Hielo ardiente (Archivos NUMA 3)

Clive Cussler

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Odesa, Rusia, 1918

La espesa niebla entró en la rada a última hora de la tarde, empujada por un brusco cambio en la dirección del viento. Las húmedas nubes grises se extendieron por los muelles de piedra, subieron las escaleras de Odesa y trajeron una noche anticipada al bullicioso puerto del mar Negro. Los barcos de pasajeros y los de carga cancelaron las salidas, y dejaron en tierra a docenas de marineros ociosos. El capitán Anatoli Tovrov buscó su camino a tientas entre la niebla que le helaba los huesos, mientras que a su alrededor se escuchaban las risotadas de los clientes borrachos en los atestados tugurios y burdeles. Dejó atrás la zona de bares, dobló por una callejuela y abrió una puerta sin ninguna señal distintiva. Olió el aire caliente cargado con el olor a tabaco y vodka. Un hombre gordo que ocupaba una mesa en un rincón llamó al capitán con un gesto.

Alexei Federoff era el jefe de la aduana de Odesa. Cuando el capitán estaba en tierra, él y Federoff se reunían habitualmente en esta discreta taberna, frecuentada sobre todo por viejos marineros retirados, donde el vodka además de barato no era letal.

El burócrata satisfacía la necesidad del capitán de tener compañía sin amistad. Tovrov había seguido un rumbo solitario desde que a su esposa y a su hija adolescente las habían matado años atrás en uno de los insensatos estallidos de violencia que se producían en Rusia.

Federoff parecía un tanto apagado. Habitualmente era un hombre jaranero capaz de acusar al camarero de cobrarle de más, pero, esta vez, cuando pidió otra ronda lo hizo en silencio levantando dos dedos. En un gesto todavía más sorprendente, el frugal aduanero pagó las copas. Hablaba en voz baja, y con una cierta agitación se tironeaba la perilla mientras observaba nervioso las otras mesas donde los curtidos marineros bebían sin preocuparse de nadie más. Convencido de que nadie espiaba su conversación, Federoff levantó la copa y brindaron.

—Mi querido capitán —dijo Federoff—. Lamento tener tan poco tiempo y verme obligado a ir directamente al grano. Quisiera que llevara a un grupo de pasajeros y una pequeña carga a Constantinopla, sin hacer preguntas.

—Me olí algo extraño cuando me invitó a la copa —comentó el capitán, con su habitual franqueza.

Federoff se echó a reír. Siempre le había intrigado la sinceridad del capitán, incluso si no podía comprenderla.

—Verá, capitán, los pobres servidores del gobierno debemos subsistir con la miseria que nos pagan.

En el rostro del capitán apareció una leve sonrisa mientras contemplaba la amplia barriga que tensaba los botones del elegante chaleco francés de Federoff. El aduanero se quejaba con frecuencia de su trabajo. Tovrov le escuchaba cortésmente. Sabía que el funcionario tenía muy buenos contactos en San Petersburgo y que pedía sobornos a los armadores para, como él decía, «calmar el mar» de la burocracia.

—Usted conoce mi barco —añadió Tovrov. Se encogió de hombros—. No es lo que se llamaría una nave de lujo.

—No importa. Se adapta perfectamente a nuestras necesidades.

El capitán hizo una pausa, mientras se preguntaba por qué alguien estaba dispuesto a embarcarse en un viejo carguero de carbón cuando había disponibles otras alternativas más atractivas. Federoff confundió la vacilación del capitán con el inicio del regateo por el precio. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre muy abultado, y lo dejó sobre la mesa. Abrió el sobre lo suficiente como para que el capitán viera los miles de rublos que contenía.

—Será usted bien recompensado.

Tovrov tragó saliva. Le temblaban las manos cuando sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió.

—No lo entiendo —dijo.

Federoff advirtió el desconcierto del capitán.

—¿Qué sabe de la situación política en nuestro país?

El capitán solo sabía aquello que leía en periódicos atrasados y los rumores que circulaban por los muelles.

—Solo soy un vulgar marino —respondió—. Casi nunca estoy en suelo ruso.

—Incluso así, es usted un hombre con una gran experiencia práctica. Por favor sea sincero, amigo mío. Siempre he valorado su opinión.

Tovrov pensó durante unos momentos en lo que sabía de las tribulaciones de Rusia, y lo expresó en un contexto náutico.

—Si un barco estuviese en las mismas condiciones que nuestro país, me preguntaría cómo es que todavía no se ha ido a pique.

—Siempre he admirado su candor —manifestó Federoff, con una sonora carcajada—. Su réplica no podía ser más precisa. Rusia se encuentra inmersa en una situación crítica. Nuestros jóvenes mueren por centenares en la Gran Guerra, el zar ha abdicado, los bolcheviques se están haciendo con el poder, los alemanes ocupan nuestro flanco sur, y hemos llamado a las demás naciones para que nos saquen las castañas del fuego.

—No tenía idea de que las cosas estuvieran tan mal.

—Van a peor, aunque le cueste creerlo, y esto nos trae de nuevo a usted y su barco. —Federoff miró directamente a los ojos del capitán—. Los patriotas leales de Odesa estamos con la espalda contra el mar. El ejército blanco controla el territorio, pero los rojos presionan por el norte, y no tardarán en derrotarlo. La zona militar de dieciséis kilómetros del ejército alemán desaparecerá como el hielo en primavera. Al llevar a estos pasajeros, estará haciendo un gran servicio a Rusia.

El capitán se consideraba a sí mismo como un ciudadano del mundo, pero en lo más profundo no era diferente al resto de sus compatriotas, con su gran cariño por la madre patria. Sabía que los bolcheviques arrestaban y fusilaban sin parar mientes a los miembros de la vieja guardia, y que muchos refugiados habían emprendido la huida hacia el sur. Había hablado con otros capitanes que relataban historias de pasajeros de alto rango que embarcaban en mitad de la noche.

El alojamiento de los pasajeros no planteaba ningún problema. El barco estaba prácticamente vacío. El Odessa Star era el último lugar al que acudían los tripulantes que buscaban una plaza. Olía a grasa, a combustible, a metal oxidado y a residuos de otras cargas. Los marineros lo llamaban el hedor de la muerte y evitaban el barco como si transportara la peste. Los tripulantes eran en su mayoría escoria de los muelles que ninguna nave quería contratar. Tovrov le pediría al primer oficial que se trasladara a su camarote, con lo que dejaría libre para los pasajeros los camarotes de los oficiales. Miró de soslayo el abultado sobre. El dinero marcaría la diferencia entre morir en un asilo para viejos marineros o retirarse a una cómoda casita junto al mar.

—Zarparemos dentro de tres días con la marea de la tarde.

—Es usted un verdadero patriota —afirmó Federoff con lágrimas en los ojos. Le acercó el sobre—. Aquí tiene la mitad. Le pagaré el

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