Juan Pablo II

Paloma Gómez Borrero

Fragmento

cap-1

1

Anécdotas con el español

Como buen eslavo, Juan Pablo II era un gran políglota. La facilidad que tienen los pueblos del este de Europa para los idiomas es realmente sorprendente. Quizá porque la lengua polaca ya resulta enrevesada, consonantes una junto a otra sin apenas vocales entre medio (¡y no digamos hablarlo!; es un idioma comparable en dificultad al finlandés y al húngaro), hace que cualquier otro idioma algo menos complejo acabe siendo de una facilidad pasmosa para los nativos de Polonia. Juan Pablo II poseía, además, un buen oído, una rapidez innata para el aprendizaje y una excelente pronunciación. Estas facultades le permitían, allí donde fuera, ofrecer sus discursos en el idioma del país, incluso en Japón, donde, sin ni siquiera conocer esa lengua, sorprendió a los nipones dirigiéndose a ellos en su idioma.

Es verdad que en cuanto se anunciaba la visita del Sumo Pontífice a tal o cual nación, Juan Pablo II se preparaba concienzudamente con ayuda de un monseñor de la Secretaría de Estado, nativo del lugar que iba a acogerle. Y cuando digo a conciencia, me refiero a verdadera conciencia. Todos los días, empezaba celebrando la misa en su capilla privada en esa nueva lengua, y durante la jornada, aprovechaba los ratitos libres que le quedaban para recibir clases y escuchar cintas grabadas que contribuían a mejorar y a perfeccionarle la fonética.

Pocos días después de su elección, en octubre de 1978, Juan Pablo II hizo gala de su carácter cercano y de su tendencia a la improvisación y a la espontaneidad, anunciando que quería recibir a los periodistas que habíamos cubierto el cónclave. Era la primera vez que me encontraba tan cerca del Papa. Y la segunda vez que un Sumo Pontífice recién elegido recibía a los medios de comunicación social en una audiencia especial. Ésta, que ha pasado a ser una tradición que han continuado Benedicto XVI y el papa Francisco, la inició Juan Pablo II cuando nos dijo a los periodistas, sonriendo, que había seguido lo que habíamos escrito sobre el precónclave y, luego, lo que contábamos del cónclave. «Y la verdad —afirmó—, no se parece mucho a lo que ha sucedido en realidad.» En cualquier caso, después de animarnos a que contásemos lo que sabíamos de buena fuente, comentó que los periodistas éramos tan importantes que si viviera hoy san Pablo, éste ejercería la profesión y trataría de presentar un telediario.

La audiencia que nos ofreció Juan Pablo II supuso una nueva oportunidad para adentrarse de una forma más personal y familiar en el misterioso y fascinante mundo del Vaticano.

El encuentro tuvo lugar el 21 de octubre de 1978, cinco días después de su elección al papado. Nos saludó con un «Sed bienvenidos» que nos conquistó de inmediato, pues cubrir las noticias del Vaticano es realmente interesante, pero a menudo nos encontramos con escasa accesibilidad para encontrar y contrastar la información. El Sumo Pontífice parecía ser consciente del esfuerzo que conllevaba nuestra profesión y, sobre todo, después de haber tenido dos precónclaves y dos cónclaves en poco más de un mes, ya que, como todos recordarán, el pontificado de Juan Pablo I duró únicamente treinta y tres días. Fue uno de los más breves de toda la historia de la Iglesia, si bien otros batieron récords, como el del papa Esteban que murió al poco tiempo de ser elegido, y el de Urbano VII que duró doce días.

En su discurso a los periodistas, Juan Pablo II se refirió a los días agotadores a la par que emocionantes que habíamos vivido profesionalmente:

El carácter repentino e imprevisible de los hechos que se han sucedido os ha obligado a echar mano de un conjunto de conocimientos en materia de información religiosa que tal vez os eran poco familiares, y también a responder, en condiciones muchas veces febriles, a una exigencia que lleva consigo la enfermedad de nuestro siglo: la prisa. ¡Para vosotros, esperar la fumata blanca no ha sido una hora de completo reposo!

El Papa nos dio las gracias en repetidas ocasiones, lo que supuso, al menos para mí, una satisfacción, puesto que a todos nos anima y nos encanta que se reconozca nuestra labor.

En aquella audiencia con Juan Pablo II, tuve la oportunidad de dialogar unos minutos con el Santo Padre. Al marcharse de la sala del trono del Palacio Apostólico, en el que tuvo lugar la audiencia, se fue acercando a un lado y a otro del pasillo donde estábamos los periodistas para verle pasar. Cuando se detuvo junto a mí y a los compañeros de RNE le pregunté: «Santidad, ¿habla español?». Sonrió, y en un perfecto italiano me respondió: «Todavía no, pero le he prometido a los cardenales y obispos españoles que lo aprenderé». Con el tiempo, debido a sus obligaciones pastorales y a la perspectiva del viaje a América Latina, le pidió a monseñor Santos Abril, jefe de la Sección de Lengua Española en la Secretaría de Estado, que fuera su profesor.

«Su» maestro de español comenzó a darle clases a finales de octubre de 1978 para la visita a México en enero de 1979. Este viaje estaba ya programado en el pontificado de Juan Pablo I para que el Santo Padre abriera la V Asamblea del CELAM, la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano.

Juan Pablo II, aunque entendía el castellano pues lo había aprendido en Cracovia cuando era joven, ni lo hablaba ni lo pronunciaba correctamente. Había estudiado nuestra lengua para poder leer en el idioma original las obras de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz, los dos místicos españoles que Juan Pablo II descubrió y en cuyas obras profundizó gracias al sastre Jan Tyranowski, un hombre humilde y sencillo, de una espiritualidad fundamental en la vocación del futuro Papa y cuya vida había sido para el universitario Wojtyla un ejemplo de santidad.

Pero volvamos a esos días previos a su viaje a México. En apenas cien días, monseñor Abril enseñó al Santo Padre a leer en español con un buenísimo acento y a expresarse en la lengua de Cervantes de forma más que aceptable. Recuerdo que en México, por ejemplo, tuve la oportunidad de preguntarle si estaba contento ante las muestras de fervor y de calor humano que le brindaron los mexicanos. Recurriendo a las enseñanzas de su profesor, me respondió: «Sí, sí, estoy muy, más, mucho contento».

Tengo varias anécdotas en relación con el idioma español, que resultan además muy divertidas. Durante su visita a Granada, en el primer viaje que hizo a España en 1982, un grupo de jóvenes escribió en una pancarta un texto, con ese gracejo andaluz imposible de comprender para un extranjero. Los chicos habían escrito: «Juan Pablo, so pillo, nos has metío en er borsillo». El Papa la leyó y la releyó y, en vista de que no entendía nada, se volvió hacia el sustituto de la Secretaría de Estado, monseñor Martínez Somalo, y le preguntó con curiosidad: «Don Eduardo, ¿dónde les he metido?». Si para un español de cualquier otra comunidad que no sea la andaluza a veces ya resulta difícil comprender las expresiones de esta cálida tierra de nuestro sur, ¡ni que decir tiene lo que debe de ser para un polaco!

En la visita que hizo al extremo norte, en Santiago de Compostela, en la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) del 19 de agosto de 1989, una multitud de jóvenes se había congregado para esperarle en el Monte del Gozo. Algunos pasaron allí varias noches, en sacos de dormir, dentro de tiendas de campaña o directamente bajo el cielo raso. En su primer discurso, que tuvo como marco incomparable la plaza del Obradoiro, Juan Pablo II pronunció una alocución muy poética. Pensando en la legión de muchachos que le aguardaban en el Monte del Gozo, del que siempre dijo «fue un gozo para el Papa», se dirigió al apóstol llamándole «Señor Santiago»: «Heme aquí peregrino de todos los caminos del mundo; vengo de la Roma luminosa y perenne. Junto a mí ha llegado un mar inmenso y juvenil que ha salido de todos los torrentes de la tierra. Caminamos hacia el final de un milenio y queremos que esté señalado con el emblema de Cristo». A Compostela habían ido algunos jóvenes del Líbano e incluso, aunque muy pocos, chicos de varios países del Este. Hubo muchachos que hicieron el viaje en bici, otros en moto, y unos franceses realizaron el periplo en globo. La anécdota lingüística surgió cuando el grupo de jóvenes españoles, como suele hacerse en los encuentros de la juventud, escenificaron con una simbólica coreografía, al son de la música y del baile, las diversas tentaciones de la sociedad consumista: droga, sexo, dinero... Representaron la peligrosa fascinación que ejerce este último, cantando a ritmo de rock: «Pasta, pasta, más pasta». Mientras el grupo coreaba el estribillo: «¡Queremos pasta, mucha pasta, más pasta!», Juan Pablo les observaba con atención, hasta que, absolutamente intrigado, comentó al arzobispo de Toledo y cardenal primado de España: «¡No comprendo por qué quieren comer todos espaguetis!». Su Eminencia, don Marcelo Martín, no pudo por menos que sonreír y le explicó que la pasta a la que los chicos aludían era el dinero.

Dos años después de aquel curioso malentendido, el Papa volvió a vivir, en su Polonia natal, otra situación que se prestaba al equívoco, durante la posterior JMJ en Czestochowa. Era la primera JMJ en la que participaban jóvenes de los países del Este, incluso fueron doscientos soldados rusos, ya que Gorbachov había liberalizado los trámites burocráticos en las fronteras con la Europa occidental. Desde una de las terrazas del santuario-fortaleza, Juan Pablo II saludó al océano de jóvenes que abarrotaban la explanada y los alrededores. Les fue saludando por países: Albania, Alemania, Irlanda, Rumanía, Rusia, Francia... Al decir España, estalló un aplauso ensordecedor y todos gritaron a coro: «To-re-ro, to-re-ro». Una palabra que para los jóvenes encerraba maestría, admiración y valentía. Juan Pablo II creyó que decían «Toledo», y al ver la cantidad de muchachos que gritaban aquello, exclamó sorprendido: «¡Cuántos chicos de Toledo!». Y recordando en ese instante su visita a la Ciudad Imperial, añadió: «¡Qué bonita es Toledo!». Terminados los saludos, debieron de sacarle de su error, ya que muchos años más tarde, al despedirse de los jóvenes en el aeropuerto de Cuatro Vientos en Madrid, cuando apenas podía moverse debido al Parkinson, al oír el saludo de los jóvenes que de nuevo le decían «Torero», comentó sonriendo a los cardenales que le acompañaban: «¡Ya sé que no son de Toledo!».

Pero quizá la anécdota más entrañable tiene como protagonista a un torero de verdad, un famoso diestro que fue recibido en audiencia junto a su familia en la Sala Pablo VI. La noche anterior, al terminar la cena en el prestigioso restaurante Mario, el «maestro» me preguntó qué podía decirle al Papa cuando se acercara a saludarle. Sin pensármelo dos veces, le propuse: «Dile al Papa que eres torero y que te juegas la vida en la plaza».

A la mañana siguiente, ese miércoles, siguió al pie de la letra mi consejo: «Santidad, soy torero y me juego la vida en la plaza». Detrás venía su madre que se presentó como: «Soy la madre del torero que se juega la vida en la plaza». A continuación, fue la hermana quien utilizó la misma fórmula de presentación: «Soy la hermana del torero que se juega la vida en la plaza».

Ya desde el primer saludo, el Papa se había quedado bastante desconcertado, por lo que, al escucharlo por tercera vez, no pudo menos que preguntarles con curiosidad: «¿Y a qué juegan ustedes?».

También ocurrieron malentendidos con el idioma español en visitas a Latinoamérica: en La Habana, en enero de 1998, estando en el palacio de la Revolución, en ocasión de la visita de cortesía al presidente Fidel Castro. Terminado el encuentro de carácter privado, en el momento del intercambio oficial de regalos, Castro obsequió al Papa con un precioso volumen de las obras completas del padre Varela. Éste era un sacerdote ejemplar, un patriota de la independencia cubana, muy querido por el pueblo y cuya causa de beatificación está abierta en Roma. Fidel Casto le dijo: «Santidad, he pensado que este regalo podría ser de su agrado», y completó la frase «por este libro me he roto la cabeza». A lo que Juan Pablo II, solícito y preocupado, le preguntó: «¿Se hizo usted daño, presidente?».

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Cartas a Juan Pablo II

Siempre han sido infinitas las cartas que llegaban a la oficina de correos de la Ciudad del Vaticano dirigidas a Su Santidad Juan Pablo II. De forma diaria y procedentes de lugares de los cinco continentes. Cartas, postales, e incluso innumerables dibujos que le enviaban niños de educación primaria. Toda la correspondencia, archivada rigurosamente, pasaba a la secretaría del Papa, que respondía cortésmente para notificar al interesado que Su Santidad había recibido la misiva.

En los años noventa, el dramático avispero en el que se convirtió la zona de los Balcanes, en plena guerra de Bosnia, y la terrible situación que estaba atravesando Europa angustiaba y preocupaba mucho al Papa. Existía un peligro inminente de que aquello pudiera extenderse y que el conflicto de los Balcanes acabara arrastrando a los países a una tercera guerra mundial. Juan Pablo II imploraba la paz sin cesar. Hacía constantes llamamientos a los responsables de los diferentes Estados y potencias del mundo, rogándoles que pusieran fin a esa guerra que, como todas, advertía: «Es una espiral sin retorno», «una derrota de la humanidad». Las palabras del Santo Padre parecían caer en saco roto. No le escucharon, y el odio entre etnias y religiones seguía creciendo. La muerte, las

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