Dos soledades

Mario Vargas Llosa
Gabriel García Márquez

Fragmento

Han pasado cincuenta y dos años desde que Vargas Llosa y García Márquez, dos novelistas latinoamericanos que todavía eran jóvenes, tuvieron en Lima esta conversación extrañísima que el lector está a punto de leer. Es extrañísima porque no hay en ella ninguna palabra importante que no se haya transformado dramáticamente en este tiempo. El título de la conversación, La novela en América Latina, parece inofensivo, una descripción simple y declarativa, pero enseguida nos damos cuenta de que ni la novela, ni América Latina, ni mucho menos la novela latinoamericana, son eso de lo que hablaron Vargas Llosa y García Márquez en septiembre de 1967. Y si no lo son, fíjense ustedes, es precisamente porque han ocurrido Vargas Llosa y García Márquez: porque este medio siglo es el tiempo del éxito y la influencia de Cien años de soledad, de la ambición desmesurada de Conversación en La Catedral, de esas maravillas de nuestra tradición que son Crónica de una muerte anunciada y La guerra del fin del mundo; porque este medio siglo es, también, un tiempo de transformaciones de nuestro mundo político (desde el caso Padilla y Pinochet hasta el fujimorismo y la longevidad de Fidel Castro), y en todas ellas estuvieron presentes estos dos novelistas. Borges, de quien se habla con frecuencia en esta conversación, fijó para siempre la idea en «Pierre Menard, autor del Quijote»: el paso del tiempo —y esa curiosa encarnación del tiempo que son los libros que escribimos— cambia las palabras.

Esta es una de las maneras más fructíferas de leer esta conversación. Para nosotros, lectores y novelistas latinoamericanos, las palabras que se usaban en 1967 para explicar el momento histórico ya no están: se han destruido y se han vuelto a armar con los años, y hoy no las usamos como las usaban ellos. Hablando de la soledad como tema de sus libros, a García Márquez le da miedo que resulte demasiado «metafísico» y por lo tanto «reaccionario»; cuando Vargas Llosa habla de la «responsabilidad» del escritor, o cuando discute el nivel de «compromiso» de las distintas novelas de su contertulio, sentimos o intuimos la intensidad con que el convulso mundo político pesaba sobre ellos. También la realidad literaria era distinta. Tratando de fijar y describir la novedad profunda de Cien años de soledad —tratando, como si dijéramos, de ponerle un alfiler a la mariposa amarilla—, Vargas Llosa habla primero de realismo, luego de episodios improbables o poéticos, luego de la posibilidad de que se trate en el fondo de un libro fantástico; García Márquez contesta reivindicando su condición de escritor realista, alegando que esa fantasía es parte inseparable de la realidad latinoamericana y sugiriendo, con clarividencia admirable, que esa realidad puede darle algo nuevo a la literatura universal. Pero en el intercambio hay como un vacío, algo que sentimos como un vacío, porque nunca, en ninguna forma, aparece la expresión que el lector espera, la expresión que flota en el ambiente pero que nadie ha descubierto todavía: realismo mágico. Sí, tal vez eso es lo que pasa con este diálogo: en ese año de 1967, el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre.

Hay una, sin embargo, que ya comenzaba a tener un nombre: un nombre controvertido al principio, pero que con el tiempo se fue instalando en nuestro paisaje intelectual. Vargas Llosa lo pronuncia una sola vez: le pregunta a García Márquez qué piensa él del boom de la novela latinoamericana. El boom, por supuesto, tampoco era entonces lo que es hoy, y una de las maravillas de este diálogo es capturar a sus actores en el momento en que el fenómeno comienza a tomar forma. Todavía los lectores de novela latinoamericana debatimos largamente sobre el momento en que empezó todo. ¿Cuándo fue? ¿Con el Premio Biblioteca Breve que La ciudad y los perros recibió en 1962? ¿Con el imprevisible éxito de lectores de Cien años de soledad ? Sea como sea, esta conversación limeña es una especie de cifra del fenómeno. Las cuatro sillas del boom, en la clasificación lúdica pero muy seria que haría años después José Donoso, estaban ocupadas por los dos que aquí hablan además de Cortázar y Fuentes; detrás de ellos venían Borges, Onetti y Rulfo. (Onetti diría en una entrevista: «Fui arrastrado por el boom».) La ficción del siglo xx nunca sería la misma tras el paso arrollador de estos nombres, y por eso hay algo enternecedor en el espectáculo de García Márquez y Vargas Llosa hablando de lo que les sucede con candor y algo de sorpresa, como jóvenes pterodáctilos que se preguntan qué diablos es esto de la evolución. Hablar de Cien años de soledad como un libro nuevo, que todavía se encuentra en la mesa de novedades: qué extraño nos resulta eso. Y qué fascinante es ver a Vargas Llosa comentar el libro de su colega a mano alzada, improvisando una crítica tan penetrante y lúcida que Historia de un deicidio, el estudio que publicó cuatro años después, nos podría parecer una mera profundización o ampliación de las ideas expuestas en Lima.

Aquí está ese Vargas Llosa: el novelista-crítico, dueño de una conciencia exacerbada de su oficio, siempre con el bisturí en la mano. Al lado, García Márquez hace grandes esfuerzos por defender su imagen de narrador instintivo, casi salvaje, alérgico a la teoría y mal explicador de sí mismo o de sus libros. No es así, por supuesto: García Márquez sabía muy bien para qué servía cada uno de los destornilladores de su caja de herramientas. Y conocía muy bien, como todo gran novelista, el arte de leer: las palabras que aquí dedica a la influencia de William Faulkner, o a su presencia en la nueva novela latinoamericana, valen lo que cualquier tesis de cientos de páginas. Ahora bien, el diálogo es también una puesta en escena de dos maneras opuestas de entender el oficio de novelista; y, puesto que la poética es una de las formas que asume el temperamento, el lector se encontrará también con un contraste evidente. Por un lado, la generosidad intelectual de Vargas Llosa, dispuesto a tomar el papel de entrevistador y cederle el protagonismo a García Márquez aunque en su maleta esté, todavía caliente, el Premio Rómulo Gallegos; y por el otro, la timidez de García Márquez, que se manifiesta en la forma inveterada de boutades, epigramas cortantes y exageraciones sin propósito aparente. Cuando García Márquez asegura, por ejemplo, que en la adolescencia ya tenía el primer párrafo de Cien años de soledad, idéntico al que aparece en el libro, sabemos que está mintiendo. Pero esa mentira es una extensión de su propia voracidad narrativa, que quiere construir desde ya —y meticulosamente— la leyenda de sí mismo.

La novela en América Latina llevaba varios años fuera del mundo. Solo se encontraba en ediciones piratas, de autoridad dudosa o de comercio negro. Yo fui uno de los usufructuarios culpables de ese estado de las cosas: tenía veintiún años y una sola obsesión, aprender a escribir novelas, cuando un librero bogotano que trabajaba con ediciones raras me habló de este libro y me dijo, con tono de oráculo, que en él había más lecciones valiosas sobre el oficio de novelista que en cualquier facultad de Literatura. Me dijo que el libro no existía; ante mi desasosiego, me ofreció fotocopiar su edición propia. Cualquiera que haya tenido una vocación devoradora a los veinte años entenderá que aceptara el ofrecimiento, pues nadie sabe nunca de dónde saldrán las revelaciones que lo podrían transformar en lo que quiere ser, y la única solución es seguir todas las pistas, agotar todas las posibilidades. Ahora, un cuarto de siglo después, tengo la satisfacción íntima de presentar estas palabras recuperadas, estas palabras que aparecen ahora como rescatadas de algún naufragio, y lo hago con la certeza de que serán tan iluminadoras y estimulantes para algún lector —y acaso para un futuro novelista— como lo fueron entonces para mí.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Mayo de 2019

Una vez y nunca más

Una vez y nunca más

Faltaban ciento cuarenta horas. La habitación de la clínica de la calle Gervasio Santillana en la que Patricia alumbraría a Gonzalo Gabriel estaba separada, aun cuando el plan era que el niño naciera en Londres. Aquel mediodía, su padre lucía un impecable terno y corbata negros, camisa alba, cabello prieto bien surcado, mientras atravesaba el tramo final de los trece kilómetros que separaban la calle Casimiro Ulloa de la Universidad Nacional de Ingeniería. Estaba sentado en la parte trasera del auto, repasando sus apuntes, cuando vio de reojo y sin amor la puerta del diario La Crónica, en la avenida Tacna, y pensó: «Ahí».

Ese martes, el cadáver de Tania la guerrillera continuaba su proceso de descomposición sin rumbo por las aguas del río Masicurí, mientras las piedrecitas de colores que había reunido en su bolso azul se desperdigaban y desde los escombros bolivianos Ernesto Guevara escribía con la respiración agitada y aún con fe en su diario: «El día transcurrió sin novedad alguna», pero la novedad era que le quedaban treintaidós días de vida. En Estocolmo, la Academia Sueca deliberaba darle el Premio Nobel de Literatura por primera vez a un narrador latinoamericano, a un guatemalteco que cuando era joven y desconocido interrumpió la escritura de su novela Malevolge para ir como oyente a la clase de Paul Rivet, en la Universidad de París, que dictaba una clase sobre la civilización maya, y que al verlo paró la exposición, lo observó, palpó y señaló: «Primera vez en mi vida que veo a un maya auténtico», luego de lo cual el guatemalteco se marchó para seguir escribiendo esa novela que finalmente tituló El Señor Presidente. En Buenos Aires, se preparaba una boda que tendría como protagonista a Jorge Luis Borges, al que le quedaban dieciséis días de soltero y esperaban tres años de infelicidad culminados con una lista de veintisiete razones por las cuales deseaba romper ese matrimonio. En Lima, en la vieja casa de la calle Pastaza, Victoria Santa Cruz dirigía un ensayo con una veintena de afroperuanos que se agitaban al ritmo de las guitarras de Vicente Vásquez y Adolfo Zelada y el cajón de Ronaldo Campos, en una estampa ambientada en un típico callejón de un solo caño limeño, que estaban por estrenar en el Teatro Segura. Fue entonces cuando Oviedo encontró, detrás de una columna del lobby del hotel, al hijo del telegrafista y la niña bonita de Aracataca:

—Hasta que por fin doy contigo. Estamos tarde.

—Esperaba que no me encontrases.

El trayecto hacia la Universidad Nacional de Ingeniería era menor para aquel hombre de cuarentaiún años: tan solo tres kilómetros desde el Hotel Crillón, en plena avenida La Colmena, pulmón afrancesado del centro de Lima, en el que Mercedes y él se alojaban desde la víspera. Había atendido esa mañana a tres periodistas, de El Comercio, La Crónica y Expreso, y se lamentaba de haber aceptado un encuentro público, de haber cedido ante la persuasiva propuesta de Oviedo: «Tú habla con Mario sin pensar en la audiencia».

La audiencia había colapsado el aforo del auditorio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería, las trescientas sillas de madera estaban calientes, y esparcida entre los estudiantes universitarios había gente de todas las edades, expectante, ansiosa, al punto de romper la cuarta pared e invadir el escenario, formando un círculo en torno a la mesa que tendría como protagonistas al flamante ganador del Premio Rómulo Gallegos y al flamante autor de Cien años de soledad. ¿Quién era ese colombiano cuya novela había vendido treinta mil ejemplares en tres meses? Pocos lo sabían aún, pues el libro tardó en circular por las librerías limeñas, aunque gracias al primer volumen de la revista Amaru, dirigida por el poeta cuyo pañuelo alumbraba su saco gris en una esquina del escenario, un fragmento de ella se leyó en el Perú antes que en el resto del mundo.

Cuando ese martes 5 de septiembre de 1967 el reloj marcó las 13:30 horas, comenzó el diálogo entre Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez.

Se cumplían cinco semanas de conocerse. ¿Tan solo cinco semanas? Parecían, al menos, cinco años. Tal vez porque habían comenzado a cartearse veinte meses atrás. El contrapunto lo inició el colombiano: «A través de Luis Harss conseguí por fin tu dirección, que resultaba inencontrable en México, sobre todo ahora que Carlos Fuentes anda perdido quién sabe en qué manglares de la selva europea», reza el inicio de aquella epístola fundacional del 11 de enero de 1966. Las cartas crearon la camaradería y complicidad suficientes para que la amistad se encarnara de inmediato en aquel primer enc

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos