La Crónica de Fuego (Los Libros de los Orígenes 2)

John Stephens

Fragmento

1

La carta del árbol

Cuando Kate terminó de escribir la carta, la metió en un sobre y la dejó caer en el tronco hueco de un viejo árbol.

«Vendrá», se dijo.

En la carta le contaba su sueño, el que la despertaba todas las noches desde hacía una semana. Una y otra vez se quedaba tumbada a oscuras, empapada en sudor, a la espera de que se calmasen los latidos de su corazón, aliviada al saber que Emma, tendida junto a ella, no se había despertado, aliviada al saber que solo había sido un sueño.

Pero sabía que no era solo un sueño.
«Vendrá —se repitió Kate—. Vendrá tan pronto como lea mi carta.»

Hacía un día caluroso y húmedo. Kate llevaba un vestido ligero de verano y un par de sandalias de cuero cubiertas de parches. Aunque se había recogido el pelo en una cola de caballo, unos cuantos mechones sueltos se le pegaban al rostro y al cuello. Contaba quince años y estaba más alta que un año atrás. Por lo demás, su apariencia no había cambiado demasiado. Con su pelo rubio oscuro y sus ojos castaños, todo aquel que la veía seguía considerándola una chica muy guapa. Sin embargo, no hacía falta mirarla de cerca para distinguir su entrecejo fruncido en un gesto de preocupación, la tensión que anidaba en sus brazos y hombros o sus uñas mordidas hasta provocarse he ridas.

En ese aspecto, nada había cambiado.

Con expresión ausente y sin moverse del lugar que ocupaba junto a aquel árbol, Kate se llevó la mano al relicario de oro que le colgaba del cuello.

Más de diez años atrás, Kate y sus hermanos menores se habían visto separados de sus padres. Habían crecido en un sinfín de orfanatos; algunos eran agradables y limpios y estaban dirigidos por hombres y mujeres simpáticos, pero la mayoría no lo eran tanto, y los adultos que los dirigían no se mostraban tan simpáticos. Nadie les había explicado a los niños por qué los habían abandonado sus progenitores ni cuándo volverían. No obstante, ellos nunca habían puesto en duda que sus padres acabarían regresando un día u otro y que todos serían de nuevo una familia.

Kate se había encargado de cuidar de sus hermanos. Lo prometió la noche en que su madre entró en su habitación, aquella Nochebuena de tanto tiempo atrás. Recordaba muy bien la escena: su madre se inclinó sobre ella y le abrochó el relicario de oro en torno al pequeño cuello mientras Kate prometía proteger a Michael y Emma y mantenerlos a salvo.

Y año tras año, orfanato tras orfanato, incluso cuando tuvieron que enfrentarse con unos peligros y unos enemigos que los niños jamás habrían podido imaginar, Kate había cumplido su palabra en todo momento.

Sin embargo, si el doctor Pym no acudía, ¿cómo los protegería ahora?

«Pero vendrá —se dijo—. No nos ha abandonado.»
«Si eso es cierto —insinuó una voz en su cabeza—, ¿por qué os envió aquí?»

Sin poder evitarlo, Kate se volvió y miró colina abajo. Allí, visibles a través de los árboles, se hallaban las paredes y torres de ladrillo medio derrumbadas de la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe.

En su defensa, hay que decir que solo cuando Kate se sentía frustrada o cansada cuestionaba la decisión del doctor Pym de enviarlos a los tres de regreso a Baltimore. Sabía que en realidad no los había abandonado. No obstante, de todos los orfanatos en que habían vivido los niños a lo largo de los años, uno de los cuales era prácticamente una planta de tratamiento de aguas residuales, mientras que otro emitía gemidos y parecía incendiarse a todas horas, la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe era el peor. Las habitaciones resultaban gélidas en invierno y sofocantes en verano; el agua era marrón y arrastraba trozos de materia sólida; los suelos estaban siempre encharcados y enfangados; los techos goteaban; bandas enfrentadas de gatos salvajes habitaban el edificio…

Y por si eso no fuese suficiente, estaba la señorita Crumley, la directora del orfanato, con su cuerpo achaparrado, que odiaba a Kate y a sus hermanos. La señorita Crumley creía haberse librado definitivamente de los niños en la última Navidad, y no se mostró demasiado complacida al verlos aparecer en su puerta una semana más tarde, llevando una nota del doctor Pym que decía que el orfanato de Cascadas de Cambridge había sido clausurado por culpa de una «infestación de tortugas». En la nota se preguntaba si a la señorita Crumley le importaría cuidar de los niños hasta que el problema quedase resuelto.

A la señorita Crumley le importaba, por supuesto. Pero, cuando trató de telefonear al doctor Pym para informarle que no podía aceptar a los niños de ningún modo y que los devolvería en el siguiente tren, se encontró con que toda la información que el doctor Pym le había dado (número de teléfono del orfanato, dirección e instrucciones, testimonios de niños felices y bien alimentados) había desaparecido de sus archivos. Además, la compañía telefónica no tenía registrado ningún número a ese nombre. Por más que buscó, la señorita Crumley no pudo encontrar prueba alguna de la existencia real de Cascadas de Cambridge. Al final tuvo que rendirse. Sin embargo, les hizo saber a los niños que no eran bienvenidos, y aprovechaba cualquier ocasión para acorralarlos en los pasillos o en la cafetería y acribillarlos a preguntas mientras les clavaba su dedo regordete.

—¿Dónde está Cascadas de Cambridge? —Golpe—. ¿Por qué no lo encuentro en el mapa? —Golpe—. ¿Quién es ese doctor Pym? —Golpe, golpe—. ¿Es médico de verdad? —Golpe, golpe, golpe—. ¿Qué pasó allí? ¡Di! ¡Aquí hay gato encerrado! —Pellizco.

Frustrada por el tercer tirón de pelo que sufría en una semana, Emma había sugerido que le contasen a la señorita Crumley la verdad: que el doctor Stanislaus Pym era un brujo, que si la señorita Crumley no encontraba Cascadas de Cambridge en el mapa era porque formaba parte del mundo mágico y por lo tanto permanecía oculta para los seres humanos normales (o en su caso, anormales), que los tres habían descubierto allí un viejo libro encuadernado en piel verde que les había permitido moverse a través del tiempo, que habían encontrado enanos y monstruos, luchado contra una bruja malvada y salvado una población entera, y que, se mirase por donde se mirase, eran unos héroes. Incluso Michael.

—Muchas gracias —había contestado Michael con tono sarcástico.

—No hay de qué.
—De todos modos, no podemos decirle eso. Creerá que estamos locos.

—¿Y qué? —había respondido Emma—. Preferiría estar en un manicomio que seguir en este sitio.

Sin embargo, al final, Kate los había obligado a ser fieles a su historia. Cascadas de Cambridge era un sitio normal y corriente. El doctor Pym era un hombre normal y corriente, y no había ocurrido nada que se saliese de lo habitual.

—Tenemos que confiar en el doctor Pym.

Al fin y al cabo, reflexionó Kate, ¿qué otra posibilidad les quedaba?

Tenues compases musicales flotaban colina arriba, recordándole a Kate que era el día en que la señorita Crumley celebraba su fiesta. A través de los árboles miró la gran carpa amarilla que habían levantado en el césped del orfanato. Todos y cada uno de los huérfanos se habían pasado las dos últimas semanas trabajando sin cesar, arrancando malas hierbas, cubriendo el césped con mantillo, limpiando ventanas, podando setos, acarreando basura y recogiendo los cadáveres de los animales que se habían arrastrado hasta el orfanato para morir allí, y todo para preparar una fiesta a la que ni siquiera estaban invitados.

—¡Y que no os vaya a pillar espiando a mis invitado

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos