De nuevo, el amor

Doris Lessing

Fragmento

En un principio habría podido parecer un trastero, silencioso y mal ventilado, en un atardecer cálido, pero entonces se movió una sombra, alguien salió de ella, apartó las cortinas y abrió las ventanas de par en par. Era una mujer, que en ese momento avanzaba rápidamente hasta una puerta y salía sin cerrarla. La habitación que ahora quedaba a la vista estaba en verdad llena a rebosar. A lo largo de una pared se hallaban todas las evidencias de la evolución técnica —un aparato de fax, una copiadora, un ordenador, teléfonos— pero, por lo demás, el lugar podía muy bien ser un almacén teatral, con un busto dorado de alguna mujer romana, de tamaño mayor que el natural, máscaras, una cortina de terciopelo carmesí, carteles y pilas de partituras o, más bien, fotocopias que habían reproducido fielmente originales amarillentos y arrugados.

En la pared, encima del ordenador, había una gran reproducción del Mardi Gras, de Cézanne, también deteriorada: rota y recompuesta con cinta adhesiva.

La mujer de la pieza contigua se ocupaba enérgicamente de algo: trasladaba objetos de un lado a otro. Luego reapareció y se quedó de pie mirando la habitación.

No era una mujer joven, pese a que el vigor de sus movimientos pudiera haber hecho creer lo contrario cuando se la veía medio en sombras. Una mujer de cierta edad, como dicen los franceses, o incluso un poco más vieja, y vestida no para presentarse ante nadie, sino con unos viejos pantalones y una camisa.

La mujer se mantenía alerta, llena de energía, pero no parecía complacerle lo que miraba. No obstante, se desentendió de todo y se dirigió al ordenador, se sentó, alargó una mano para conectar una grabación. Enseguida la habitación se llenó con la voz de la Comtessa de Dia, de ocho siglos atrás (o una voz capaz de persuadir al oyente de que ella era la Comtessa), cantando sus perpetuos lamentos:

A chantar m’er de so q’ieu no voldria,

tant me rancur de lui cui sui amia

care eu l’au mais que nuilla ren que sia.[1]

La mujer moderna, sentada y con las manos dispuestas a atacar las teclas, era consciente de que se sentía superior a aquella compañera de antaño, por no decir que la condenaba. Y este sentimiento la incomodaba. ¿Se estaba volviendo intolerante?

El día anterior había llamado Mary desde el teatro para decir que Patrick se encontraba en un torbellino sentimental porque, de nuevo, se había enamorado, y ella había respondido con un comentario cortante.

—Vamos, Sarah —la había reprendido Mary.

Luego Sarah le había dado la razón y se había reído de sí misma.

Con una sensación de inquietud, no obstante. Parece existir una regla según la cual lo que condenamos aparecerá antes o después en nuestras vidas. En algún momento de su pasado ella había escrito una nota: Ojo con condenar a los otros, o cuidado contigo misma.

La Comtessa de Dia resultaba demasiado perturbadora y Sarah desconectó su lamento.

Silencio. Se sentó para sumergirse en él. Era evidente que se veía demasiado afectada por esa antigua trobairitz y trovera musical. Casi no había escuchado otra cosa durante días, para establecer el tono de lo que tenía que escribir. No solo la Comtessa sino también Bernart de Ventadorn, Pere Vidal, Giraut de Bornelh y otros antiguos vates la habían dejado en un estado de... Se sentía inquieta, se sentía febril. ¿Cuándo, con anterioridad, la música la había afectado tanto? Probablemente nunca. Espera un momento. Hacía tiempo había estado escuchando jazz, especialmente blues, día y noche, durante meses. Pero eso había sido cuando murió su marido y la música había alimentado su melancolía. Pero no recordaba... sí, en un principio se vio arrastrada por el dolor y luego escogió la música para adecuarse a su estado. Pero esto era algo completamente distinto.

Su labor esa noche no era difícil. El tono de las anotaciones para el programa era demasiado rígido: esto se debía a que, al escribirlas, había temido dejarse llevar en exceso por el encanto del tema. Y le encantaba la voz sensual de la Comtessa... o de la joven Alicia de la Haye.

No era el momento de escribir las notas del programa. En realidad, había establecido una regla según la cual no trabajaría al atardecer en casa: una regla que últimamente no había cumplido. Para qué engañarse, había estado incumpliendo sus propias prescripciones para el equilibrio y la buena salud mentales.

Permaneció sentada escuchando en silencio. Un gorrión gorjeó.

Pensó: Consultaré aquel poema provenzal de Pound; a fin de cuentas, a esto no se le puede llamar trabajo.

Su escritorio estaba abarrotado de libros de referencia, archivadores con recortes y, a un lado, estantes de libros que llegaban hasta el techo. Había un libro abierto a un lado del ordenador.

Envejecer con gracia... Esta era la señal en el camino. Podría decirse que las instrucciones están escritas con una letra invisible que se hace lentamente legible cuando la vida la va sacando a la luz. Luego solo hay que pronunciar las palabras apropiadas. La verdad es que los ancianos no lo hacen mal. El orgullo es una gran cosa, y las actitudes y estoicismos necesarios resultan fáciles porque los jóvenes no saben —está oculto para ellos— que la carne se marchita alrededor de un corazón inmutable. Los ancianos comparten entre ellos ironías propias de fantasmas en un festín, pero solo ellos los captan, y no los invitados cuyas bufonadas y conductas contemplan, sonriendo, recordando.

Muchos de los que están envejeciendo suscribirían este juego de plácidas frases, llenas de autorrespeto, sintiéndose bien representados e, incluso, defendidos por ellas.

Sí, estoy de acuerdo, pensó Sarah. Sarah Durham. Un buen nombre inteligente para una mujer inteligente.

El libro donde había encontrado tales frases había estado en el caballete de un mercado callejero, las memorias de una mujer de sociedad, famosa en otro tiempo por su belleza, escritas en la vejez y publicadas hacía dos décadas, cuando casi contaba cien años. Era extraño, pensó Sarah, que ella hubiera seleccionado el libro. En otro tiempo ni siquiera habría abierto un libro de una persona anciana: hubiera considerado que no tenía nada que ver con ella. Pero ¿acaso hay algo más extraño que la manera en que los libros que armonizan con nuestra condición o situación en la vida vienen al encuentro de nuestra mano?

Apartó aquel libro, pensó que los versos de Pound podían aguardar y decidió disfrutar de aquel atardecer en el que no se esperaba nada de ella. Un atardecer de abril y aún había luz. Aquella habitación era tranquila, por regla general tranquilizadora y, como las otras piezas del piso, guardaba treinta años de recuerdos. Las habitaciones en las que se ha vivido durante mucho tiempo pueden ser como orillas del mar llenas de escombros, en las que es difícil saber de dónde proviene esta o aquella rocalla.

Sabía exactamente la procedencia de cada uno de aquellos t

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