Trilogía Cleave (Eclipse | Impostura | Antigua luz)

John Banville

Fragmento

libro-4

 

Al principio era una forma. O ni siquiera eso. Un peso, un peso extra; un lastre. Lo sentí el primer día, en medio del campo. Era como si alguien se hubiera puesto a caminar en silencio a mi lado, o mejor dicho, dentro de mí, alguien que era otra persona, aunque me resultara familiar. Estaba acostumbrado a representar personajes, pero aquello…, aquello era distinto. Me detuve, atónito, azotado por ese frío infernal que he llegado a conocer tan bien, ese frío paradisíaco. Entonces el aire pareció adensarse levemente, una momentánea oclusión de la luz, como si algo se hubiera interpuesto ante el sol, un muchacho con alas, quizás, un ángel caído. Era abril: pájaros y maleza, el destello plateado de la lluvia, el cielo inmenso, las nubes glaciales en su inmenso avance. Imaginadme allí, alguien que ve fantasmas, a mis cincuenta años, asaltado de pronto en medio del mundo. Estaba asustado, y ya podía estarlo. Imaginaba aquellos pesares; aquellas euforias.

Volví la cabeza y contemplé la casa, y vi una forma que resultó ser mi mujer, de pie junto a la ventana de lo que antaño fue el dormitorio de mi madre. Estaba inmóvil, miraba en dirección a donde yo estaba, aunque no a mí directamente. ¿Qué veía? ¿Qué estaba viendo? Por un momento me sentí poca cosa, un accidente en aquella mirada, como si me dieran, por así decir, un golpe de refilón o me lanzaran un beso despectivo. La luz del día que se reflejaba en el cristal hacía que la imagen de la ventana titilara y se moviera; ¿era ella o solo una sombra con forma de mujer? Eché a andar sobre el suelo desigual, volviendo sobre mis pasos, con ese otro, mi invasor, que caminaba a paso firme a mi lado, como un caballero en su armadura. El sendero era traidor. La hierba se aferraba a mis tobillos y había agujeros en el suelo, bajo la hierba, hollados por las pezuñas de ganado inmemorial cuando las afueras de esta población eran campo abierto; eso me haría tropezar, quizás rompería uno de los muchos y delicados huesos que dicen que hay en el pie. Un arrebato de pánico se apoderó de mí como una náusea. ¿Cómo, me pregunté, puedo quedarme aquí? ¿Cómo se me puede haber ocurrido que podía quedarme aquí, totalmente solo? Bueno, era demasiado tarde; tendría que llegar hasta el final. Eso es lo que dije para mis adentros, y en voz alta exclamé: «Ahora tendré que llegar hasta el final». Entonces me llegó el tenue hedor salado del mar y me estremecí.

Le pregunté a Lydia qué había estado mirando.

—¿El qué? —dijo—. ¿Cuándo?

Hice un gesto.

—Desde la ventana, arriba; me estabas mirando.

Me lanzó una de esas miradas tristes que acostumbraba a dedicarme últimamente, bajó y hundió la barbilla, como si estuviera tragando algo. Dijo que no había subido al piso de arriba. Permanecimos un momento en silencio.

—¿No tienes frío? —dije—. Estoy helado.

—Siempre estás helado.

—Esta noche he soñado que era un niño y volvía a estar aquí.

—Naturalmente; nunca te has ido de aquí, eso es evidente.

A mi Lydia siempre se le ha dado muy bien el pareado.

La casa misma ejercía una atracción sobre mí, me enviaba sus alguaciles secretos para pedirme que volviera al… hogar, iba a decir. Un día de invierno, en el crepúsculo, iba por la carretera, y un animal apareció delante del coche, encogido y sin embargo sin aparentar miedo; mostraba unos dientes afilados y sus ojos centelleaban al brillo de los faros. Me detuve de manera instintiva antes de comprender lo que era, y me quedé allí, aterrado, oliendo los vapores mefíticos del humo del neumático y escuchando mi propia sangre percutiéndome en los oídos. El animal hizo un movimiento como para huir, pero volvió a quedarse quieto. Había tal fiereza en su mirada, unos ojos eléctricos de un irreal rojo neón. ¿Qué era? ¿Una comadreja? ¿Un hurón? No, demasiado grande, pero demasiado pequeño para ser un zorro o un perro. No era más que un animal desconocido y salvaje. A continuación echó a correr, pareció que no tuviera piernas, y desapareció en silencio. Mi corazón aún latía con fuerza. Los árboles se inclinaban hacia ambos lados de la carretera, recortándose en un marrón negruzco contra los últimos y tenues rayos del sol. Durante kilómetros había viajado en una especie de duermevela y ahora pensaba que me había perdido. Quería dar media vuelta y volver por donde había venido, pero algo no me lo permitía. Algo. Apagué los faros, salí del coche y permanecí perplejo en la carretera, en aquella húmeda semioscuridad que me rodeaba y me hacía formar parte de ella. Desde aquel altozano de escasa altura, la tierra en penumbra que había delante de mí se convertía en sombras y bruma. Un pájaro que no vi, posado en una rama, sobre mí, emitió un cauto graznido, una lámina de hielo situada al borde de la carretera se partió como cristal al pisarla. Suspiré, y por un instante la respiración se materializó en un copo ectoplásmico delante de mí, como una segunda cara. Avancé hacia la cima del altozano y entonces vi el pueblo, el tenue resplandor de sus escasas luces, y, más allá, el resplandor aún más tenue del mar, y supe adónde había llegado sin darme cuenta. Regresé al coche, me puse al volante y subí de nuevo hasta la cima, y una vez allí apagué el motor y las luces y dejé que el coche descendiera por su propia inercia, en silencio, entre sacudidas, casi en un sueño, y me detuve en la plaza, ante la casa que estaba a oscuras, desierta, todas las ventanas sin luz. Todas, todas sin luz.

Ahora que estamos juntos al lado de estas mismas ventanas, intento hablarle a mi mujer del sueño. Le había pedido que viniera conmigo a echarle un vistazo a la vieja casa, había dicho yo, percibiendo en mi voz un tono engatusador, para ver, dije, si pensaba que podría volver a ser habitable, si un hombre podría habitarla solo. Ella se había reído. «¿Así es como crees que vas a curarte de lo que te pasa, sea lo que sea —dijo—, echando a correr como un niño que tiene miedo y quiere volver con su mamá?». Dijo que mi madre se echaría a reír en su tumba. No lo creo. En vida tampoco fue una mujer que soliera dar grandes muestras de alegría. Las carcajadas siempre acaban en llanto, era uno de sus dichos. Mientras yo le relataba mi sueño, Lydia escuchaba impaciente, observando el tumultuoso cielo de abril sobre los campos, hecha un ovillo para protegerse del aire húmedo de la casa, las aletas de la nariz blancas mientras reprimía un bostezo. En el sueño era la mañana de Pascua de Resurrección, y yo un niño que estaba en la entrada de la casa, contemplando la plaza, donde había llovido recientemente y ahora brillaba un sol cegador. Revoloteaban los pájaros, una brisa agitaba los cerezos, ya en flor, que temblaban intuyendo la primavera. Sentía el frío de la intemperie en la cara, desde el interior de la casa alcanzaba a oler los aromas de la mañana de un día de fiesta: sábanas que huelen a cerrado, el humo del té, las ascuas calcinadas del fuego de la noche anterior, y una fragancia característica de mi madre, un perfume o un jabón, penetrante con un matiz de bosque. Todo esto en el sueño, muy claro. Y estaban los regalos de Pascua, y mientras me hallaba en la puerta había un palpable brillo de felicidad detrás de mí, en las profundidades de la casa: huevos que mi madre, en el sueño, había vaciado y llenado de chocolate —que era ot

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