionantes. Las mangas del jersey de rayas moradas y naranjas que le había hecho su madre le llegaban al suelo, jamás había querido tener un flautín rústico y le costó lo suyo fingir entusiasmo cuando desenvolvió el kit para construirse su propio terrario.

Lo que George deseaba de verdad, más que cualquier otra cosa en el mundo, era un ordenador, pero sabía que era muy poco probable que sus padres le compraran uno. No les gustaban los inventos modernos e intentaban ir tirando con los mínimos aparatos domésticos posibles. En consonancia con su deseo de vivir una vida más sana y sencilla, lavaban la ropa a mano, no tenían coche e iluminaban la casa con velas para no tener que usar electricidad.

El objetivo último era proporcionar a George una educación natural e instructiva, libre de toxinas, aditivos, radiaciones y otros agentes nocivos por el estilo. El único problema era que, al renunciar a todo lo que pudiera perjudicar a George, sus padres habían conseguido eliminar montones de cosas que también le habrían resultado estimulantes. Tal vez a los padres de George les gustara bailar en la plaza del pueblo, manifestarse en las protestas ecologistas o moler la harina para hacerse su propio pan, pero a George no. Él deseaba ir a un parque temático y montarse en la montaña rusa, jugar con el ordenador o viajar en avión a algún lugar, lejos, muy lejos de allí. No obstante, por el momento, tendría que contentarse con su cerdo.

¡Y menudo cerdo! George lo llamó Freddy, y se pasaba las horas muertas mariposeando junto a la pocilga que su padre había construido en el huerto, contemplando cómo

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husmeaba la paja o removía el barro. Con el paso de las estaciones y los años, el cochinillo de George fue haciéndose cada vez más y más grande hasta que llegó un momento en que, con poca luz, podía confundirse con la cría de un elefante. Cuanto más crecía, más daba la sensación de que la pocilga se le quedaba pequeña. Freddy aprovechaba cualquier ocasión para escaparse y arrasar el huerto, pisotear las zanahorias, mordisquear los cogollos de los repollos y triturar las flores de la madre de George; y a pesar de que ella solía decirle lo importante que era amar a todos los seres vivos, George sospechaba que los días que Freddy destrozaba el huerto su madre no amaba demasiado al cerdo. Era vegetariana, igual que su padre, pero estaba seguro de haberla oído mascullar «salchichas» en un tono nada halagüeño mientras ponía orden después de una de las más desastrosas incursiones de Freddy.

Sin embargo, ese día en concreto, Freddy ni siquiera había tocado las verduras. En vez de embestir como un loco contra lo que se le pusiera por delante, el cerdo había hecho algo mucho peor. En ese momento, George se fijó en el agujero que había en la valla que separaba el huerto del jardín de la casa de al lado y que tenía un tamaño sospechosamente parecido al de un cerdo. Estaba convencido de que el día anterior ese agujero no estaba ahí; claro que el día anterior Freddy descansaba tranquilamente en la pocilga. Además, Freddy había desaparecido por arte de magia y eso solo podía significar una cosa: que había abandonado la seguridad que le proporcionaba el huerto en busca de aventuras y había ido a parar a algún sitio prohibido.

La casa de al lado era un lugar misterioso. Por lo que George recordaba, allí no había vivido nadie antes. Mientras que el

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resto de las casas adosadas de su misma calle tenían unos jardines traseros bien cuidados, unas ventanas por las que salía la luz del interior al anochecer y puertas que se abrían y cerraban con el trajín diario, esa casa era un remanso de paz: inanimada, silenciosa y a oscuras. Por la mañana no se oían gritos alborozados de niños, ni ninguna madre se asomaba a la puerta de atrás para anunciar la cena. Los fines de semana no se oían martillazos, ni se olía a pintura, porque nadie iba a arreglar los marcos de las ventanas ni a desatascar los canalones combados. Los años de abandono y crecimiento incontrolado habían conducido a la rebelión del jardín, y en ese momento parecía que una selva amazónica crecía al otro lado de la valla.

En el lado de George todo estaba bien cuidado y alineado: un jardín de lo más soso. Había hileras de judías verdes debidamente atadas a unas cañas y surcos sembrados de lánguidas lechugas, exuberantes hojas de zanahoria verde oscuro y disciplinadas patateras. George ni siquiera podía darle una patada a un balón sin que este aterrizara en medio de una mata de frambuesa bien cuidada y la aplastara.

Sus padres habían preparado una pequeña zona para que George cultivara sus propias verduras, con la esperanza de que eso le hiciera interesarse por la jardinería y algún día se dedicara al cultivo biológico. Sin embargo, George prefería mirar al cielo a mirar al suelo, por lo que su pedacito de planeta siguió como estaba, desnudo, adornado con piedras, malas hierbas y tierra, mientras intentaba contar las estrellas del firmamento para averiguar cuántas había.

La casa de al lado era completamente distinta. George solía encaramarse al tejado de la pocilga para atisbar por encima de la valla la maravillosa y enmarañada jungla en que se

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había convertido el jardín. El manto de matorrales formaba pequeños y atractivos escondrijos, y las ramas curvadas y retorcidas de los árboles eran perfectas para trepar por ellas. Las zarzas crecían en grandes macizos, y sus espinosas ramas se

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enroscaban de tal forma que se entrecruzaban como las vías del tren en una estación. En verano, la retorcida enredadera se aferraba a las demás plantas del jardín como si fuera una telaraña verde; dientes de león amarillos brotaban por todas partes; las espinosas y venenosas ursinas gigantes se bamboleaban como una especie de otro planeta, y pequeños nomeolvides azules cabeceaban coquetos en medio de aquel exuberante y caótico jardín trasero de la casa de al lado.

Fuera como fuese, aquella casa era también territorio prohibido. Sus padres habían sido tajantes, se negaban a que George lo utilizara como una zona de juegos adicional. Y no se trataba de su típica negativa, llena de cariño y acompañada de un «lo hacemos por tu bien», que casi rayaba en la súplica, no. Había sido una negativa categórica, de las que no admiten réplica. La misma con la que George se había topado cuando había intentado convencerles de que se plantearan comprar un televisor, ya que todo el mundo en el colegio tenía uno, ¡algunos incluso en su propia habitación! El día del televisor, George tuvo que escuchar la larga explicación de su padre acerca de cómo ver tonterías absurdas acabaría pudriéndole el cerebro, pero el día de la casa de al lado su padre ni siquiera se dignó soltarle un sermón: lo único que obtuvo fue un tajante «no».

Sin embargo, a George siempre le gustaba saber el porqué de las cosas e, intuyendo que a su padre no iba a sacarle mucho más, se lo preguntó a su madre.

—Ay, George —suspiró esta, mientras cortaba coles de Bruselas y nabos y los mezclaba con la masa del bizcocho. Solía cocinar lo que cayera en sus manos, en vez de elegir ingredientes que combinaran para lograr algo apetitoso— . Haces demasiadas preguntas.

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—Solo quiero saber por qué no puedo ir a la casa de al lado —insistió George— . Si me lo dices, no volveré a preguntar nada en todo lo que queda de día. Lo prometo.

Su madre se limpió las manos en el delantal floreado y tomó un sorbo de té de ortiga.

—Está bien, George. Te contaré una historia si remueves la masa para la tarta. —Después de pasarle la cuchara de palo y el enorme cuenco marrón con la mezcla, su madre se sentó. George empezó a remover la masa apelmazada y amarillenta junto con los trocitos verdes y blancos de las verduras— . Cuando vinimos a vivir aquí, en la casa de al lado vivía un anciano. Tú eras muy pequeño, por eso no te acuerdas. Apenas lo veíamos, pero lo recuerdo bien. Tenía la barba más larga que he visto en mi vida, le llegaba hasta las rodillas. Nadie sabía la edad que tenía, pero según los vecinos había vivido toda la vida en esa casa.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó George, que ya había olvidado la promesa de no volver a preguntar.

—Nadie lo sabe —contestó su madre misteriosamente. —¿Cómo es que nadie lo sabe? —insistió George, dejando de remover.

—Pues no sé —dijo su madre— . Vivía allí y un buen día desapareció.

—Igual se fue de vacaciones —sugirió George.
—Si lo hizo, nunca volvió. Al final alguien entró en la casa, pero no lo encontraron por ninguna parte. Desde entonces, nadie ha vuelto a vivir allí ni nadie ha vuelto a verlo.

—¡Ostras!
—Hace algún tiempo oímos ruidos en la casa de al lado, portazos en medio de la noche —prosiguió su madre— . Se oían voces y había luces. Habían entrado unos okupas y es

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tuvieron viviendo allí hasta que vino la policía y los desalojó. La semana pasada volvimos a oír ruidos y, como no sabemos quién puede estar en la casa, tu padre no quiere que merodees por allí, Georgie.

George recordó la conversación que había mantenido con su madre mientras contemplaba ensimismado el enorme agujero de la valla. La historia que le había contado no había logrado que se le pasaran las ganas de ir a la casa de al lado; de hecho, ahora le parecía más misteriosa y fascinante que antes. Sin embargo, una cosa era querer ir a la casa de al lado cuando sabía que lo tenía prohibido, y otra muy distinta comprender que no le quedaba más remedio que hacerlo. De repente aquella casa le parecía muy oscura, le ponía los pelos de punta y no le apetecía nada acercarse a ella.

George no sabía qué hacer. Por una parte deseaba entrar en casa y encontrarse con la luz vacilante de las velas y los extraños y familiares olores de lo que preparaba su madre; deseaba cerrar la puerta trasera y estar a salvo y calentito en su propia casa. Sin embargo, eso significaría abandonar a Freddy ante el peligro. Tampoco podía pedirles ayuda a sus padres, no fuera a ser que consideraran el incidente como la gota que colmaba el vaso y decidieran enviar a Freddy a que hicieran lonchas de beicon con él. George tomó aire y llegó a una conclusión: tenía que entrar en la casa de al lado.

Cerró los ojos y pasó a través del agujero de la valla.

Al salir al otro lado y volverlos a abrir, descubrió que se encontraba en medio de un jardín selvático. La copa del árbol que lo cobijaba era tan tupida que apenas veía el cielo. Estaba oscureciendo y el espeso follaje ensombrecía aún más el jardín. George descubrió que alguien se había abierto cami

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no a través de las altas hierbas, y decidió seguir la vereda de tallos pisoteados con la esperanza de que lo condujera hasta Freddy.

Fue apartando enormes setos de zarzas, que se le enganchaban en la ropa y le arañaban la piel. Era como si se estiraran en la penumbra para clavarle sus puntiagudas espinas en los brazos y las piernas. Iba chapoteando entre las hojas secas y cubiertas de barro del suelo, y las ortigas lo atacaban con sus dedos llenos de aguijones que tanto escocían. El viento no paraba de remover las hojas de los árboles y estas parecían susurrarle cantarinas: «Ten cuidado, Georgie... Ten cuidado».

El camino llevó a George hasta una especie de claro detrás de la casa. Hasta ese momento no había oído ni visto ni una señal de su travieso cerdo, pero entonces distinguió claramente en las baldosas agrietadas de la parte de atrás unas pisadas embarradas que pertenecían a unas pezuñas. Gracias a la dirección de las huellas, George dedujo sin miedo a equivocarse qué camino había tomado Freddy: su cerdo había entrado directamente en la casa abandonada por la puerta de atrás, que estaba abierta lo suficiente para que pudiera colarse un cerdo bien alimentado. Peor aún, en esa casa en la que hacía tantos años que nadie vivía, vio una luz.

No estaban solos.

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eorge volvió la vista atrás, hacia el jardín y el camino que había recorrido, y supo que debía volver y avisar a sus padres. Prefería tener que admitir delante de su padre que había saltado la valla para entrar en el jardín de la casa de al lado que estar allí solo. Se asomaría un momentito a la ventana para ver si veía a Freddy, y luego iría a buscar a su padre.

Se acercó poco a poco al potente rayo de luz que salía de la casa vacía. Tenía un brillo dorado, muy distinto del débil resplandor de las velas de su casa o de la fría iluminación azulada de los fluorescentes del colegio. Aunque tenía tanto miedo que le empezaron a castañetear los dientes, el resplandor lo empujó a seguir adelante. Al llegar junto a la ventana, echó un vistazo al interior de la casa a través del pequeño resquicio que quedaba entre el marco y la persiana y vio una cocina con tazas y bolsitas de té usadas por todas partes.

Un movimiento inesperado llamó su atención, y echó un vistazo al suelo de la cocina, donde vio a... ¡su cerdo Freddy! Tenía el hocico metido en un cuenco y sorbía ruidosamen

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te el misterioso contenido, un líquido de un color morado muy vivo.

A George se le heló la sangre en las venas. Era una trampa, estaba seguro.

—¡Eh, seguro que eso es veneno! —Lo llamó nervioso, golpeando los nudillos en el cristal de la ventana y gritando—: ¡No te lo bebas, Freddy! ¡No te muevas!

Pero Freddy, que era un cerdo glotón, ignoró la voz de su amo y siguió engullendo alegremente el contenido del cuenco. Sin detenerse a pensar, George irrumpió en la cocina, apartó el cuenco del hocico de Freddy y lanzó el contenido al fregadero. El líquido de color morado desaparecía ya por el desagüe cuando oyó una voz detrás de él.

—¿Y tú quién eres? —preguntó una voz firme, pero infantil. George dio media vuelta. Delante de él había una niña con el disfraz más extravagante que había visto nunca; tenía tantos colores y capas de telas tan vaporosas que daba la sensación de que se había envuelto en alas de mariposa.

George farfulló algo. Puede que la niña tuviera una pinta rara, con el largo cabello rubio enmarañado y un tocado de plumas azules y verdes, pero desde luego no le imponía.

—¿Y tú qué, eh? —respondió él, indignado.
—Yo he preguntado primero —dijo la niña— . Además, esta es mi casa, así que tengo derecho a saber quién eres tú pero no tengo por qué decirte nada si no me da la gana.

—Me llamo George. —Adelantó la barbilla, como siempre que se sentía contrariado— . Y ese de ahí —añadió, señalando a Freddy— es mi cerdo y por lo visto tú lo has secuestrado.

—Yo no he secuestrado a tu cerdo —contestó la niña, enfadada— . Mira que eres bobo. ¿Para qué querría yo un cerdo? Soy bailarina y en el ballet los cerdos no sirven para nada.

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—Uf, ballet —rezongó George. Sus padres le habían obligado a asistir a clases de danza cuando era pequeño, y jamás había conseguido olvidar ni superar aquella pesadilla— . Da igual, eres muy pequeña para ser bailarina. Solo eres una niña —dijo.

—Pues estoy en el cuerpo de baile, para que lo sepas —contestó ella, dándose aires— . Lo que demuestra que no sabes ni un pimiento de ballet.

—Vale, pues si eres tan mayor, ¿por qué querías envenenar a mi cerdo? —quiso saber George.

—Eso no es veneno —dijo la niña, burlona— . Eso es Ribena, un zumo de grosellas negras... Creía que todo el mundo lo conocía.

George, a quien sus padres únicamente le daban zumos de frutas turbios y sosos exprimidos en casa, se sintió de repente como un tonto por no haber sabido en qué consistía esa cosa morada.

—¿Y qué? Además, esta no es tu casa, ¿a que no? —dijo George, decidido a no dejarse pisar— . Es de un anciano de barba larga que desapareció hace años.

—Sí que es mi casa —contestó la niña, fulminándolo con la mirada— . Y vivo aquí, al menos cuando no estoy bailando sobre un escenario.

—Entonces, ¿dónde están tus padres? —preguntó George. —No tengo padres —aseguró la niña, haciendo pucheros— . Soy huérfana. Me encontraron entre bastidores, envuelta en un tutú, y el ballet me adoptó. Por eso soy tan buena bailarina —concluyó, sorbiéndose la nariz exageradamente.

—¡Annie! —resonó la voz de un hombre en la casa. La niña se quedó muy quieta—. ¡Annie! —volvió a oírse, esta vez más cerca—. ¿Dónde estás, Annie?

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—¿Quién es ese? —preguntó George, desconfiado. —Ese... Esto... Ese es...

La niña parecía repentinamente interesada en sus zapatillas de bailarina.

—¡Annie! ¿Estás aquí? —En ese momento entró en la cocina un hombre alto y despeinado, de cabello abundante y oscuro, y gafas de montura gruesa medio ladeadas que apenas se le aguantaban en la nariz— . ¿Qué estás tramando?

—¡H

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