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Pues claro, siempre que mañana haga bueno —dijo la señora Ramsay—. Pero tendréis que levantaros al despuntar el día —añadió.
A su hijo esas palabras le causaron una extraordinaria alegría, como si hubiese quedado decidido que la excursión se llevaría a cabo, y que la maravilla que tanto tiempo llevaba esperando —años y años, le parecía a él— estuviera al alcance de la mano, tras la oscuridad de solo una noche y un día de navegación a vela. Puesto que, a sus seis años, pertenecía ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar sus sentimientos, y permiten que las penas y alegrías del futuro proyecten su sombra en el presente, y dado que para esas personas, incluso en la más tierna infancia, cualquier giro en la rueda de las sensaciones tiene el poder de cristalizar y transfigurar el momento sobre el que descansa su oscuridad o su brillo, James Ramsay, sentado en el suelo mientras recortaba las ilustraciones del catálogo de los almacenes del Ejército y la Marina, dotó de un halo de felicidad celestial al dibujo de una nevera, mientras hablaba su madre. Le parecía ribeteado de alegría. La carretilla, el cortacésped, el rumor de los chopos, las hojas que blanqueaban anticipando la lluvia, el graznido de los grajos, el roce de las escobas, el frufrú de los vestidos, se pintaban con colores tan vivos y claros en su imaginación, que poseía ya un código particular, un lenguaje secreto, aunque él mismo pareciese la encarnación de la severidad más íntegra y rigurosa, con su frente despejada y sus despiadados ojos azules, impecablemente francos y puros, y el ceño levemente fruncido ante el espectáculo de la debilidad humana, hasta el punto de que su madre, al verlo manipular las tijeras con destreza en torno a la nevera, lo imaginó vestido de rojo y armiño en el estrado o al frente de una solemne y trascendental empresa en un momento crucial para los asuntos públicos.
—Pero no hará bueno —dijo su padre deteniéndose frente a la ventana del salón.
Si hubiese tenido cerca un hacha, un atizador, o cualquier otra arma que clavarle a su padre en el pecho para matarlo, James la habría empuñado sin dudarlo. Tales eran las extremadas emociones que la mera presencia del señor Ramsay despertaba en sus hijos, cuando se plantaba como ahora, fino y delgado como la hoja de un cuchillo, esbozando una sonrisa sarcástica, no solo por el placer de desilusionar a su hijo y ridiculizar a su mujer —que, según James, era mil veces mejor que él en todo—, sino imbuido también de cierta vanidad secreta por la exactitud de sus juicios. Lo que decía era verdad. Siempre lo era. Era incapaz de faltar a la verdad, jamás tergiversaba los hechos, ni suavizaba una palabra desagradable por la conveniencia o el gusto de ningún mortal, y menos aún por sus hijos, que, siendo como eran carne de su carne, debían aprender desde la infancia que la vida es difícil, que los hechos son inexorables y que el paso a esa tierra de leyenda donde se desvanecen nuestras esperanzas más luminosas y nuestras frágiles barcas se hunden en la oscuridad (y aquí el señor Ramsay erguía la espalda y entornaba los pequeños ojos azules mirando al horizonte) requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante.
—Pero igual hace bueno…, yo creo que sí —dijo con impaciencia la señora Ramsay mientras retorcía un poco el calcetín rojizo que estaba tejiendo. Si lo acababa esa noche, y si finalmente iban al faro, se lo llevaría al farero para su hijo pequeño —que padecía de tuberculosis en la cadera— junto con una pila de revistas atrasadas, un poco de tabaco, y todo lo que encontrara tirado por ahí y que no sirviera más que de estorbo, para que esa pobre gente que debía de estar muerta de aburrimiento, sin otra cosa que hacer que sacarle brillo a la lámpara, despabilar la mecha y pasar el rastrillo por aquel raquítico jardín, tuviera algo con lo que entretenerse. Pues ¿quién querría estar encerrado un mes, y posiblemente más cuando hiciera mal tiempo, en un peñasco del tamaño de una pista de tenis?, se preguntaba la señora Ramsay; y sin recibir cartas ni periódicos, ni ver a nadie; y, si estabas casado, sin ver a tu mujer, ni saber cómo estaban tus hijos —si estaban enfermos o si se habían caído y se habían roto un brazo o una pierna—; ver cómo rompen, semana tras semana, las mismas olas monótonas de siempre, y luego ver avecinarse un día una espantosa tormenta y las ventanas cubiertas de espuma y los pájaros estrellándose contra la lámpara, y todo el lugar zarandeado, y no poder asomar la nariz por miedo a que te barran las olas. «¿Qué os parecería a vosotras? —preguntaba dirigiéndose especialmente a sus hijas—. Por eso mismo —añadía en tono distinto— debemos proporcionarles todo el consuelo que podamos.»
—Sopla del oeste —dijo Tansley el ateo extendiendo los dedos huesudos para que el viento circulara entre ellos mientras acompañaba al señor Ramsay en su paseo vespertino arriba y abajo por la terraza.
Es decir, que el viento no podía soplar en peor dirección si querían desembarcar en el faro. Desde luego la señora Ramsay no podía sino admitir que era cierto que decía cosas desagradables; era odioso por su parte insistir de ese modo y decepcionar aún más a James; sin embargo, no toleraba que sus hijos se metieran con él. Lo llamaban el ateo, el pequeño ateo. Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper y Roger se burlaban de él; incluso el viejo Badger, al que no le quedaba ya un solo diente, le había mordido, por ser (como dijo Nancy) el enésimo joven que las había perseguido hasta las Hébridas cuando ellas preferían estar solas.
«Tonterías», les había respondido la señora Ramsay con severidad. Aparte de la costumbre de exagerar, que habían heredado de ella, y de la insinuación (totalmente cierta) de que invitaba a demasiada gente y luego tenía que alojarlos en el pueblo, no soportaba que trataran con descortesía a sus invitados, y menos cuando eran jóvenes más pobres que las ratas, «extraordinariamente capaces», como decía su marido —a quien admiraban mucho—, y que iban de vacaciones. De hecho tenía a todo el sexo masculino bajo su protección, por razones que no sabía explicar, por su caballerosidad y su valor, y porque negociaban tratados, gobernaban la India y controlaban las finanzas, y también porque la trataban de un modo que le habría parecido agradable a cualquier mujer, con una mezcla de confianza, ingenuidad y respeto que una mujer mayor podía aceptar de un joven sin el menor menoscabo de su dignidad, y pobre de la chica (¡y ojalá no fuese ninguna de sus hijas!) que no supiera apreciar todo lo que eso implica.
Había respondido a Nancy con severidad. No las había perseguido, dijo. Lo habían invitado.
Tenían que salir de aquel atolladero. Tenía que haber un modo más sencillo y menos laborioso, suspiró. Cuando se miraba en el espejo y se veía con cincuenta años cumplidos, con el cabello gris y las mejillas hundidas, pensaba que tal vez podría haber administrado mejor las cosas: el dinero, los libros de su marido e incluso a él mismo. Aunque por su parte jamás lamentaría ni por un segundo sus decisiones, ni escurriría el bulto ante las dificultades, ni dejaría de cumplir con sus obligaciones. Su apariencia ahora era imponente, y solo en silencio, alzando apenas la vista del plato, después de que les hablase con tanta severidad de Charles Tansley, pudieron sus hijas —Prue, Nancy y Rose— seguir fantaseando con la idea iconoclasta que se habían hecho de vivir una vida distinta de la suya; en París, tal vez, una vida más alocada en la que no tuviesen que estar siempre pendientes de sus maridos, pues en el fondo cuestionaban calladamente la deferencia y la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio de la India, los dedos ensortijados y los encajes, aunque percibieran en todo aquello parte de la esencia de la belleza que despertaba en sus corazones femeninos la virilidad y, allí sentadas bajo la mirada de su madre, les impulsara a respetar su extraña severidad y su exagerada cortesía, parecidas a la de una reina que se digna agacharse a limpiar el pie sucio de barro de un mendigo, mientras las regañaba de forma tan severa a propósito de aquel desdichado ateo que las había perseguido hasta la isla de Skye, o al que, por hablar con más propiedad, habían invitado a alojarse en su casa.
—Mañana no habrá quien desembarque en el faro —dijo Charles Tansley frotándose las manos cerca de la ventana al lado del señor Ramsay. Desde luego, empezaba a resultar cargante. La señora Ramsay deseó que se marchasen y los dejasen solos a ella y a James con su conversación. Lo miró. Los niños decían que era un individuo desastroso, lleno de huecos y jorobas. No sabía jugar al críquet, era fisgón y arrastraba los pies. Andrew afirmaba que era grosero y sarcástico. Todos sabían lo que le gustaba: pasarse el día yendo de aquí para allá con el señor Ramsay y contarle quién había ganado esto y lo otro y quién era un «versificador de primera», quién era «brillante, pero en mi opinión poco fiable», quién era sin duda el «profesor más capaz de Balliol», que se había retirado temporalmente del mundo en Bristol o Bedford, pero daría que hablar más tarde o más temprano, cuando se publicasen sus Prolegómenos a cierta rama de las matemáticas o la filosofía, y de los cuales el señor Tansley tenía las primeras páginas por si al señor Ramsay le apetecía hojearlas. De eso era de lo que hablaban.
A veces a la señora Ramsay le costaba contener la risa. El día anterior ella le había hablado de unas «olas tan altas como montañas» y Charles Tansley le había respondido: «Sí, el mar estaba un poco encrespado». «¿Y no se ha calado usted hasta los huesos?», había insistido ella. «Estoy un poco mojado, pero no calado», había replicado el señor Tansley mientras se retorcía la manga y se palpaba los calcetines.
Pero los niños aseguraban que no era eso lo que les molestaba. Ni tampoco su cara, ni sus modales. Era él…, y sus puntos de vista. Cada vez que hablaban de algo interesante, de gente, de música, de historia o de cualquier otra cosa, incluso cuando decían que hacía muy buena tarde y que por qué no salían a sentarse fuera, lo que les irritaba de Charles Tansley era que hasta que no conseguía darle la vuelta a la tortilla para brillar él y desprestigiar a los demás no se quedaba satisfecho. Además, su sarcástica manera de sacarle punta a todo les sacaba de quicio. Decían que cuando iba a exposiciones de pintura siempre les preguntaba si les gustaba su corbata. Y Dios era testigo de que no les gustaba, añadía Rose.
Nada más acabar la cena, los ocho hijos e hijas del señor y la señora Ramsay desaparecieron de la mesa tan sigilosos como ciervos y corrieron a refugiarse en sus respectivos dormitorios, su única fortaleza en una casa donde carecían de intimidad para hablar de nada: de la corbata de Tansley, de la aprobación de la ley de sufragio femenino, de las aves marinas y las mariposas, o de la gente, mientras el sol entraba en aquellas habitaciones del altillo separadas unas de otras por una plancha de madera, de modo que se oían todos los pasos y los sollozos de la doncella suiza que lloraba porque su padre estaba muriendo de cáncer en un valle de los Grisones, e iluminaba bates, pantalones de franela, sombreros de paja, tinteros, botes de pintura, escarabajos y cráneos de aves, a la vez que extraía de las tiras de algas fruncidas que colgaban de la pared un olor a sal y a hierba, que impregnaba también las toallas ásperas por la arena de cuando iban a tomar el baño.
Riñas, discusiones, diferencias de opinión, prejuicios que anidaban en lo más profundo de su ser. ¡Pues sí que empezaban pronto!, se lamentaba la señora Ramsay. Sus hijos tenían un gran sentido crítico. Menudas bobadas decían. Entró en el comedor llevando a James de la mano, que no había querido ir con los demás. Le parecía una tontería que se dedicasen a inventar diferencias, cuando Dios sabe que ya somos bastante distintos sin necesidad de eso. Las verdaderas diferencias, se dijo junto a la ventana del salón, eran más que suficientes, incluso demasiadas. En ese momento pensaba en los ricos y los pobres, en las clases altas y en las bajas; los de noble cuna le merecían, aunque a regañadientes, cierto respeto, por algo corría por sus venas la sangre de aquella noble, aunque levemente legendaria, familia italiana, cuyas hijas, desperdigadas por los salones ingleses en el siglo XIX, habían ceceado con tanto encanto y habían sido tan apasionadas; todo su ingenio, su porte y su temperamento los había heredado de ellas, y no de los perezosos ingleses, ni de los fríos escoceses; sin embargo dedicaba mayor atención al otro problema, el de los ricos y los pobres, y las cosas que veía con sus propios ojos a diario, cada semana, aquí o en Londres, cuando iba a visitar a una viuda, o a una esforzada esposa, bolso en ristre y con un cuaderno y un lápiz con el que anotaba en pulcras columnas gastos e ingresos, y quién tenía trabajo y quién estaba en paro, con la esperanza de dejar de ser una mujer para quien la caridad era en parte un consuelo y en parte un alivio a su propia curiosidad, y convertirse en lo que tanto admiraba debido a su escasa formación: una investigadora tratando de dilucidar los problemas sociales.
Allí de pie, con James de la mano, le parecía una cuestión insoluble. El joven de quien todos se burlaban la había seguido hasta el salón, no necesitó volverse para imaginarlo al lado de la mesa, jugueteando torpemente con algo y sintiéndose fuera de lugar. Se habían ido todos: los niños, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, su marido…, todos. Se volvió con un suspiro y dijo:
—¿Le aburriría a usted acompañarme, señor Tansley?
Tenía que escribir un par de cartas e ir al pueblo para hacer un recado, tardaría unos diez minutos, se pondría el sombrero y reaparecería, diez minutos tarde, con la cesta y la sombrilla como si estuviera lista o al menos equipada para una excursión que, no obstante, tuvo que interrumpir un momento, al pasar junto a la pista de tenis, para preguntarle si quería alguna cosa al señor Carmichael, que estaba tomando el sol con los ojos amarillos de felino entreabiertos, tan parecidos a los de un gato que parecían reflejar el movimiento de las ramas o el paso de las nubes, pero no revelaban nunca el menor indicio de lo que pensaba o sentía.
Estaban a punto de emprender la gran expedición, dijo riendo. Iban al pueblo. ¿Le hacían falta sellos, papel de carta, tabaco?, sugirió deteniéndose a su lado. Pero no, no quería nada. Con las manos cruzadas sobre su oronda barriga, sus ojos pestañearon como si quisiera responder amablemente a tan halagadores ofrecimientos (estaba seductora, aunque un poco nerviosa), pero no pudiera hacerlo por hallarse sumido en una somnolencia gris verdosa que los englobaba a todos, sin necesidad de palabras, en un vasto, benévolo y bienintencionado letargo que abarcaba la casa, el mundo y a la gente que vivía en él, pues había echado unas gotas de no sé qué en su copa a la hora del almuerzo, lo que explicaba, según los chicos, la viva raya de color amarillo canario en una barba y un bigote que normalmente eran blancos como la leche. No quería nada, murmuró.
Podría haber sido un gran filósofo, dijo la señora Ramsay mientras recorrían el camino que conducía al pueblo de pescadores, de no ser por aquella boda tan infortunada. Sujetando la sombrilla negra muy tiesa y andando con un indescriptible aire de expectación, como si fuese a encontrarse con alguien a la vuelta de la esquina, le contó su historia: una aventura amorosa en Oxford, una boda prematura, la pobreza, el viaje a la India, unas cuantas traducciones de poesía «muy hermosas, según tengo entendido», su intención de enseñar persa o hindi, pero ¿con qué objeto?, y ahora estaba ahí tumbado en el césped.
Después de tantos desdenes, le halagaba y consolaba que la señora Ramsay le contara todo aquello. Charles Tansley se sintió revivir. Y más aún tratándose de la grandeza del intelecto masculino, incluso en su decadencia, y del sometimiento de las mujeres —no es que ella culpara a la joven, pues por lo que sabía el matrimonio había sido bastante feliz— al trabajo de sus maridos, la señora Ramsay le hacía sentir mejor que nunca, y si, por ejemplo, hubiesen cogido un taxi, le habría encantado pagar él la carrera. ¿No podría llevarle el bolso? No, no, respondió ella, siempre lo llevaba ella misma. Seguro que era cierto. Sí, eso se notaba. Notaba muchas cosas, sobre todo algo que le emocionaba y turbaba al mismo tiempo por razones que no habría sabido explicar. Le habría gustado que ella lo viera, con toga y birrete, desfilando en un cortejo universitario. Un puesto de investigador, una cátedra, se sentía capaz de cualquier cosa y se veía a sí mismo…, ¿pero qué estaba mirando ella ahora? A un hombre que pegaba un cartel. La enorme hoja aleteante se iba extendiendo, y cada nuevo brochazo revelaba piernas, aros, caballos, brillantes colores rojos y azules, perfectamente alisados, hasta que media tapia quedó cubierta con el anuncio de un circo: cien jinetes, veinte focas amaestradas, leones, tigres… Inclinándose hacia delante, pues era corta de vista, leyó: «visitará esta ciudad». Era un trabajo muy peligroso para un manco, exclamó la señora Ramsay, subir a lo alto de una escalera como esa: una cosechadora le había cortado el brazo izquierdo dos años antes.
—¿Por qué no vamos todos? —gritó echando otra vez a andar, como si todos aquellos jinetes y caballos la hubieran llenado de exultación infantil y le hubieran hecho olvidar su compasión.
—Sí, ¿por qué no vamos? —respondió él repitiendo sus palabras, aunque en un tono tan cohibido que su anfitriona torció el gesto. «Vayamos todos al circo.» No. No sabía decirlo bien. Le faltaba convencimiento. Pero ¿por qué no?, le preguntó ella. ¿Acaso no le apetecía? En ese momento le parecía muy simpático. ¿Es que nunca lo habían llevado al circo de niño? «Nunca», respondió él, como si le hubiese preguntado justo lo que más ansiaba responderle, como si todos esos días hubiera estado deseando contarle que nunca habían ido al circo. Eran una familia numerosa, nueve hermanos y hermanas, y su padre un simple trabajador. «Es boticario, señora Ramsay, regenta una farmacia.» Él se había pagado los estudios desde los trece años. Y muchas veces había tenido que pasar el invierno sin abrigo. Nunca podía «corresponder a las invitaciones» (esa fue la seca y envarada expresión que utilizó) en la universidad. Tenía que hacer que todo le durase el doble que a los demás, compraba el tabaco más barato, de picadura, el mismo que fumaban los viejos en los muelles. Trabajaba mucho: siete horas diarias; su tema de investigación ahora era la influencia de algo en no sé quién… Seguían andando y a la señora Ramsay se le escapaba el significado de lo que le decía, solo comprendía alguna que otra palabra suelta: tesis…, investigador…, lector…, conferencia. Le costaba seguir la horrible jerga académica, que sonaba tan hueca y rimbombante, pero se dijo que ahora entendía por qué le había descolocado tanto lo de ir al circo, pobre hombre, y por qué le había salido de pronto con lo de su padre, su madre, sus hermanos y sus hermanas, y que hablaría con Prue para asegurarse de que no volvieran a burlarse de él. Supuso que lo que le habría gustado habría sido decir que había ido a ver una obra de Ibsen con los Ramsay. Era un pedante de mucho cuidado, ¡oh!, sí, un auténtico pesado. Habían llegado ya al pueblo y estaban en la calle principal, donde las ruedas de los carros rechinaban contra los adoquines, y él seguía hablando de acuerdos, de la enseñanza, de los obreros, de ayudar a los de su clase y de conferencias, hasta que la señora Ramsay comprendió que había recobrado la confianza en sí mismo, se había recuperado de lo del circo (volvió a mirarlo con buenos ojos) y estaba a punto de contarle lo de…, pero las casas desaparecieron, llegaron al muelle y toda la bahía se extendió ante sus ojos, la señora Ramsay no pudo contenerse y exclamó:
—¡Qué hermosura!
El agua azul se extendía ante ella como un enorme plato, con el viejo faro distante y austero en el centro y, a la derecha, hasta donde alcanzaba la vista, desmoronándose y desdibujándose en blandos pliegues, las verdes dunas cubiertas de hierbas silvestres, que siempre daban la impresión de internarse en algún paraje lunar deshabitado.
Aquella era la vista que tanto le gustaba a su marido, dijo parándose mientras sus ojos adquirían un matiz más grisáceo.
Se detuvo un instante. Pero ahora —suspiró— todo se había llenado de artistas. Cierto, apenas a unos pasos de donde se encontraban, había uno con su panamá y unas botas amarillas. Muy serio y ensimismado, a pesar de que había diez chiquillos observándolo, miraba a lo lejos con un gesto de profunda satisfacción pintado en el rostro redondo y rubicundo y luego mojaba el pincel en un blando montículo de verde o rosa. Desde que el señor Paunceforte pasó por allí tres años antes, todos los cuadros eran iguales —le explicó—, verdes y grises, con barcos de vela de color amarillo limón y mujeres sonrosadas en la playa.
En cambio, los amigos de su abuela —prosiguió, echándoles una mirada discreta al pasar— se esforzaban muchísimo; en primer lugar, preparaban ellos mismos sus propios colores, luego los trituraban y les ponían telas mojadas encima para que no se secaran.
El señor Tansley dedujo que ella quería que reparase en las carencias del cuadro de aquel hombre, ¿se diría así? ¿En que los colores no eran sólidos?, ¿se diría así? Embargado por la extraordinaria emoción que lo había ido dominando mientras paseaban, que había empezado en el jardín, cuando se había ofrecido a llevarle el bolso, y había aumentado en el pueblo, cuando había querido contarle toda su vida, empezaba a tener la sensación de que él mismo y todo lo que había conocido se había torcido un poco. Era muy raro.
Se quedó en el salón de la desvencijada casita adonde lo había llevado, esperándola, mientras ella subía a visitar a una mujer. Oyó sus rápidos pasos en el piso de arriba, oyó su voz alegre y luego más grave, contempló los manteles, los botes de té, las tulipas, esperó impaciente, estaba deseando volver a casa, decidió que le llevaría el bolso, luego la oyó salir, cerrar una puerta, aconsejarles que cerraran puertas y ventanas y que fuesen a la casa a pedirle cualquier cosa que necesitaran (debía de estar hablando con una niña), y de pronto entró, guardó silencio un instante (como si hubiese estado actuando y ahora volviese a ser ella misma), se quedó inmóvil delante de un retrato de la reina Victoria que lucía la cinta azul de la Orden de la Jarretera, y él comprendió lo que ocurría: era la persona más bella que había visto en toda su vida.
Con los ojos chispeantes, el velo en la cabeza y los ciclámenes y las violetas silvestres…, ¿qué tonterías estaba pensando? Por lo menos tenía cincuenta años; había tenido ocho hijos. Atravesando campos en flor y llevándose al pecho capullos tronchados y corderos extraviados… Le cogió el bolso.
—Adiós, Elsie —dijo, y se encaminaron calle arriba, ella con la sombrilla muy recta y andando como si esperase encontrarse con alguien a la vuelta de la esquina, mientras, por primera vez en su vida, Charles Tansley sentía un orgullo extraordinario. Un hombre que estaba cavando una zanja, dejó de cavar y la miró; se quedó de brazos caídos y la miró. Charles Tansley sintió un orgullo extraordinario; notó el viento y los ciclámenes y las violetas, pues por primera vez en su vida estaba paseando con una mujer hermosa. Y le estaba llevando el bolso.
2
—Ya te puedes ir olvidando de ir al faro mañana, James —dijo.
Estaba de pie al lado de la ventana y hablaba en tono forzado, aunque por deferencia con la señora Ramsay tratara de impostar la voz para que sonara un poco más simpática.
¡Y dale…!, pensó la señora Ramsay. ¡Qué hombre tan plomo!
3
—A lo mejor cuando despiertes descubres que brilla el sol y cantan los pájaros —dijo acariciando compadecida el cabello del niño, pues había notado que el cáustico comentario del señor Ramsay sobre el tiempo lo había dejado abatido. Le hacía muchísima ilusión ir al faro, y por si el comentario de su marido no fuera suficiente, aquel hombre tan odioso se lo restregaba por las narices—. A lo mejor hace buen tiempo —repitió acariciándole el pelo.
Lo único que podía hacer por él era admirar lo bien que había recortado la nevera, y seguir pasando las páginas del catálogo con la esperanza de encontrar un rastrillo, o un cortacésped con muchas púas y asas que requiriesen gran habilidad para recortarlos. Todos aquellos jóvenes parodiaban a su marido, pensó: si él decía que llovería, ellos afirmaban que sería un auténtico diluvio.
Pero, al ir a pasar la página, su búsqueda del dibujo de un rastrillo o un cortacésped se vio interrumpida. El ronco murmullo, que solo se quebraba cuando alguien se sacaba o llevaba la pipa a la boca, y que (aunque desde la ventana donde estaba sentada no oyera lo que decían) le había indicado que los hombres estaban hablando tranquilamente, aquel rumor que duraba ya media hora y que había ocupado un lugar entre los demás ruidos que la rodeaban, como el golpear de las pelotas contra los bates y los gritos repentinos —«¿Qué me dices de esa? ¿Qué te ha parecido?»— que soltaban sus hijos cuando jugaban al críquet, había cesado, de modo que el monótono romper de las olas en la playa, que casi siempre imprimía un sosegado y relajante ritmo a sus pensamientos y que, cuando estaba allí con los niños, parecía repetir una y otra vez las palabras de una antigua canción de cuna murmurada por la naturaleza: «Yo te protejo y te cuido», aunque en otras ocasiones, sobre todo cuando pensaba de pronto en algo distinto de lo que estuviera haciendo, cobraban un significado menos amable, como el fantasmal redoble de un tambor que midiera implacable el ritmo de la vida, y le hacía pensar en la destrucción de la isla, que acabaría siendo engullida por el mar, y la advertía de que había consumido sus días con un quehacer tras otro y que todo era tan efímero como un arco iris, aquel sonido que habían tapado y amortiguado los demás ruidos resonó huecamente en sus oídos y le hizo alzar la mirada con una repentina sensación de terror.
Habían dejado de hablar; he ahí la explicación. Pasando en un segundo de la tensión que la había embargado al otro extremo que, como para compensarla por aquel innecesario gasto de energía, fue un estado de ánimo relajado, divertido e incluso levemente perverso, concluyó que había ofendido al pobre Charles Tansley. No le importó demasiado. Si su marido necesitaba sacrificios (y de hecho así era) ella le ofrecía gustosa a Charles Tansley, que había disgustado a su hijo.
Minutos después, escuchó con la cabeza erguida, como si esperase algún sonido habitual, mecánico y regular, y luego, al oír una rítmica cantinela, mitad dicha, mitad cantada, procedente del jardín, donde su marido iba y venía por la terraza, una mezcla de canción y graznido, volvió a tranquilizarse, se dijo que todo iba bien, y, bajando la vista en dirección al libro que tenía en las rodillas, encontró el dibujo de una navaja de bolsillo con seis hojas que James solo podría recortar bien si tenía mucho cuidado.
De pronto, un grito como el de un sonámbulo que despertara repentinamente, algo así como:
Azotados por las balas y la metralla,*
resonó con fuerza en sus oídos e hizo que se volviera con aprensión para ver si alguien más lo había oído. Solo Lily Briscoe, comprobó con satisfacción, y eso carecía de importancia. Pero al ver a la chica pintando al borde del césped recordó que debía tener la cabeza en la misma postura para el cuadro de Lily. ¡El cuadro de Lily! La señora Ramsay sonrió. Con aquellos ojillos achinados y las facciones tan fruncidas no se casaría nunca, y tampoco podía tomarse muy en serio su pintura, pero era una joven muy independiente y por eso mismo le caía simpática a la señora Ramsay, que, recordando su promesa, inclinó la cabeza.
4
Poco faltó para que le derribara el caballete al pasar corriendo a su lado agitando los brazos y gritando «audaces y decididos cabalgamos», aunque por suerte se desvió bruscamente y se alejó al galope para morir gloriosamente, supuso ella, en las cumbres de Balaclava. Nunca hubo nadie tan ridículo y tan peligroso al mismo tiempo. Pero mientras se dedicara a correr y a gritar, ella estaría a salvo, porque no se detendría a contemplar su cuadro. Es lo único que Lily Briscoe no habría podido soportar. Incluso mientras consideraba los volúmenes, las líneas y el color y observaba a la señora Ramsay, que estaba con James junto a la ventana, seguía con la antena puesta por miedo a que alguien pudiera acercarse a hurtadillas y ver su cuadro. Ahora, aguzados los sentidos, observaba con tanta atención que el color del muro y las clemátides que había detrás le quemaban los ojos y reparó en que alguien