Asomados al pozo

Ignacio Arabehety

Fragmento

1. Tibieza evanescente

Apenas unas pocas imágenes de las Cornú, en gestos quietos como fotos y en un riguroso blanco y negro, me han visitado durante duermevelas inciertas en cuarenta años: una sonrisa de incisivos generosos encendida por el sol temprano, pies de pasos trémulos sobre los pedruscos del río, una melena pesada contra un paisaje de cielo y arbustos, brazos de vellos desteñidos que rodean el cuello de un whippet indiferente, una fina marca que recorre una sien de niña. Esta mañana, justo antes de despertarme del todo, un torrente de mil visiones se desprendió desde el escondrijo al que estaban relegadas. Lo más prudente hubiera sido ignorarlas y enfocarme en la enorme tarea que tengo por delante, pero sin haberlo decidido del todo me puse a organizar cronológicamente aquellos dudosos recuerdos y los articulé en una historia. Resolví que el desorden y la lejanía de los hechos me habilitaban para completar los claros con derivaciones lógicas de situaciones anteriores o el necesario antecedente de alguna posterior. Y, por qué no, con abiertas mentiras porque evocar es necesariamente inventar: personas desvaídas y fantasmas se entremezclan en sucesos, sueños e interpretaciones y no vale la pena deshacer la madeja. Construiré entonces el pasado que más o menos me plazca alrededor de las vagas improntas que pueda rememorar, sin traicionarlo del todo.

No había reparado en Helena hasta que sus ojos de husky se acercaron con la decisión de un tren bala por un pasillo de la escuela. De pronto estuve de espaldas contra el suelo con sus rodillas en el pecho.

Mis padres eligieron mi colegio por su excelente nivel de inglés y porque me daría la posibilidad de codearme con “lo más granado” de la sociedad cordobesa: nada que a los seis años me interesara en lo más mínimo. “La vas a pasar bárbaro”, decían el día anterior a empezar, “¡vas a jugar todo el día con chicos de tu edad!”. La fantasía de que ir a la escuela sería como un festejo de cumpleaños —especialmente la parte en que yo era el cumpleañero— había resultado un absoluto fiasco. Criado en el campo, hijo único y de hogar privilegiado, nunca había necesitado pelear por la consideración de otros. Era el último bastión de la infantilidad en la familia —mis tíos eran mucho mayores que mi padre y mis primos me llevaban más de una década. Incluso los amigos de mis padres tenían hijos más grandes— y entonces la parentela me llenaba de regalos y competía por pasar un rato conmigo al punto en que me ponía arisco y me hacía el difícil. Era importante porque sí, porque era un bien escaso, por derecho de nacimiento o por algún atractivo natural que me hacía irresistible. Obtenía todo el interés que necesitaba sin hacer el menor esfuerzo por agradar a los demás. Cuando entré en el aula por primera vez, los chicos estaban reunidos en grupos que cambiaban figuritas o se mostraban las cartucheras nuevas. Que ninguno se diera vuelta a mirarme fue la primera señal de alerta. Entonces la maestra pidió silencio —me había tratado tan amorosamente en la reunión previa que tuvimos con mi madre que me había hecho creer en la versión idílica del colegio— y me indicó que pasara adelante. Lo hizo con una sonrisa dedicada (yo era único, era el Hombre Nuclear) que me devolvió la fe. Iba a presentarme ante el grupo —los demás se conocían desde el jardín— cuando a una chica se le ocurrió preguntar si el cuaderno de inglés era el verde o el azul, la maestra le contestó, siguieron más preguntas de otros compañeros y yo, que estaba de pie junto al pizarrón, me pellizcaba las manos, me miraba los zapatos (¡tenía un cordón desatado!) y me esforzaba por evitar meterme el dedo en la nariz y comerme un moco. Los otros se distrajeron y recomenzaron las charlas y los gritos. Para cuando la maestra por fin pronunció mi nombre, la batahola era tal que ni yo alcancé a oírlo. Aprendí que mis prerrogativas no servían para nada en aquel lugar: la atención de compañeros y maestras iba a parar al mejor postor y los demás tenían desarrolladas armas de seducción que a mí me faltaban por completo.

Cuando impacté contra el piso me vi de pronto desde afuera: el barquinazo me transformó de protagonista en espectador. Helena estaba encima y un chubasco de pelos satinados magreaba mi mejilla al ritmo de trompadas remotas. Los colores viraron a tonos fríos y un pizzicato en violonchelo (enérgico, cortado) le dio trasfondo a la escena. Vi pelusas apelmazadas en el escote del pulóver gris de colegiala, absorbí el aroma a Woolite, reparé en la ausencia de un diente en la boca infantil, noté que las pupilas liberaban una densa oscuridad y me azotó un chillido proferido desde el fondo de un pozo en el fondo de un océano.

El colegio quedaba a más de una hora en auto desde casa: me levantaba antes del amanecer y solía llegar de vuelta al caer la tarde. Con el correr de los días, el parque, los juguetes y mis perros se me hicieron difusos, extraños y cada vez más necesarios. El esfuerzo de mis padres para los traslados y los madrugones se traducía en insultos al aire en las mañanas heladas y en gestos serios durante los viajes interminables. Tal vez esperaban que les demostrara algún entusiasmo con la vida escolar que no podía ni siquiera simular. Desde que entraba enfurruñado a la mañana mi único deseo era volver a casa: usar mis piernas biónicas de Hombre Nuclear para saltar el portón y correr: atravesar Argüello, franquear el Suquía hasta El Tropezón, de ahí rumbear a Carlos Paz, doblar en el cruce a Falda del Carmen y seguir hasta Alta Gracia, enfilar por el camino de tierra en dirección a La Bolsa, girar hacia Los Aromos y, tres kilómetros más tarde, entrar en el parque, cruzar la enorme puerta de casa y cerrarla de un golpe. Jurar no regresar jamás. Cuarenta y dos kilómetros —un maratón— me separaban de mi sueño.

A Helena le salieron un montón de brazos: antes de que uno descargara un golpe, había otro preparado para el siguiente. La seguidilla tenía el frenesí de un dibujo animado de Looney Tunes y cuando mi antebrazo, clavícula o parietal se cruzaban en el recorrido de las trompadas, los nudillos de Helena desaparecían en mi humanidad con una cualidad espectral y un curioso cosquilleo me recorría los huesos. En un punto, sus dedos se abocaron a desgarrarme el pecho como a papel de regalo, a hurgar bien adentro, revolver los órganos y cambiarlos de lugar. En cada tosco contacto creí leer un reclamo velado de socorro.

Estaba acostumbrado a otro ritmo, más campestre, que me jugaba en contra. Para cuando salía al patio los equipos de fútbol estaban armados, la competencia de figuritas había empezado y ya se perseguían por el playón los que jugaban a la mancha. Sumarse a la actividad iniciada requería rogar durante un rato, soportar algún maltrato de los organizadores que podía terminar en una abierta negativa y, en caso de ser aceptado, ingresar de arquero, “gallito ciego” o como el que cuenta en las escondidas. La sola idea de asumir una actitud rastrera me horrorizaba. La soledad podía ser amarga, pero era mucho más honrosa.

Los golp

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