El deseo de Erika (Luciérnagas 2)

Daniela Gesqui

Fragmento

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Capítulo 1

Como en cada cumpleaños, deseaba las tres mismas cosas: que a mi hijo no le faltara nada, que la salud nos acompañase y poder agrandar la familia. Para entonces, Austin tenía ocho años; era un niño independiente y muy deportista; uno de los primeros en su clase y afectuoso con sus amigos. Un encanto de criatura.

Soplando las cuarenta y una velitas, me había prometido que este sería el último mes de búsqueda: por más de cinco años, habíamos fallado en nuestros intentos de ser nuevamente padres. Cuatro tratamientos de fertilidad fallidos, psicólogos de pareja que repetían que debíamos quitar las presiones y preocupaciones de nuestras cabezas, millones de estudios que arrojaban perfectos resultados físicos y la práctica de inverosímiles poses sexuales no bastaban para obtener el tan ansiado premio.

Miré el reloj mientras mis familiares me cantaban el «cumpleaños feliz»: si no me fallaba el cálculo, en cinco minutos tocaría el pitido anunciando que era momento de procrear.

Apelando a la forma más antigua del mundo desde hacía varios meses, habiendo abandonado la ciencia para recurrir a la «bendita fortuna», me sentía una máquina sin sentimientos cuyos encuentros sexuales con su esposo se habían transformado en rutinarios, sin chispa ni palabras de afecto que encendieran la pasión. Mi frustración era enorme.

Para cuando el tan esperado piiiip llegó, inspiré profundo: era el último día en el mes para intentarlo.

—Deberías descansar un poco, estás trabajando demasiado. Por eso no quedas encinta. —Mona, mi suegra, pasó con una botella de champaña fría a mi lado.

Sonreí con la angustia atravesada en mitad de la garganta, conteniendo un insulto que la pusiera en su sitio. Por sobre mi hombro, miré a mi esposo. Era apuesto, un importante empresario del rubro gastronómico que me amaba mucho, aunque no podía decir lo mismo de sus padres.

Cortando el pastel prolijamente, me aseguré de que todos tuvieran un trozo. Los niños de mi amiga Leslie corrían por doquier junto a los de mi media hermana Dakota, quien se acercó al verme bufando fastidiosa.

—¿Qué te ha dicho la vieja bruja esa? —Torció la boca en torno a mi oído para no ser escuchada; yo contuve una sonrisa.

—Lo mismo de siempre: que trabajo mucho y por eso no quedo embarazada.

—Dudo que no esté haciendo alguna especie de hechizo maléfico para alejarte de su bebito menor.

—… quizás esté en lo cierto… —Me sentí un tanto culpable.

—Tu esposo también trabaja mucho y no le dice que puede que a «sus muchachos» les falte velocidad —Le golpeteé el brazo, con disimulo—. Deja ya de tanta tensión, Erika. ¿Por qué no piensan en tomarse unas vacaciones y ya?

—No lo sé… tengo muchos eventos programados para estas fechas. —Con una agenda muy cargada, no existía día libre en mi vida hasta el siguiente agosto y todavía faltaban siete meses para ello.

Dispersándome adrede, el momento exacto en que debía tener relaciones sexuales con mi esposo pasó de largo. Fruncí el rostro, guardándome ese significativo detalle.

Una horrible sensación de traición anidó en mi pecho; este mes había sido imposible hacer de nuestros encuentros algo efectivo. El trabajo de Greg, el mío, las actividades de Austin… Todo era sinónimo de caos y situaciones que no habían conducido a nada. Ni a un jugoso beso, ni a una caricia impúdica, ni a una mirada caliente.

Entrada la medianoche, cuando los chicos ya no tuvieron fuerzas para continuar en movimiento y los adultos comenzaron a reñir sobre temas políticos, decreté que era el momento indicado para que todos se marcharan.

Dakota y su esposo con los tres niños; mi padrastro, Peter; mis suegros, Mona y Mike, y algunos matrimonios amigos se fueron de a poco no sin antes elogiar la comida y lo bien que la habían pasado. Cerré la puerta de nuestra gran casa en Santa Mónica y comencé a juntar los trastos sucios. En tanto que Greg jugaba a la X-Box sin colaborarme, nuestro hijo estaba durmiendo en el sofá, extenuado. A la distancia, observé al mayor del clan pensando en cuánto tiempo hacía que nos habíamos transformado en dos extraños que intimaban dos o tres veces al mes, cenaban juntos y platicaban de sus trabajos durante el desayuno casi sin involucrarse con las actividades del otro.

—Deja que Grace recoja todo mañana. Para eso se la ha contratado. —Soltó sonando despectivo mientras presionaba frenéticamente los botones de su dispositivo.

—No me gusta que todo quede sucio… —Apilando vasos y esquivando botellas, el desorden era interminable.

—Cariño, dime, ¿para qué le pagamos a una empleada si harás todo el trabajo tú misma? —Su razonamiento era lógico, pero no quería discutir sobre la colaboración en la casa a estas horas.

Bostecé exageradamente, fingiendo más cansancio que el real. Quería escaparme a la cama y descasar un poco antes de entregarme definitivamente a un sueño reparador.

—Estoy agotada, ¿vendrás pronto a nuestro cuarto? —Con suerte tendría tiempo de leer alguno de los clásicos de Nora Roberts que mi hermana me había regalado el día de hoy.

—Juego una partida más y voy. —Ensimismado con el joystick, no despegó sus ojos del plasma y sus colores estridentes.

—¿Tú te encargas de Austin?

—Sí… —Continuó con su partida. Puse los ojos en blanco y conté hasta cien.

Me acerqué a nuestro muchachito, le di un beso en la frente y pasé por detrás del sofá sin interrumpir el juego de mi esposo, a quien tuve que pedir encarecidamente que no festejara sus triunfos como si estuviese en un estadio de futbol.

Subí las escaleras rumbo a mi cuarto, fui al sanitario y arrastré mi maquillaje. Me coloqué el pijama holgado, calcé mis gafas de aumento sobre mi rostro y, a la media hora de mi lectura, el sueño dijo presente. Tal como esperaba.

Desperté con Greg pasando su mano por debajo de mis pantalones. No me agradaba que me tomara de arrebato y mucho menos cuando su aliento a alcohol era tan intenso. Obviamente, no se había conformado con beber champaña y vino durante la cena, sino que la cerveza habría sido su compañera de juegos.

—Greg… ¡Greg! —Intenté girar sobre mi cuerpo y forcejeando con sus manos, lo aparté de mis partes íntimas con brusquedad—. No quiero… ¡No me agrada hacerlo así!

—¿Así cómo?

—Así no es placentero… No lo disfruto.

—¿Dónde dice que siempre hay que disfrutar del sexo? Buscamos un niño, el goce es un condimento extra. Ya no tenemos veinticinco, E. —En efecto, él tenía el doble de esa edad y, aunque estaba muy bien físicamente porque se entrenaba a diario y jugaba al tenis con sus amigos, solía dormirse con rapidez.

Ofuscada, salí a trompicones de la cama arreglando mis bragas torcidas y subiendo mis pantalones; él encendió la luz de la mesa de noche y comenzó a protestar:

—¿¡Puedes decirme qué demonios te sucede!?

—Simplemente, no quiero hacerlo esta noche, además, ya ha pasado la hora exacta.

—¿No era que este era tu último día fértil y si no se acababa el mundo? ―Exageró moviendo los brazos. Yo me eché a llorar; estaba vulnerable y hormonalmente desestabilizada.

—No sé si quiera seguir intentándolo.

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