Los penúltimos días de Jean Paul Balart

Gabriel Marat

Fragmento

cap-2

26 de febrero de 1804

Esta mañana, después de pasar seis largas semanas oculto tras una espesa capa de nubarrones, el sol se ha asomado de nuevo al cielo de Königsberg. Regresa del invierno flacucho y pálido, convaleciente aún de su helado retiro, y cubre el paisaje de una luz blancuzca y mortecina, casi irreal. A su alrededor el cielo desprende un extraño fulgor metálico que hiere los ojos y que, sin que apenas uno se dé cuenta, poco a poco se acaba instalando rebelde y punzante en las sienes. El aire, sumándose a la inesperada tregua y a esta generalizada sensación de resaca, ha amanecido inmóvil y levemente tibio.

Tal vez la bonanza sirva para poner fin de una vez a la extraña situación que vive la ciudad. Durante dos semanas, la antigua capital de Prusia ha visto como, desafiando el frío, un constante goteo de caminantes recorría en peregrinación sus inhóspitas calles. Son gentes venidas de todas partes, gentes de cualquier edad y condición, guiadas por un mismo objetivo. Caminan solos o en pequeños grupos silenciosos. Los que vienen de más lejos se apiñan envueltos en mantas sobre carros tirados por caballos de carga o bueyes de labranza, otros más afortunados pasan velozmente, invisibles dentro de sus elegantes carruajes.

Si los seguimos, todos nos conducirán al mismo lugar: hacia la Prinzessinenplatz, cercana al barrio de la isla de Kneiphof. Pasaremos por delante de la vieja prisión y, rodeando uno de los múltiples palacios en decadencia que abundan a este lado del río, llegaremos a una calle habitualmente poco transitada que, sin embargo, en los últimos días se ha convertido en el principal centro de interés de la vida cultural, académica y social de la región.

Mientras la ciudad permanecía prácticamente paralizada por el frío, únicamente alrededor de aquel lugar señalado por la muerte, la vida ha mantenido visible su latido. El mundo se ha reducido a una calle, a una casa, a una pequeña habitación en penumbras. Parece que solo existiera este desproporcionado ataúd de madera y su ya insignificante ocupante. A estas alturas ya no debe de quedar nadie en los alrededores que no haya desfilado ante los diminutos restos del profesor.

Hace ya catorce días que murió el Magister y todavía no se han celebrado sus funerales. Durante este febrero el frío ha sido tan intenso que el suelo del cementerio estaba completamente congelado y ha sido materialmente imposible cavar una fosa. Ha sido por tales circunstancias —y no solo por la fama y el prestigio que atesoraba— que el féretro con los restos del diminuto profesor ha permanecido expuesto al homenaje público por un período más prolongado del que es costumbre.

Aprovechando la ocasión, el pueblo y las instituciones se han volcado a honrar una figura que estos últimos años habían empezado a olvidar y que, de repente, por efecto de la eternidad, ha dejado de ser un viejo inválido y ha recobrado el protagonismo del que gozara en su juventud y madurez.

Las visitas a la capilla ardiente han sido numerosísimas. En algún momento incluso se han formado colas y aglomeraciones que en otros tiempos, a buen seguro hubieran incomodado al profesor. Ni aun muerto debe de hacerle mucha gracia recibir tantas visitas intempestivas, él que siempre se había mostrado tan selectivo a la hora de escoger sus invitados y que jamás toleró a los entrometidos que se tomaban la libertad, en nombre de lo que fuera, de ir a molestarle sin haber concertado cita previamente. Basta recordar que durante su larga vida, en varias ocasiones dejó bien claro ante sus amigos más allegados que era completamente reacio a recibir ningún tipo de homenaje. Sus biógrafos tal vez atribuyan tal rechazo a su proverbial humildad. En verdad, es más probable que fuera la cruda soberbia la que le llevara a pensar que los demás no estaban lo bastante capacitados para valorarlo en su justa medida y que, por lo tanto, no eran aptos ni tan siquiera para mostrarle cualquier reconocimiento.

No obstante, estos días ha quedado de manifiesto que son muchos los que creen tener razones para honrarlo. Hay estudiantes que lo veneran (quizá atraídos más por su leyenda que por sus complicadas teorías), profesores que han rivalizado con él o que hasta le guardan algún rencor y se asoman al ataúd tan solo porque quieren comprobar personalmente que, efectivamente, no respira. Aunque lo más probable —tal como sugerirá Borowski en su biografía— es que lo que mueve a la mayor parte de esta multitud sea el deseo de aprovechar su última oportunidad de poder decir: «Una vez yo vi al Magister Kant en persona».

Paradójicamente, los que durante estos días muestran mayor fervor no son sus antiguos discípulos y colegas —aquellos que conocieron al viejo profesor en el apogeo de su intelecto y los únicos que tendrían razones objetivas para hacerlo—, sino el grupo de estudiantes que aspiran aquel año a la licenciatura, mozalbetes imberbes que asistieron tal vez a sus últimas clases durante el segundo semestre de 1796, cuando su mente y su habla se habían oscurecido ya de tal modo que resultaban casi ininteligibles. Son un tropel de jóvenes estúpidos y entusiastas que acuden hechizados por el prestigio del filósofo, sin razón ni voluntad, al igual que Ulises por el canto de las sirenas.

—El burgomaestre ha anunciado esta mañana que, de seguir el buen tiempo, en un par de días le podrán dar al fin sepultura. Puede que hoy sea su última oportunidad de verlo...

Hace un par de minutos que el forastero se ha detenido al otro lado de la calle, a unos veinte metros del portal. Desde entonces ha permanecido inmóvil, mirando fijamente la entrada de la casa con aire dubitativo, como si no se atreviera a acercarse más. Al oír la voz justo a su lado, ha vuelto la cabeza con sobresalto. Ha sido un acto reflejo, pues enseguida ha parecido arrepentirse de haber prestado atención a la intromisión de aquel joven y, dándole de nuevo la espalda, regresa a sus cavilaciones. El estudiante apenas ha tenido tiempo de vislumbrar unos ojos pequeños, azules y fríos, bajo el ancha ala del polvoriento sombrero de viaje. La parte inferior del rostro del recién llegado queda oculta por un grueso pañuelo que debe de servirle para protegerse del aire gélido y el polvo de los caminos. Su figura es la de un hombre mayor y cansado que intenta refugiarse bajo el raído abrigo gris. Sus botas gastadas y cubiertas de barro delatan una larga andadura, pero no lleva ninguna bolsa, bulto o maleta, ni el más leve indicio de equipaje. Tal vez ha encontrado ya un lugar donde hospedarse y tras dejar ahí sus bártulos, se ha apresurado a rendir honores sin darse tiempo siquiera a despojarse de sus ropas de viaje. Si es así, se ha tomado muchas molestias para mostrar ahora esta indecisión.

—¿No pensáis entrar? —se ha decidido finalmente a preguntar el estudiante que en un principio se había acercado solo por aburrimiento y que ahora sigue ahí por curiosidad.

—Puede que más tarde... —responde el estrambótico personaje, con evidente desgana y sin tan siquiera volver la vista.

—Pues si yo fuera vos no dejaría pasar mucho tiempo. Ya habéis tenido bastante suerte con encontrar el féretro aún expuesto al público. El entierro se debería haber celebrado hace más de una semana, pero este frío ha obligado a retrasarlo…

El estudiante hace una pausa por si el forastero se anima a responderle, pero este no hace un solo gest

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