Lo que el cuerpo sabe

David Grossman

Fragmento

cap-7

 

Me interrumpe a la tercera frase: ayer vi algo en la tele que me hizo pensar en ti.

Dejo las hojas, no pudiéndome creer que ella me corte de esa manera.

Me desperté y eran las tres, dice, ¿y qué podía hacer? Su cara hinchada se mueve con dificultad sobre la almohada y se vuelve hacia mí. Era algo sobre unos chalados americanos. Se dedican a salvar a los pájaros que chocan contra los rascacielos.

Espera. No veo qué tiene eso que ver conmigo.

Pensé, dice, que podrías haber estado con ellos.

¿Yo?

Las manos se les crispan convertidas en unos puños que golpean la manta. Unos golpecitos casi imperceptibles, nerviosos, un poco como los temblores que la acometen después de una dosis de Haldol, solo que no lo está tomando. Intento ignorar esos movimientos recordándome que no tienen nada que ver conmigo y que no son una crítica contra mi historia, sino unos simples movimientos involuntarios que dentro de unos segundos me sacarán de mis casillas.

Todos los días, a las cuatro de la mañana, dice ella, se apostan a los pies de los rascacielos. Y explica: porque los pájaros migran de noche.

Ahora veo que sí tiene que ver conmigo, le digo colocando bien las hojas de una manera ostensible. Nunca entenderé la forma que tiene de captar la información y, muchísimo menos, cómo la procesa y la escupe después. Llevo dos meses preparándome para esta velada, y ella va y me interrumpe de esta manera.

Recogen en bolsas los restos, continúa ella, y si todavía se puede los curan, he visto cómo le daban cortisona a un pájaro… Me hace gracia su solidaridad con los pájaros. Después los sueltan a volar, los vuelven a dejar en libertad… Ahora sorprendida: parecían personas normales, cada uno con su oficio y todo, uno era abogado, he visto que otra era bibliotecaria, aunque también, ¿cómo te lo diría?, eran de esas personas con principios.

¿De esos que siempre creen llevar la razón?, le pregunto con recochineo.

Ah…, pues sí, reconoce ofendida. Ni ella misma parece saber la razón por la que me ha relacionado con ellos.

Me río, con bastante desesperación. Es mi madre, la reina sabelotodo, pero una completa ignorante en lo concerniente a mí. Yo, justamente, me veo más del lado de los pájaros estrellados contra los rascacielos, se lo digo, y ella, no, no, mientras mueve pesadamente la cabeza, tú eres fuerte, muy fuerte.

Dice «fuerte». Yo oigo «cruel». Ella bucea un poco más en la profundidad de sus abismos, puede que ahí encuentre algunas migajas más de recuerdo y las suba a la superficie emocionada. Nos quedamos calladas. Hacía dos años que no la veía, y hay momentos en los que no la relaciono con la que era antes. Sus labios se mueven, murmuran pensamientos, pero yo me cuido de no leerlos. Vuelve la cabeza y me mira. ¿Para qué sirven los párpados?, le grité en una ocasión, y ahora callo aceptando con resignación mi sino. Una cosa es estar en mi casa de Londres escribiendo esta historia y, una vez por semana, después de llamarla por teléfono, considerarme una mierda durante medio día, porque ella no puede ni llegar a imaginarse cómo la estoy poniendo por escrito, y otra cosa muy distinta es estar aquí leyéndola, palabra por palabra, tal y como ella me lo ha propuesto, o exigido, tal y como me ha obligado a hacer con la autoridad que le da su estado de agonía.

Bueno, dice, te he interrumpido, a partir de ahora me callo. Vuélvelo a leer, desde el principio.

Un hombre menudo, de ojos saltones, labios gruesos y manos grandes, la mira. Ella lo presiente antes de verlo. Una desagradable ráfaga de aire entra en la sala y la envuelve. Abre los ojos y lo ve invertido. Apoyado en el dintel de la puerta, con pantalones cortos, una camisa floreada y los labios muy rojos, como si acabara de devorar una presa. Por precaución, retira los pies de la pared, baja uno, luego el otro y, levantándose, se queda allí de pie, cuan alta es.

El hombre deja escapar un suave silbido de asombro que suena como un desprecio.

Hace tiempo, de pequeño, yo también sabía hacer eso. Y el pino, apoyando la cabeza. Todo. Nili no contesta. Puede que sea simplemente que el hombre se ha equivocado de sala. Lo que él buscaba era la sala de fitness.

Entonces, dice él con la misma afectación y calma amenazadora, es yoga, ¿no?

Ella se pone a enrollar las colchonetas que llevan allí desde por la mañana. Tres veraneantes han decidido poner el cuerpo un poco a tono con ella, pero no han dejado de reírse y de hablar, incapaces de levantar ni un pie del suelo.

Sí, le contesta ella con una voz de «¿de qué vas?», es yoga.

¿Yoga, yoga…?, ¿y eso qué es?, refréscame la memoria. Saca una cajetilla de Nobless, le da un golpecito, otro, y coge un cigarrillo.

El yoga es… ¿haría el favor de no fumar aquí?

Se miden las fuerzas con la mirada. Él mueve la cabeza muy despacio de derecha a izquierda, como si amonestara a un niño muy pequeño. Redondea los labios dirigiéndolos hacia ella como si le enviara un beso burlón: para ti, guapa; nota cómo cada una de las partes de su cuerpo es objeto de una rápida tasación, y se siente atrapada, incapaz de moverse, al tiempo que empieza a hervirle la sangre.

Dígame, ¿el yoga es un masaje?

Los masajes los tiene al final del pasillo, a la derecha. Terapéuticos, añade, incapaz de contenerse.

Y los…, ¿cómo se llaman?, ¿los no terapéuticos? Conque esas tenemos, ¿eh? A este me lo ventilo yo en un plis-plas, que práctica no me falta. Y poniéndose bien firme, le saca una cabeza, cruzándose de brazos y casi deletreando cada palabra, le dice, lo siento, señor, pero los masajes que usted quiere no son aquí. Por cierto, ella también sabe sonreír así: treinta y dos pedazos de desprecio directamente a la cara.

Pero él no se deja impresionar tan fácilmente, sino que, por el contrario, parece estar divirtiéndose. Pasea la lengua con calma por la boca, por debajo del labio inferior, haciendo que este se abulte ligeramente, por un lado y por el otro, y Nili piensa en el movimiento ondulante de los cachorros en el vientre de la madre.

Y con una sonrisa burlona: pero si yo no he preguntado lo que no es, sino lo que es.

Respira profundamente. Espera. No le des el gusto de saltar. Contéstale con ese punto de calma que tú tienes. Aquí quiero yo verte, no solo cuando estás en la cumbre de la montaña, sola, entre las nubes y el celeste del cielo. Sino con este.

O sea ¿que usted no sabe lo que es el yoga? La lengua vuelve a dar vueltas por la lujuriosa boca, ¿entonces por qué pone aquí «sala de yoga»?

Porque aquí se enseña yoga, yoga, y para el masaje que usted quiere, y acerca su cabeza a la de él, frente con frente, al tiempo que su ancha cara de gata se tensa, puede llamar a alguien por teléfono. Pídale el número al recepcionista, porque aquí, en el hotel, hay chicas que se lo darán con gusto. Y, ahora, discúlpeme. Y se pone de nuevo a enrollar las colchonetas, con rabia.

Es que no es para mí, le hace saber, apoyando su peso alternativamente en uno y otro pie, la verdad es que es para mi hijo.

¿Su hijo? Se levanta despacio, usted quiere que yo le haga aâ

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