El rey de los pleitos

John Grisham

Fragmento

1

Los disparos de las balas que penetraron en la cabeza de Pumpkin fueron oídos nada menos que por ocho individuos. Tres de ellos cerraron las ventanas instintivamente, echaron el cerrojo de sus puertas y se retiraron a la seguridad —o al menos a la reclusión— de sus pequeños apartamentos. Otros dos, con experiencia en aquella clase de asuntos, salieron corriendo del vecindario tan deprisa o más que el propio pistolero. Uno —el fanático del reciclaje del barrio, que rebuscaba latas de aluminio en el fondo de un cubo de basura cuando, muy cerca, oyó el seco estallido del tiroteo cotidiano— saltó a refugiarse tras un montón de cajas de cartón hasta que cesaron los disparos, tras lo cual se asomó al callejón, donde vio los restos de Pumpkin.

Los dos restantes lo presenciaron casi todo. Se hallaban sentados en unas cajas de leche de plástico, en la esquina de Lamont con Georgia, delante de una tienda de licores, y estaban parcialmente ocultos a la vista por un coche aparcado; de modo que el pistolero, que había echado un breve vistazo a su alrededor antes de seguir a Pumpkin por el callejón, no los vio. Ambos declararon a la policía que habían visto al chico de la pistola meterse la mano en el bolsillo y sacar el arma, que estaban seguros de haberla visto: una pistola negra y pequeña. Unos segundos más tarde, oyeron los disparos, aunque no los vieron impactar en la cabeza de Pumpkin. Un segundo más tarde, el chico de la pistola salió a toda prisa del callejón y, por alguna razón, corrió hacia ellos. Iba agachado, como un perro asustado, más culpable que el mismísimo demonio. Calzaba unas zapatillas de baloncesto rojas y amarillas que le iban cuatro o cinco tallas demasiado grandes y que resonaban en el pavimento en su huida.

Cuando el chico pasó ante ellos seguía sosteniendo en la mano el revólver, seguramente un 38, y vaciló al verlos y comprender que habían visto demasiado. Durante un terrorífico segundo, pareció que iba a levantar el arma para eliminar a aquellos dos testigos, que consiguieron saltar de sus cajas de leche y salir corriendo en un enloquecido revuelo de brazos y piernas. Luego desapareció.

Uno de ellos abrió la puerta de la tienda de licores y gritó que alguien llamara a la policía, que acababa de producirse un tiroteo.

Treinta minutos más tarde, la policía recibió un aviso de que un joven, cuya descripción correspondía a la del individuo que había liquidado a Pumpkin, había sido visto en dos ocasiones por la calle Nueve, pistola en mano y comportándose de un modo aún más extraño que los demás transeúntes. Había intentado atraer al menos a una persona para llevarla a un solar abandonado, pero la potencial víctima había logrado escapar y dar parte del incidente.

La policía localizó a su hombre una hora más tarde. Se llamaba Tequila Watson, negro, varón, de veinte años, con los habituales antecedentes por drogas. Sin familia propiamente dicha. Sin dirección. El último lugar donde había dormido había sido en una unidad de rehabilitación de la calle W. En alguna parte había conseguido hacerse con una pistola, y si había robado a Pumpkin también había tirado el dinero, las drogas o cualquiera que fuese el botín conseguido. Sus bolsillos estaban tan limpios como su mirada. La policía estaba segura de que Tequila no se hallaba bajo el efecto de ninguna droga cuando lo detuvieron. Tras un rápido y rudo interrogatorio en la calle, fue esposado y metido en el asiento trasero de un coche de policía de Washington D. C.

Lo condujeron de vuelta a la calle Lamont, donde improvisaron un encuentro con los dos testigos, y lo llevaron al callejón donde había dejado a Pumpkin.

—¿Has estado alguna vez en este lugar? —le preguntó uno de los policías.

Tequila no dijo nada, y se limitó a contemplar con aire ausente el charco de sangre fresca en el sucio pavimento. Los dos testigos fueron llevados discretamente al callejón, hasta un lugar desde donde podían ver a Tequila.

—Es él —dijeron los dos a la vez.
—Lleva la misma ropa, las mismas zapatillas de baloncesto. Todo igual salvo la pistola —aclaró uno.

—Es él —afirmó el otro.
—No hay duda.

Tequila fue devuelto al coche y encarcelado. Lo acusaron de asesinato y lo encerraron sin posibilidad de fianza. Ya fuera por experiencia o por miedo, Tequila no dijo una palabra a la policía, ni siquiera cuando lo interrogaron, lo presionaron y finalmente lo amenazaron; nada que pudiera incriminarlo, nada que pudiera ser de ayuda. Ni la menor explicación de por qué había asesinado a Pumpkin, ni el menor comentario de la historia entre ellos dos, si es que había alguna. Uno de los detectives más veteranos anotó en el expediente que el asesinato parecía más fortuito de lo normal.

Nadie pidió hacer una llamada telefónica. No se mencionó a ningún abogado ni a un fiador. Tequila parecía aturdido, pero contento de estar encerrado en una celda abarrotada y con la mirada perdida en el suelo.

Pumpkin carecía de un padre que pudiera ser identificado, pero su madre trabajaba de vigilante de seguridad en los sótanos de un gran bloque de oficinas de la avenida New York. A la policía le llevó tres horas determinar el verdadero nombre de su hijo —Ramón Pumphrey—, averiguar su dirección y hallar un vecino dispuesto a contarles si tenía madre.

Adelfa Pumphrey se hallaba sentada tras un mostrador situado justo en la entrada del sótano, en principio controlando toda una serie de pantallas de televisión. Era una mujer corpulenta y gruesa, enfundada en un uniforme caqui demasiado ceñido, con una pistola al cinto y expresión del más completo desinterés. Los policías que fueron a verla habían hecho aquello cientos de veces. Le comunicaron la noticia y fueron a buscar a su supervisor.

En una ciudad donde los jóvenes se mataban entre ellos diariamente, las carnicerías habían acabado por encallecer el pellejo de la gente y endurecer sus corazones. Todas las madres conocían a alguna otra que había perdido a su hijo; cada pérdida acercaba la muerte un paso más, y todas ellas eran conscientes de que cualquier día podía ser el último. Unas madres habían visto cómo otras madres sobrevivían al horror. Sentada tras el mostrador, con el rostro entre las manos, Adelfa pensó en su hijo, en su cuerpo sin vida yaciendo en cualquier rincón de la ciudad, examinado por extraños.

Entonces juró vengarse de quien lo había asesinado. Maldijo al padre por haber abandonado al chico.

Lloró por su criatura.

Y supo que sobreviviría; que, de algún modo, lograría sobrevivir.

Adelfa acudió a los juzgados para asistir a la presentación del acta de acusación. La policía le contó que el punk que había asesinado a su hijo tenía previsto hacer su primera comparecencia, un simple trámite rutinario en el que se declararía inocente y solicitaría un abogado. Se sentó en las filas de atrás de la sala, con su hermano a un lado y un vecino al otro, secándose las lágrimas con un pañuelo. Quería ver al chico. Y también quería preguntarle por qué; sin embargo, sabía que nunca tendría semejante oportunidad.

Hicieron entrar a los acusados como si fueran ganado para una subasta. Todos eran negros, todos iban vestidos con monos de color naranja y esposados, todos eran jóvenes. Una lástima.

Dada la naturaleza especialmente violenta de su delito, además de las esposas, Tequila llevaba los tobillos atados con una cadena que le subía hasta las muñecas. Aun así, cuando entró en la sala arrastrando los pies junto a los demás acusados, su aspecto resultaba bastante inofensivo. Miró rápidamente a su alrededor para ver si reconocía a alguien entre los presentes o si había algún conocido que estuviera al

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