Jardín sombrío (Saga Dollanganger 5)

V.C. Andrews

Fragmento

cap-2

PRIMERA PARTE

I. BROTES DE PRIMAVERA

Siendo yo una niña, mi padre me compró una preciosa casa de muñecas hecha a mano. Era un mundo mágico en miniatura, con hermosas muñequitas de porcelana, mobiliario, e incluso pinturas, candelabros y alfombras, todo hecho a escala. Pero la casa estaba encerrada en una caja de cristal y nunca se me permitió tocar a la familia que la habitaba. En realidad, ni siquiera me permitieron tocar la caja, para que no la ensuciara. Los objetos delicados habían peligrado siempre en mis manos grandes, y la casa de muñecas podía ser admirada por mí, pero nunca tocada.

La tenía en mi dormitorio, colocada encima de una mesa de roble, debajo de las ventanas de guillotina con sus cristales de colores. El sol que penetraba a través de las vidrieras esparcía un cielo suavemente teñido con los matices del arco iris sobre aquel pequeño universo, y los rostros de la familia en miniatura resplandecían de felicidad. Incluso los sirvientes en la cocina, el mayordomo vestido con su librea blanca cerca de la puerta principal y la niñera en el cuarto de los niños, todos mostraban un aspecto satisfecho.

Así era como debía ser, y como sería siempre, tal como yo esperaba y rogaba fervientemente que fuese para mí algún día. En aquel mundo en miniatura no había sombras; ya que, incluso en los días encapotados, cuando las nubes oscurecían e] ambiente exterior, los cristales de colores de las ventanas convertían mágicamente la luz gris en irisada.

El mundo real, mi propio mundo, siempre parecía gris, sin los colores del arco iris. Gris para mis ojos, demasiado severos según me decían, gris para mis esperanzas, gris para la solterona que nadie quería. A los veinticuatro años yo era una solterona, una doncella vieja. Al parecer, mi estatura y mi inteligencia intimidaban a los jóvenes elegibles. El mundo del arco iris, del amor, el matrimonio y los bebés, siempre sería tan inalcanzable para mí como aquella casa de muñecas que yo admiraba tanto. Tan sólo en la fantasía se elevaban mis esperanzas.

En mis fantasías yo era bonita, alegre, encantadora, como las otras mujeres jóvenes que había conocido pero con las que nunca hice amistad. Mi vida era solitaria, ocupada principalmente por sueños y libros. Y aunque jamás hablaba de ello, me aferraba a la pequeña esperanza que mi madre me había dado antes de morir.

—La vida se parece mucho a un jardín, Olivia. Y las personas somos como diminutas semillas, nutridas por el amor, la amistad y los cuidados. Si se les dedica el tiempo y la atención suficientes, incluso una vieja planta raquítica, abandonada en un patio árido, florecerá cuando menos se espere. Y ésos son los brotes más preciosos, los más queridos. Tú serás una flor de esa especie, Olivia. Quizá necesites algún tiempo, pero tu momento de florecer llegará.

Echaba mucho de menos a mi optimista madre. Yo tenía dieciséis años cuando ella murió, justo cuando más necesitada estaba de esas conversaciones de mujer a mujer con las que me explicaría cómo conquistar el corazón de un hombre, cómo parecerme a ella; respetable y competente y sin embargo una mujer en todos los sentidos. Mi madre siempre estaba ocupada en algo, y en todo era eficiente y responsable. Superaba cualquier crisis; pero cuando ésta terminaba, siempre había otra a punto. Mi padre parecía satisfecho al ver ocupada a mi madre. De qué modo no importaba.

Mi padre solía decir que aunque las mujeres no se ocuparan de asuntos graves, eso no significaba que hubieran de holgazanear. Ellas tenían quehaceres «femeninos».

Sin embargo, cuando llegó el momento me animó para que fuese a la escuela de comercio. Le parecía justo y adecuado que yo me convirtiera en su contable particular, concederme un lugar en su despacho, una habitación masculina, una de cuyas paredes estaba cubierta por armas de fuego y otra con retratos de sus expediciones de caza y de pesca, una estancia que siempre olía a humo de cigarros y a whisky, y su alfombra marrón oscuro era la más desgastada de la casa. Me destinó una parte de su gran mesa escritorio de roble negro para que yo trabajase con toda meticulosidad en sus cuentas, las facturas de negocios, los salarios de sus empleados, e incluso los gastos domésticos. Ayudandolé en esto, con frecuencia me sentía más como si fuera el hijo que él siempre había deseado y nunca consiguió, que en mi propia condición de hija. Yo me esforzaba por complacer a todos, sin embargo parecía que nunca conseguía ser lo que los demás querían.

Mi padre decía muchas veces que yo sería una gran ayuda para cualquier marido, y por ello yo estaba convencida de que ése era el motivo de haberme hecho estudiar comercio y por lo que tenía aquella experiencia. Él nunca lo expresó con tanta claridad; pero es como si me lo hubiera dicho. Una mujer de un metro ochenta necesitaba algo más para capturar el amor de un hombre.

Sí, yo tenía esa estatura; me había disparado en mi crecimiento siendo adolescente y con gran disgusto mío, hasta unas proporciones gigantescas. Yo era la planta de habichuelas en el jardín de Jack. Yo era el gigante. En mí no había nada de delicado ni frágil.

Poseía el pelo castaño rojizo de mi madre; pero tenía los hombros demasiado anchos y grandes senos. A veces me observaba de pie delante del espejo y deseaba que mis brazos fuesen más cortos. Mis ojos grises eran demasiado alargados y semejantes a los de un gato, y mi nariz en exceso puntiaguda. Tenía los labios delgados y un aspecto pálido y grisáceo. Gris, gris, gris. ¡Cómo deseaba haber sido bonita y brillante! Cuando me sentaba ante mi coqueta de mármol heliotropo e intentaba ruborizarme y parpadear para parecer coqueta, lo único que conseguía era parecer tonta. No deseaba tener aspecto de mujer vana y boba; sin embargo me sentaba frente a la casa de muñecas dentro de su caja de cristal, y estudiaba el rostro de porcelana, lindo y delicado, de la diminuta esposa. Deseaba con toda mi alma aquella cara. Quizás, entonces, aquél sería mi mundo.

Pero no lo era.

De modo que abandonaba mi esperanza presidida por las figuras de porcelana y me ocupaba de mis quehaceres.

Si mi padre había querido realmente hacerme más atractiva para un hombre proporcionándome una educación y experiencia práctica en los negocios, debía sentir una amarga desilusión ante los resultados. Los caballeros, que se me acercaban, a causa de las maquinaciones paternas según descubrí, tal como venían se alejaban. A pesar de todos los esfuerzos, yo seguía en estado de merecer. Yo temía que mi dinero, el dinero de mi padre que yo heredaría, atrajera a mi puerta a algún hombre que fingiera estar enamorado de mí. Creo que mi padre recelaba lo mismo, porque un día me habló así:

—He dispuesto en mi testamento que el dinero que recibas sea solamente tuyo, para que hagas con él lo que te plazca. Ningún marido podrá controlar tu fortuna simplemente por el hecho de haberse casado contigo.

Hizo su declaración y se alejó antes de que yo pudiera responderle. Después examinó con gran cuidado los candidatos para mi romance, exhibiéndome tan sólo ante los caballeros de más alto nivel, hombres que poseían cierta fortuna personal. Pero todavía no había conocido yo ninguno al que no sobrepasara en estatura, o que no menospreciara lo que yo decía. Parecía estar destinada a morir soltera.

P

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