Patria

Robert Harris

Fragmento

PRIMERA PARTE

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Martes, 14 de abril de 1964

Yo te juro, Adolf Hitler, como Führer y Canciller
del Reic h de Alemania, lealtad y valentía.

Te juro a ti y a los superiores a quienes tú nombres obediencia hasta la muerte. Dios me ayude.

Juramento de los SS





ensas nubes habían cubierto Berlín durante toda la noche, y todavía se extendían en lo que hacía las

Dveces de amanecer. En el extrarradio occidental de la ciudad, columnas de lluvia, como humo, barrían la superficie del lago Havel.

El cielo y el agua se unían en una masa gris, rota solo por la oscura línea de la orilla opuesta. Allí nada se movía. No se veía luz ninguna.

Xavier March, investigador de homicidios de la Kriminalpolizei de Berlín, la Kripo, salió de su Volkswagen y alzó el rostro a la lluvia. Era un experto en ella. Conocía su olor, su sabor. Era lluvia báltica, del norte, fría y cargada del aroma y la sal del mar. Por un instante retrocedió veinte años y se encontró en la torreta de un submarino, saliendo de Wilhelmshaven, las luces apagadas, en dirección a la oscuridad.

Comprobó su reloj. Eran poco más de las siete de la mañana.

Aparcados en la carretera ante él había otros tres coches. Los ocupantes de dos de ellos dormían en los asientos de los conductores. El tercero era un coche patrulla de la Ordnungspolizei, la Orpo, como la llamaban todos los alemanes. Estaba vacío. A través de su ventanilla abierta, claramente en el aire húmedo, llegaban los chasquidos de la radio, reforzados por un diálogo entrecortado. La luz giratoria de su techo  iluminaba el bosque junto a la carretera: azul-negro, azul-negro, azul-negro.

March buscó a los patrulleros de la Orpo, y los vio junto al lago, a cubierto bajo un goteante abedul. En el barro, a sus pies, brillaba algo pálido. En un tronco cercano estaba sentado un joven con un chándal negro y las insignias de la SS en el bolsillo de su pecho. Estaba encogido, echado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, las manos en las sienes: la viva imagen de la tristeza.

March dio una última calada al cigarrillo y lo tiró. El cigarrillo chisporroteó y murió en la carretera mojada.

Al acercarse, uno de los policías levantó el brazo. —¡Heil Hitler!

March le ignoró y avanzó por la orilla fangosa para inspeccionar el cadáver.

Era el cuerpo de un anciano, frío, gordo, sin pelo y sorprendentemente blanco. Desde lejos, podría haber sido una estatua de alabastro que hubieran arrojado al lodo. Manchado de arena, el cadáver estaba tendido de espaldas, con medio cuerpo fuera del agua, los brazos extendidos, la cabeza echada hacia atrás. Tenía un ojo cerrado, mientras el otro contemplaba bizco el cielo sucio.

—¿Su nombre, Unterwachtmeister? —March tenía la voz suave. Sin apartar los ojos del cadáver, se dirigió al hombre de la Orpo que le había saludado.

—Ratka, Herr Sturmbannführer.

Sturmbannführer era un título de la SS, equivalente en el rango de la Wehrmacht a mayor, y Ratka, a pesar de estar agotado y empapado, parecía ansioso por mostrar respeto. March conocía a los de su clase sin siquiera mirarlos: tres solicitudes pidiendo el traslado a la Kripo, todas rechazadas; una esposa servicial que había producido un equipo de fútbol entero de niños para el Führer; ingresos de doscientos Reichmarks al mes. Una vida vivida en la esperanza.

—Bien, Ratka —dijo March, de nuevo con aquella voz suave—. ¿Cuándo fue descubierto?

 —Hace algo más de una hora, señor. Estábamos al final de nuestro turno, patrullando en Nikolasee. Recibimos la llamada. Prioridad Uno. Llegamos en cinco minutos.

—¿Quién lo encontró?

Ratka señaló con el pulgar por encima de su hombro.

El joven del chándal se puso en pie. No podía tener más de dieciocho años. Tenía el pelo tan corto que el cuero cabelludo sonrosado asomaba a través de su pelo castaño claro. March advirtió cómo evitaba mirar el cadáver.

—¿Su nombre?
—SS-Schütze Hermann Jost, señor. —Hablaba con acento sajón, nervioso, inseguro, ansioso por complacer—. De la academia de formación de Sepp Dietrich en Schlachtensee. —March la conocía: una monstruosidad de hormigón y asfalto construida en los años cincuenta, justo al sur del Havel—. Corro por aquí casi todas las mañanas. Todavía estaba oscuro. Al principio, creí que era un cisne —añadió, indefenso.

Ratka hizo una mueca de desdén. ¡Un cadete de la SS asustado de un viejo muerto! No era extraño que la guerra en los Urales se prolongara eternamente.

—¿Vio a alguien más, Jost? —March hablaba en tono amable, como si fuera tío del muchacho.

—A nadie, señor. Hay una cabina telefónica en la zona de recreo, medio kilómetro más atrás. Llamé, vine aquí y esperé a que llegara la policía. No había ni un alma en la carretera.

March miró de nuevo el cadáver. Estaba muy gordo. Tal vez ciento diez kilos.

—Vamos a sacarlo del agua. —Se volvió hacia la carretera—. Es hora de despertar a nuestras bellas durmientes.

Ratka, agitándose de un lado a otro en medio de la lluvia, sonrió.

Ahora llovía con más fuerza, y el lado de Kladow del lago había desaparecido virtualmente. El agua golpeaba las hojas de los árboles y tamborileaba en los techos de los coches. La lluvia despertaba un fuerte olor a corrupción: tierra rica y ve getación podrida. March tenía el pelo pegado a la cabeza, y el agua le corría por la nuca. No lo advirtió. Para él, cada caso, por rutinario que fuera, contenía (al menos al principio) la promesa de la aventura.

Tenía cuarenta y dos años, y era delgado, el pelo cano y unos ojos fríos y grises que hacían juego con el cielo. Durante la guerra, el Ministerio de Propaganda había inventado un nombre para los hombres de los submarinos: los «lobos grises», y también habría sido un buen nombre para March, en cierto sentido, pues era un detective decidido. Pero no era un lobo por naturaleza, no corría con la manada, confiaba más en su cerebro que en sus músculos, y por eso sus colegas lo llamaban «el zorro».

¡Tiempo de submarinos!

Abrió la puerta del Skoda blanco, y el olor a aire rancio y caliente del coche lo asaltó.

—¡Es de día, Spiedel! —Y sacudió el huesudo hombro del fotógrafo de la policía—. Hora de mojarse.

Spiedel se despertó sobresaltado. Miró a March con mala cara.

La ventanilla del conductor del otro Skoda se bajó mientras March se acercaba.

—Muy bien, March. Muy bien. —Era el cirujano de la SS August Eisler, patólogo de la Kripo, y en su voz había un asomo de dignidad herida—. Ahorre su humor de barracón para quienes sepan apreciarlo.

Se reunieron al borde del agua, todos menos el doctor Eisler, que permaneció aparte, bajo un viejo paraguas negro que no se ofreció a compartir. Spiedel enroscó una bombilla para el flash de su cámara y colocó con cuidado su pie derecho en un terrón de barro. Maldijo cuando el lago le lamió el zapato.

—¡Mierda!

El flash destelló, congelando la escena por un instante: las caras blancas, los hilos plateados de la lluvia, la oscuridad del  bosque. Un cisne se acercó de entre los juncos para ver qué sucedía, y empezó a dar vueltas a unos cuantos metros de distancia.

—Protege su nido —dijo el joven de la SS.
—Quiero otra aquí —señaló March—. Y aquí.

Spiedel volvió a maldecir y sacó el pie goteante del barro. La cámara destelló dos veces más.

March se agachó y agarró el cadáver por debajo de los sobacos. La carne era dura, como goma fría, y resbalaba.

—Ayúdenme.

Los hombres de la Orpo cogieron cada uno un brazo y juntos, gruñendo por el esfuerzo, tiraron hasta sacar el cadáver del agua y colocarlo sobre la hierba mojada. Al enderezarse, March captó la expresión de Jost.

El viejo vestía un bañador azul que le había resbalado hasta las rodillas.

Con el agua congelada, los genitales se habían encogido hasta convertirse en un diminuto amasijo de huevecillos blancos en un nido de negro vello púbico.

Faltaba el pie izquierdo.

Tenía que ser, pensó March. Uno de esos días en que nada era sencillo. Una aventura, desde luego.

—Herr doctor, su opinión, por favor.

Con un suspiro de irritación, Eisler dio un tembloroso paso al frente, y se quitó un guante. La pierna del cadáver terminaba en la pantorrilla. Sin soltar el paraguas, Eisler se inclinó y pasó los dedos por el muñón.

—¿Una hélice? —preguntó March. Había visto sacar cadáveres del agua (desde el Tegler See y el Spree en Berlín al Alster en Hamburgo) que parecían haber sido pasto de carniceros.

—No. —Eisler retiró la mano—. Una vieja amputación. Bastante bien hecha, por cierto.

Golpeó el pecho con el puño. De la boca del cadáver surgió un chorro de agua sucia que borboteó también en la nariz.

 —El rigor mortis está muy avanzado. Lleva muerto doce horas. Tal vez menos.

Volvió a ponerse el guante.

Un motor diesel sonó entre los árboles situados tras ellos. —La ambulancia —dijo Ratka—. Se toman su tiempo. March hizo un gesto a Spiedel.
—Saque otra foto.

Mientras contemplaba el cadáver, March encendió un cigarrillo. Entonces se puso en cuclillas y observó el ojo abierto. Permaneció en esa posición largo rato. La cámara volvió a destellar. El cisne retrocedió, agitó las alas y regresó al centro del lago en busca de comida.

 l cuartel general de la Kripo se encuentra al otro lado de Berlín, a veinticinco minutos en coche del

Havel. March necesitaba tomar declaración a Jost, y se ofreció a llevarlo a su barracón para que se cambiara, pero el joven rehusó: prefería declarar enseguida. Por eso, cuando metieron el cadáver en la ambulancia y lo enviaron a la morgue, partieron en el pequeño Volkswagen de cuatro puertas de March, atravesando el tráfico de la hora punta.

Era una de esas tristes mañanas berlinesas, cuando la famosa llovizna de Berlín no parece acogedora sino simplemente ruda, y la humedad picotea la cara y las manos como un millar de agujas congeladas. En la Postdamer Chaussee, el agua levantada por las ruedas de los coches al pasar obligaba a los pocos peatones a pegarse a los edificios. Al observarlos a través del parabrisas salpicado de lluvia, March imaginó una ciudad de ciegos que palpaban su camino hacia el trabajo.

Todo era muy normal. Más tarde, eso sería lo que más le sorprendería. Era como sufrir un accidente: antes, nada fuera de lo corriente; entonces, el momento, y después, un mundo que cambiaba para siempre. No había nada más rutinario que sacar un cadáver del Havel. Sucedía dos veces al mes: vagabundos y hombres de negocios fracasados, niños intrépidos y adolescentes destrozados por amor; accidentes, suicidios y asesinatos; los desesperados, los tontos, los tristes.



E

El teléfono había sonado en su apartamento de Ansbacher Strasse poco después de las seis y media. La llamada no le despertó. Estaba tendido en la penumbra con los ojos abiertos, escuchando la lluvia. Hacía varios meses que dormía mal.

—¿March? Nos informan que han hallado un cadáver en el Havel. —Era Krause, el oficial de guardia de la Kripo—. Ve y echa un vistazo, hay un buen tipo.

March dijo que no le interesaba.
—El que te interese o no está fuera de lugar.
—No me interesa porque no estoy de servicio —replicó March—. Estuve de servicio anoche, y la semana anterior. —«Y la semana anterior a esa», podría haber añadido—. Es mi día libre. Vuelve a mirar en tu lista.

Se produjo una pausa al otro lado, y entonces Krause regresó, mascullando disculpas.

—Tienes suerte, March. Estaba mirando los turnos de la semana pasada. Puedes volver a dormir. O... —rió— lo que estuvieras haciendo.

Una ráfaga de viento lanzó la lluvia contra la ventana, sacudiendo el cristal.

Había un procedimiento tipo cuando se encontraba un cadáver: un patólogo, un fotógrafo de la policía y un investigador tenían que asistir a la escena al mismo tiempo. Los investigadores seguían un turno rotativo en el cuartel general de la Kripo en Werderscher Markt.

—¿A quién le toca hoy, por cierto?
—A Max Jaeger.

Jaeger. March compartía un despacho con él. Miró su despertador y pensó en la casita en Pankow donde Max vivía con su esposa y sus cuatro hijas; durante la semana, apenas las veía a la hora del desayuno. March, por otro lado, estaba divorciado y vivía solo. Había reservado la tarde para pasarla con su hijo. Pero las largas horas de la mañana se extendían por delante, una mancha blanca. Tal como se sentía, sería bueno tener alguna rutina con que distraerse.

 —Oh, déjalo en paz —dijo—. Yo estoy despierto. Me encargaré de ello.

Eso había sucedido casi dos horas antes. March miró a su pasajero a través del espejo retrovisor. Jost había guardado silencio desde que salieron del Havel. Allí seguía, en el asiento trasero, envarado, contemplando pasar los edificios grises.

En la Puerta de Brandeburgo, un motociclista de la policía los hizo parar.

En mitad de Pariser Platz, una banda de la SA con sus uniformes marrones empapados desfilaba por entre los charcos. A través de las ventanillas cerradas del Volkswagen llegaba el sonido ahogado de los tambores y trompetas, ejecutando una vieja marcha del Partido. Varias docenas de personas se habían congregado ante la Academia de las Artes para contemplarlos, los hombros encogidos contra la lluvia.

Era imposible circular por Berlín en esta época del año sin encontrar un ensayo similar. Dentro de seis días sería el cumpleaños de Adolf Hitler, el Führertag, una fiesta pública, y todas las bandas del Reich desfilarían. Los limpiaparabrisas llevaban el compás como un metrónomo.

—Aquí vemos la prueba definitiva —murmuró March, contemplando la multitud— de que ante la música militar el pueblo alemán se vuelve loco.

Se giró hacia Jost, quien le dirigió una débil sonrisa.

Un estrépito de címbalos terminó la canción. Hubo un puñado de aplausos húmedos. El director de la banda se volvió y saludó. Tras él, los hombres de la SA ya habían empezado a dirigirse a su autobús, medio caminando, medio corriendo. El policía de la motocicleta esperó hasta que la Platz quedó despejada, y luego tocó su silbato. Con una mano enguantada de blanco, los dejó atravesar la Puerta.

El Unter den Linden se extendía ante ellos. Había perdido sus tilos en el 36, talados en un acto de vandalismo oficial en la época de las Olimpiadas de Berlín. En su lugar, a cada lado del paseo, el Gauleiter de la ciudad, Josef Goebbels, había erigido una avenida de columnas de piedra de diez me tros, y sobre cada una de ellas se alzaba un águila del Partido con las alas extendidas. El agua goteaba de sus picos y la punta de sus alas. Era como conducir a través de un cementerio indio.

March redujo la marcha ante el semáforo del cruce de Friedrich Strasse y giró a la derecha. Dos minutos después aparcaban frente al edificio de la Kripo en Werderscher Markt.

Era un sitio feo, una monstruosidad de estilo imperial recargada y manchada de hollín, de seis pisos de altura, situada en la cara sur del Markt. March llevaba diez años viniendo a este lugar, casi los siete días de la semana. Como se quejaba frecuentemente su ex esposa, era más familiar para él que su casa. Dentro, más allá de los centinelas SS y la chirriante puerta giratoria, un tablón anunciaba el estado actual de alarma antiterrorista. Había cuatro códigos, en orden ascendente de peligrosidad: verde, azul, negro y rojo. Hoy, como siempre, la alerta era roja.

Dos guardias en una cabina de cristal los observaron mientras entraban en el vestíbulo. March mostró su identificación e hizo pasar a Jost.

El Markt estaba más bullicioso que de costumbre. El trabajo siempre se triplicaba la semana antes del Führertag. Las secretarias, cargadas con cajas de archivos, hacían repicar sus altos tacones sobre el suelo de mármol. El aire olía a abrigos mojados y a abrillantador de suelos. Grupos de oficinistas vestidos con el verde Orpo y el negro Kripo susurraban sobre algún crimen. Sobre sus cabezas, desde extremos opuestos del vestíbulo, los bustos coronados del Führer y el jefe del Ministerio de Seguridad del Reich, Reinhard Heydrich, se miraban mutuamente con ojos carentes de expresión.

March descorrió la rejilla metálica del ascensor e hizo pasar a Jost.

Las fuerzas de seguridad que controlaba Heydrich estaban divididas en tres. En el escalón más bajo se hallaba la Orpo, la policía corriente. Recogían a los borrachos, reco rrían las autobahnen, ponían las multas, hacían los arrestos, combatían los fuegos, patrullaban los ferrocarriles y los aeropuertos, respondían las llamadas de emergencia, pescaban cadáveres en los lagos...

En la escala superior estaba la Sipo, la policía de seguridad. La Sipo abarcaba a la Gestapo y a la propia fuerza de seguridad del Partido, la SD. Su cuartel general se hallaba en un sombrío complejo alrededor de Prinz-Albrecht Strasse, a un kilómetro al sureste del Markt. Se encargaban del terrorismo, la subversión, el contraespionaje y los «crímenes contra el Estado». Tenían la oreja metida en todas las fábricas y escuelas, hospitales y oficinas; en cada ciudad, en cada pueblo, en cada calle. Un cadáver en un lago solo era asunto de la Sipo si pertenecía a un terrorista o a un traidor.

Y en algún lugar entre las dos, estaba la Kripo, el V Departamento del Ministerio de Seguridad del Reich. Investigaban los crímenes, desde el robo con escalo a los atracos a bancos, asaltos violentos, violación y matrimonios mixtos, hasta asesinatos. Los cadáveres de los lagos, quiénes eran y cómo habían llegado allí, eran asunto de la Kripo.

El ascensor se detuvo en la segunda planta. El pasillo estaba iluminado como un acuario. La débil luz de neón se reflejaba en el verde linóleo y las paredes encaladas del mismo color. Había el mismo olor a abrillantador que en el vestíbulo, pero aquí estaba sazonado con el desinfectante de los lavabos y el humo rancio de los cigarrillos. Veinte puertas de cristal esmerilado franqueaban el pasillo, algunas entornadas. Eran las oficinas de los investigadores. De una de ellas llegaba el sonido de un dedo solitario escribiendo a máquina; en otra, un teléfono sonaba sin que lo atendiera nadie.

—El «centro neurálgico de la incesante guerra contra los criminales enemigos del Nacionalsocialismo» —dijo March, citando un titular reciente del periódico del Partido, el Völkischer Beobachter. Hizo una pausa, y como viera que Jost continuaba con su gesto inexpresivo, explicó—: Un chiste.

—¿Cómo dice?

 —Olvídelo.

Abrió una puerta y encendió la luz. Su oficina era poco más que una alacena sombría, una celda donde una ventana solitaria daba a un patio de ladrillos ennegrecidos. Una pared tenía estanterías: viejos volúmenes encuadernados de estatutos y decretos, un manual de ciencia forense, un diccionario, un atlas, un callejero de Berlín, guías telefónicas, cajas de archivos con etiquetas pegadas, «Braune», «Hundt», «Stark», «Zadek», cada una de ellas una lápida burocrática en memoria de alguna víctima largamente olvidada. Otra pared de la oficina estaba ocupada por cuatro archivadores. Encima de uno de ellos había una enredadera que dos años antes había dejado allí una secretaria de mediana edad en el momento culminante de su pasión muda y no correspondida por Xavier March. Ahora estaba muerta. Ese era todo el mobiliario, aparte de dos escritorios de madera unidos bajo la ventana. Uno era de March; el otro pertenecía a Max Jaeger.

March colgó su gabardina en una percha situada junto a la puerta. Prefería no llevar uniforme cuando podía evitarlo, y esa mañana había usado la tormenta como excusa para vestirse con pantalones grises y un grueso jersey azul. Acercó a Jost la silla de Jaeger.

—Siéntese. ¿Café?
—Gracias.

Había una máquina en el pasillo.
—Tenemos las jodidas fotografías. ¿Puedes creerlo? Mira esto.

Al otro lado del pasillo March pudo oír la voz de Fiebes, del VB3, la división de crímenes sexuales, proclamando su último éxito.

—Su doncella las sacó. Mira, se ve hasta el último pelo. La chica debería hacerse profesional.

¿Qué podía ser? March dio un golpecito a la máquina de café y esta escupió un vaso de plástico. La esposa de algún oficial, supuso, y un obrero polaco que el Gobierno General habría enviado para trabajar en el jardín. Normalmente era  un polaco, un polaco triste y soñador, que enternecía el corazón de una esposa cuyo marido estaba siempre en el frente. Al parecer había sido fotografiada en flagrante por alguna chica celosa del Bund deustscher Mädel, ansiosa por complacer a las autoridades. Era un crimen sexual, como lo definía el Acta de Contaminación de Razas de 1935.

Le dio otro golpe a la máquina.

Habría una audiencia en el Tribunal del Pueblo, salazmente grabada por Der Stürmer como advertencia para otros. Dos años en Ravensbrück para la esposa. Degradación y vergüenza para el marido. Veinticinco años para el polaco, si tenía suerte; la muerte, si no la tenía.

—¡Coño! —Una voz masculina murmuró algo y Fiebes, un inspector cincuentón cuya esposa se había fugado con un instructor de esquí de la SS diez años antes, soltó una carcajada. March, con una taza de café solo en cada mano, regresó a su oficina y cerró la puerta tras de sí con el pie.

Reichskriminalpolizei Werderscher Markt 5/6

Berlín

DECLARACIÓN TESTIGO

Me llamo Hermann Friedrich Jost. Nací el 23-2-45 en Dresde. Soy cadete en la Academia Sepp Dietrich, en Berlín. A las 05.30 de esta mañana, salí a correr como de costumbre. Prefiero correr solo. Mi ruta normal me lleva al oeste a través del bosque Grunewald hasta el Havel, al norte por la orilla del lago hasta el restaurante Linderwerder, y luego al sur hasta los barracones de Schlachtensee. A trescientos metros al norte de la calzada de Schwanenwerder, vi un objeto en el agua, al borde del lago. Era el cadáver de un hombre. Corrí a un teléfono situado a medio kilómetro e informé a la policía. Volví junto al cadáver y esperé la llegada de las autoridades. Durante todo este tiempo llovía con fuerza y no vi a nadie.



Hago esta declaración por mi propia voluntad y en presencia del investigador de la Kripo Xavier March.

March se arrellanó en su asiento y estudió al joven mientras firmaba su declaración. No había arrugas en su rostro. Era tan suave y sonrosado como el de un bebé, con un brote de acné alrededor de la boca y una sombra de vello rubio en el labio superior. March dudaba de que se afeitara.

—¿Por qué corre solo?

Jost le entregó la declaración.
—Me permite pensar. Es bueno estar solo una vez al día. No sucede a menudo en los barracones.

—¿Cuánto tiempo hace que es cadete?
—Tres meses.
—¿Le gusta?
—¿Que si me gusta? —Jost volvió el rostro hacia la ventana—. Acababa de empezar a estudiar en la Universidad de Göttingen cuando me llamaron. Digamos que no fue el día más feliz de mi vida.

—¿Qué estudiaba?
—Literatura.
—¿Alemana?
—¿La hay de otro tipo? —Jost le dirigió una de sus sonrisas acuosas—. Espero volver a la universidad cuando haya servido mis tres años. Quiero ser maestro; escritor. No soldado.

March revisó la declaración.
—Si es tan antimilitarista, ¿qué está haciendo en la SS? Adivinó la respuesta.
—Mi padre. Fue miembro fundador del Leibstandarte Adolf Hitler. Ya sabe: soy su único hijo; era su deseo más ferviente.

—Debe de odiarlo.

Jost se encogió de hombros.

 —Sobrevivo. Y me han dicho, extraoficialmente, por supuesto, que no tendré que ir al frente. Necesitan un ayudante en la escuela de oficiales de Bad Tolz para dar un curso sobre la degeneración de la literatura americana. Eso parece más mi estilo: la degeneración. —Se arriesgó a ofrecer otra sonrisa—. Tal vez me convierta en un experto en la materia.

March se echó a reír y volvió a mirar la declaración. Había algo que no encajaba, y entonces lo vio.

—Sin duda lo hará. —Apartó la declaración y se puso en pie—. Le deseo suerte en la enseñanza.

—¿Puedo irme?
—Por supuesto.

Con expresión aliviada, Jost se incorporó. March agarró el pomo de la puerta.

—Una cosa. —Se volvió y miró a los ojos al joven cadete de la SS—. ¿Por qué me está mintiendo?

Jost echó la cabeza atrás.
—¿Qué...?
—Dice que salió de los barracones a las cinco y treinta. Llama a la policía a las seis y cinco. Schwanenwerder está a tres kilómetros de los barracones. Está usted en forma: corre todos los días. No se entretiene: llueve mucho. A menos que de pronto se pusiera a cojear, debió de llegar al lago bastante antes de las seis. Así que en su declaración tenemos... ¿cuánto? Veinte minutos sin explicar de treinta y cinco. ¿Qué estuvo haciendo, Jost?

El joven pareció aturdido.
—Tal vez salí de los barracones más tarde. O hice primero un par de circuitos en la pista...

—Tal vez, tal vez... —March sacudió tristemente la cabeza—. Son hechos que pueden ser comprobados, y, se lo advierto, las cosas se pondrán duras para usted si tengo que descubrir la verdad y presentársela en vez de lo contrario. Es homosexual, ¿no es cierto?

—¡Herr Sturmbannführer! Por el amor de Dios... March colocó las manos sobre los hombros de Jost.

 —No me importa. Tal vez corre solo por las mañanas para así poder encontrarse con algún amigo en el Grunewald durante veinte minutos. Es asunto suyo. No es ningún crimen para mí. Lo único que me interesa es el cadáver. ¿Vio algo? ¿Qué hizo realmente?

Jost sacudió la cabeza.
—Nada. Lo juro. —Las lágrimas asomaban a sus ojos anchos y claros.

—Muy bien. —March lo soltó—. Espere abajo. Me encargaré de que lo lleven de vuelta a Schlachntensee. —Abrió la puerta—. Recuerde lo que he dicho: será mejor que me cuente la verdad ahora y no esperar a que yo la averigüe por mi cuenta más tarde.

Jost vaciló, y por un momento March pensó que iba a decir algo, pero entonces salió al pasillo y se marchó.

March llamó al garaje del sótano y pidió un coche. Colgó y contempló a través de la ventana la sucia pared de enfrente. El ladrillo negro brillaba bajo la película de agua de lluvia que resbalaba desde los pisos superiores. ¿Había sido demasiado duro con el muchacho? Probablemente. Pero a veces la verdad solo podía ser emboscada, tomada por sorpresa en un ataque. ¿Estaba mintiendo Jost? Desde luego. Pero si era homosexual, no podía permitirse el no hacerlo: todos los que eran declarados culpables de «actos anticomunidad» iban directamente a un campo de trabajo. Los hombres de la SS arrestados por homosexualidad eran enviados a batallones de castigo en el Frente Oriental. Pocos regresaban.

March había visto a un puñado de jóvenes como Jost el año anterior. Había más cada día. Se rebelaban contra sus padres. Cuestionaban el Estado. Escuchaban emisoras americanas. Hacían circular copias toscamente impresas de libros prohibidos: Günter Grass y Graham Greene, George Orwell y J. D. Salinger. Principalmente, protestaban contra la guerra, la lucha interminable contra las guerrillas soviéticas respaldadas por los americanos que ardía al este de los Urales desde hacía veinte años.



De pronto, se sintió avergonzado por la forma en que había tratado a Jost, y pensó en bajar a pedirle disculpas. Pero entonces decidió, como siempre, que primero estaba su deber hacia el muerto. Su penitencia por el trato de esta mañana sería poner nombre al cadáver del lago.

La Sala de Guardia de la Kriminalpolizei de Berlín ocupa la mayor parte de la tercera planta de Werderscher Markt. March subió los escalones de dos en dos. En la entrada, un guardia armado con una metralleta le exigió el pase. La puerta se abrió con un chasquido de cerrojos electrónicos.

Un mapa iluminado de Berlín abarca la mitad de la pared del fondo. Una galaxia de estrellas, anaranjadas en la penumbra, marca las ciento veintidós comisarías de policía de la ciudad. A su izquierda hay un segundo mapa, aún más grande, que muestra todo el Reich. Luces rojas indican las ciudades que son lo bastante grandes para contar con sus propias divisiones de la Kripo. El centro de Europa brilla en escarlata. Hacia el este, las luces se hacen gradualmente más débiles hasta que, más allá de Moscú, solo aparecen unas cuantas chispas aisladas que parpadean como fuegos de campamento en la negrura. Es un planetario del crimen.

Krause, el oficial de guardia de la Gau berlinesa, estaba sentado en una plataforma alzada bajo los mapas. Hablaba por teléfono y saludó a March con la mano. Ante él, una docena de mujeres ataviadas con camisas blancas se hallaban sentadas en particiones de cristal, todas luciendo auriculares y un micrófono incorporado. ¡Lo que debían de oír! Un sargento de una división Panzer vuelve a casa tras una gira por oriente. Tras una cena familiar, saca su pistola, dispara a su esposa y a cada uno de sus tres hijos. Luego esparce su cráneo por el techo. Una vecina histérica llama a la policía. Y la noticia llega aquí, es controlada, evaluada, reducida, antes de ser transmitida abajo, al pasillo de linóleo verde resquebrajado con su olor rancio a humo de cigarrillos.



Tras el oficial de guardia, una secretaria uniformada y con rostro agrio anotaba las entradas en la tabla de incidentes nocturnos. Había cuatro columnas: crimen (grave), crimen (violento), incidentes, fatalidades. Cada categoría estaba dividida en cuatro apartados: tiempo de la información, fuente de la información, detalles del informe, acción emprendida. Una noche media de muerte en la ciudad más grande del mundo, con su población de diez millones de habitantes, era reducida a jeroglíficos en unos pocos metros cuadrados de plástico blanco.

Se habían producido dieciocho muertes desde las diez de la noche anterior. El peor incidente —1H 2D 4K— eran tres adultos y cuatro niños muertos en accidente de coche en Pankow después de las once. No se había emprendido ninguna acción; de eso podría encargarse la Orpo. Una familia calcinada en un incendio en Kreuzberg, un apuñalamiento en un bar de Wedding, una mujer apaleada hasta la muerte en Spandau. El caso de March era el último de la lista: 06.07 [O] (eso significaba que la notificación había venido de la Orpo) 1H Havel/March. La secretaria dio un paso atrás y cerró su bolígrafo con un agudo clic.

Krause había terminado de hablar por teléfono y parecía a la defensiva.

—Lo siento de veras, March.
—Olvídalo. Quiero la lista de desaparecidos. Zona de Berlín. Digamos de las últimas cuarenta y ocho horas.

—No hay problema. —Krause pareció aliviado y se giró en su silla hacia la mujer de rostro amargado—. Ya ha oído al investigador, Helga. Compruebe si ha llegado algo en la última hora. —Se volvió hacia March, los ojos enrojecidos por la falta de sueño—. Tendría que haberme marchado hace una hora. Pero en cuanto aparece un problema... ya sabes cómo es.

March contempló el mapa de Berlín. La mayor parte era una gris telaraña de calles. Pero a la izquierda había dos manchas de color: el verde del bosque de Grunewald y, al  lado, el lago azul del Havel. Encogida en el lago, con forma de feto, había una isla, unida a la orilla por un fino camino umbilical.

Schwanenwerder.
—¿Tiene todavía Goebbels una casa allí?

Krause asintió.
—Y los demás.

Era una de las direcciones más de moda de Berlín, prácticamente una instalación del Gobierno. Unas cuantas docenas de grandes casas apartadas de la carretera. Un centinela en la entrada del camino. Un buen lugar para la intimidad, para la seguridad, para contemplar el bosque y mantener reuniones privadas; un mal lugar para descubrir un cadáver. El cuerpo había aparecido a menos de trescientos metros de distancia.

—La Orpo local la llama «la carrera del faisán» —le dijo Krause.

March sonrió: «faisán dorado» era el argot callejero para los líderes del Partido.

—No es bueno dejar un paquete demasiado tiempo en esa puerta.

Helga regresó.
—Las personas desaparecidas desde el domingo y todavía sin hallar —informó. Tendió a Krause una larga lista de nombres impresos, y este la pasó a March después de echarle un vistazo.

—Hay suficientes para mantenerte muy ocupado. —Pareció encontrarlo algo divertido—. Tendrías que dársela a ese gordo amigo tuyo, Jaeger. Él es quien debía encargarse de este asunto, ¿recuerdas?

—Gracias. Al menos, empezaré.

Krause sacudió la cabeza.
—Trabajas el doble que los demás. No obtienes ningún ascenso. Cobras una miseria. ¿Estás loco o qué?

March había enrollado la lista de personas desaparecidas. Se inclinó hacia delante y golpeó con ella levemente a Krause en el pecho.

 —Te olvidas de ti mismo, camarada —le dijo—. Arbeit macht frei.

El eslogan de los campos de trabajo. El trabajo te hace libre.

Se volvió y se abrió paso entre las filas de telefonistas.

Tras él, pudo oír a Krause hablando con Helga.

—¿Ves lo que quiero decir? ¿Qué clase de chiste es ese?

March regresó a su oficina justo cuando Max Jaeger colgaba su abrigo.

—¡Zavi! —Jaeger abrió los brazos—. Recibí un mensaje de la Sala de Guardia. ¿Qué puedo decir? —Llevaba el uniforme de Sturmbannführer de la SS. La guerrera negra todavía mostraba rastros de su desayuno.

—Achácalo a mi dulce corazón —repuso March—. Y no te excites demasiado. No había nada en el cadáver que lo identificara y hay cien personas desaparecidas en Berlín desde el domingo. Tardaremos horas en repasar la lista. Y le he prometido a mi hijo que saldríamos esta tarde, así que te encargas tú solo.

Encendió un cigarrillo y explicó los detalles; la localización, el pie que faltaba, sus sospechas sobre Jost. Jaeger lo escuchó, gruñendo de vez en cuando. Era un hombretón desaliñado y bamboleante, de dos metros de altura, con torpes manos y pies. Tenía cincuenta años, casi diez más que March, pero habían compartido la oficina desde 1959 y a veces trabajaban en equipo. Los colegas de Werderscher Markt hacían chistes sobre ambos a sus espaldas: el Zorro y el Oso. Y tal vez había algo en ellos similar a una pareja de viejos casados, por la forma en que se trataban y cubrían mutuamente.

—Esta es la lista de desaparecidos. —March se sentó en su escritorio y la desenrolló: nombres, fechas de nacimiento, horas de desaparición, direcciones de informadores. Jaeger se asomó por encima de su hombro. Fumaba cigarros gruesos y su uniforme apestaba a ellos—. Según el buen doctor Eisler,  nuestro hombre murió probablemente después de las seis de la tarde de ayer, así que es posible que nadie lo echara de menos hasta las siete o las ocho como muy pronto. Puede que todavía estén esperando a ver si aparece esta mañana. Así que tal vez ni siquiera esté en la lista. Pero tenemos que considerar otras dos posibilidades, ¿no? Una: desapareció algún tiempo antes de morir. Dos... y los dos sabemos por experiencia que no es imposible, Eisler la ha cagado en la hora de la muerte.

—Ese tipo no sirve ni para veterinario —dijo Jaeger. March contó rápidamente.
—Ciento dos nombres. Yo diría que nuestro hombre tenía sesenta años.

—Será mejor considerar cincuenta, para asegurarnos. Doce horas en remojo y nadie tiene buen aspecto.

—Cierto. Así que excluimos de la lista a todos los nacidos después de 1914. Eso debe dejarla reducida a una docena de nombres. La identificación no podría ser más fácil: ¿le faltaba un pie al abuelo? —March dobló la hoja, la rasgó en dos, y tendió una mitad a Jaeger—. ¿Cuáles son las comisarías de la Orpo alrededor del Havel?

—Nikolassee —dijo Max—. Wannsee. Kladow. Gatow. Pichelsdorf... pero esta tal vez esté demasiado al norte.

Durante la siguiente media hora, March llamó a todas, incluyendo Pichelsdorf, para ver si habían encontrado ropas o si algún vagabundo local encajaba con la descripción del hombre del lago. Nada. Volvió su atención hacia su mitad de la lista. A las once y media había agotado todos los nombres posibles. Se levantó y se desperezó.

—Don Nadie.

Jaeger había terminado de hacer sus llamadas media hora antes y estaba asomado a la ventana, fumando.

—Un tipo popular, ¿eh? Hace que incluso tú parezcas querido. —Se sacó el cigarro de la boca y se quitó algunas hebras de tabaco de la lengua—. Voy a ver si la Sala de Guardia ha recibido algún nombre más. Déjamelo a mí. Pásatelo bien con Pili.



El servicio de últimas horas de la mañana había terminado en la fea iglesia situada frente al cuartel general de la Kripo. March se encontraba al otro lado de la calle y observó al sacerdote, con un grueso impermeable sobre su hábito, cerrar la puerta. La religión era oficialmente desaconsejada en Alemania. March se preguntó cuántos creyentes habían desafiado a los espías de la Gestapo al asistir a la misa. ¿Media docena? El sacerdote guardó la pesada llave de hierro en su bolsillo y se dio la vuelta. Vio a March mirándolo, y de inmediato retrocedió, la mirada gacha, como un hombre capturado en medio de una transacción ilegal. March se abotonó la gabardina y lo siguió en la sucia mañana berlinesa.

 a construcción del Arco de Triunfo comenzó en 1946 y el trabajo fue terminado a tiempo para el

Día del Despertar Nacional de 1950. La inspiración del diseño fue del Führer y está basada en dibujos originales hechos por él durante los Años de Lucha.

Los pasajeros del autobús turístico (al menos los que podían comprender) digirieron esta información. Se levantaron de sus asientos o se asomaron al pasillo para poder ver mejor. Xavier March, situado en la mitad del autobús, levantó a su hijo en su regazo. La guía, una mujer de mediana edad vestida con el verde oscuro del Ministerio de Turismo del Reich, se encontraba al frente, con los pies separados, de espaldas al parabrisas. El resfriado hacía que su voz sonara pastosa a través de los altavoces.

—El arco está construido en granito y tiene dos millones trescientos sesenta y cinco mil seiscientos ochenta y cinco metros cúbicos. —Estornudó—. El Arco de Triunfo de París cabría en él cuarenta y nueve veces.

Por un momento, el arco se alzó sobre ellos. Entonces, de repente, lo atravesaron; un inmenso túnel de piedra más grande que un campo de fútbol, más alto que un edificio de quince pisos, con el techo abovedado de una catedral. Los faros y luces traseras de ocho carriles de tráfico bailaban en la penumbra de la tarde.



L —El arco tiene una altura de ciento dieciocho metros. Tiene ciento sesenta y ocho metros de ancho y una profundidad de ciento diecinueve metros. En las paredes internas están grabados los nombres de los tres millones de soldados que cayeron en la defensa de la Patria en las guerras de 1914 a 1918 y de 1939 a 1946.

Volvió a estornudar. Los pasajeros volvieron diligentemente el cuello para ver la Lista de los Caídos. Eran un grupo mixto. Un puñado de japoneses, cargados de cámaras; una pareja americana con una niña de la edad de Pili; algunos colonos alemanes, de Ostland o de Ucrania, que habían venido a Berlín para el Führertag. March apartó la mirada mientras pasaban junto a la Lista de los Caídos. En alguna parte estaban los nombres de su padre y sus dos abuelos. Mantuvo los ojos en la guía. Cuando ella pensó que no la miraba nadie, se dio la vuelta y se secó rápidamente la nariz en la manga. El autobús volvió a salir a la lluvia.

—Tras dejar el arco entramos en la sección central de la avenida de la Victoria. La avenida fue diseñada por el ministro del Reich Albert Speer y fue terminada en 1957. Tiene ciento veintitrés metros de ancho y cinco coma seis kilómetros de longitud. Es más ancha y dos veces y medio más larga que los Campos Elíseos de París.

Más alto, más largo, más grande, más amplio, más caro... Incluso en la victoria, pensó March, Alemania tenía complejo de inferioridad. Nada destaca por sí mismo. Todo ha de ser comparado con lo que tienen los extranjeros...

—La vista desde este punto a lo largo de la avenida de la Victoria es considerada una de las maravillas del mundo.

—Una de las maravillas del mundo —repitió Pili, en un susurro.

Y lo era, sobre todo en un día como ese. Abarrotada de tráfico, la avenida se extendía ante ellos, flanqueada a cada lado por las paredes de cristal y granito de los nuevos edificios de Speer: ministerios, oficinas, grandes almacenes, cines, bloques de apartamentos. Al fondo de este río de luz, alzán dose gris como un barco de guerra entre la lluvia, se encontraba el Gran Salón del Reich, con su cúpula medio cubierta por las nubes bajas.

Del grupo surgieron murmullos de apreciación.
—Es como una montaña —dijo la mujer sentada detrás de March. Iba con su marido y cuatro niños. Probablemente habían planeado este viaje durante todo el invierno. Un folleto del Ministerio de Turismo y un sueño de abril en Berlín: comodidades para calentarlos en las noches heladas y sin luna de Minsk o Kiev, a mil kilómetros de casa. ¿Cómo habían llegado allí? Una excursión en grupo organizada por Fuerza-através-de-la-Alegría, tal vez: dos horas en un reactor Junkers con una parada en Varsovia. O quizá un viaje de tres días en el Volkswagen de la familia por la autobahn Berlín-Moscú.

Pili se libró de su padre y se dirigió dando tumbos a la parte delantera del autobús. March se agarró la nariz con el pulgar y el índice, un hábito nervioso que había desarrollado (¿cuándo?) en el servicio en el submarino, suponía, cuando los torpedos de los barcos de guerra británicos sonaban tan cerca que el casco se estremecía y uno nunca sabía si la siguiente carga de profundidad sería la última. Lo habían declarado incapacitado para la marina en 1948, bajo la sospecha de neurosis de guerra, y pasó un año recuperándose. Luego, a falta de otra cosa mejor que hacer, se enroló en Wilhelmshaven como teniente en la Marine-Küstenpolizei, la policía costera. Ese año se casó con Klara Eckart, una enfermera que había conocido en la clínica. En 1952, se enroló en la Kripo de Hamburgo. En 1954, con Klara embarazada y el matrimonio hecho ya pedazos, fue destinado a Berlín. Paul (Pili) había nacido hacía exactamente diez años y un mes.

¿Qué había salido mal? No le echaba la culpa a Klara. Ella no había cambiado. Siempre había sido una mujer fuerte que quería ciertas cosas simples de la vida: casa, familia, amigos, aceptación. Pero March sí había cambiado. Después de diez años en la marina y doce meses virtualmente en aislamiento, había desembarcado en un mundo que apenas reco nocía. Mientras iba al trabajo, veía la televisión, comía con los amigos, incluso (Dios lo ayudara) dormía junto a su esposa, a veces se imaginaba a bordo del submarino, navegando bajo la superficie de la vida cotidiana, solitario, en guardia.

Había recogido a Pili al mediodía en casa de Klara, una casita en un cansino barrio de posguerra en Lichtenrade, al sur de la ciudad. Aparcó en la calle, tocó dos veces el claxon, esperó a que se agitara la cortina del recibidor. Era la rutina que habían desarrollado, sin hablarlo, desde su divorcio cinco años antes: un medio de evitar encuentros embarazosos, un ritual que ejecutar un domingo de cada cuatro, si lo permitía el trabajo, bajo las estrictas previsiones del Acta de Matrimonios del Reich. Era raro que viera a su hijo un martes, pero estaba de vacaciones; desde 1959, los niños tenían una semana libre por el cumpleaños del Führer en vez de por Pascua.

La puerta se abrió y apareció Pili, como un tímido actor infantil empujado al escenario contra su voluntad. Llevaba su nuevo uniforme de Pimpf (camisa blanca y pantalones cortos azul marino), y subió al coche sin decir palabra. March le dio un torpe abrazo.

—Estás muy guapo. ¿Cómo va el colegio?
—Muy bien.
—¿Y tu madre?

El niño se encogió de hombros.
—¿Qué te gustaría hacer?

Volvió a encogerse de hombros.

Almorzaron en Budapester Strasse, frente al zoo, en un sitio moderno con asientos de vinilo y una mesa con tapa de plástico: padre e hijo, uno cerveza y salchichas y el otro zumo de manzana y hamburguesa. Hablaron sobre el Pimpf y Pili se animó. Hasta que no se era un Pimpf no se era nada, «una criatura sin uniforme que nunca ha participado en una reunión de grupo o una marcha». El acceso era permitido a partir de los diez años, y se permanecía allí hasta cumplir los catorce, en que uno pasaba a las Juventudes Hitlerianas.

 —Fui el mejor en la prueba de iniciación.
—Buen chico.
—Hay que correr sesenta metros en doce segundos —dijo Pili—. Hacer salto de longitud y lanzamiento de peso. Hay una marcha de día y medio. Y un examen escrito. Filosofía del Partido. Y hay que recitar el Horst Wessel Lied.

Por un momento, March pensó que iba a cantar. Le interrumpió apresuradamente.

—¿Y tu daga?

Pili rebuscó en su bolsillo, con una arruga de concentración en la frente. Cuán parecido a su madre, pensó March. Los mismos anchos pómulos y la boca gruesa, los mismos ojos marrones serios, muy separados. Pili depositó cuidadosamente la daga sobre la mesa. March la cogió. Le recordó el día en que recibiera la suya propia... ¿Cuándo fue? ¿En el 34? La excitación de un niño que cree que ha sido admitido en una compañía de hombres. Le dio la vuelta y la esvástica del mango resplandeció bajo la luz. La sopesó y luego se la devolvió a su hijo.

—Estoy orgulloso de ti —mintió—. ¿Qué quieres hacer? Podemos ir al cine. O al zoo.

—Quiero ir en el autobús.
—Pero si hicimos eso la última vez. Y la anterior. —No me importa. Quiero ir en el autobús.

El Gran Salón del Reich es el edificio más grande del mundo. Se alza más de un cuarto de kilómetro, y algunos días, como por ejemplo hoy, la cima de su cúpula se pierde de vista. La cúpula en sí tiene ciento cuarenta metros de diámetro, y es dieciséis veces superior a la basílica de San Pedro de Roma.

Habían llegado a la parte superior de la avenida de la Victoria, y entraban en Adolf Hitler Platz. A la izquierda, la plaza estaba rodeada por el cuartel general del Alto Mando de la Wehrmacht, y a la derecha, por la nueva Cancillería del Reich y el Palacio del Führer. Delante se encontraba el enorme edi ficio. Su tono gris se había disuelto, pues la distancia había disminuido. Ahora podían ver lo que les decía la guía: que los pilares que soportaban el frontal eran de granito rojo, traído de las minas de Suecia, y que estaba flanqueado a cada lado por estatuas de Atlas y Tellus, que cargaban sobre sus hombros esferas que mostraban los cielos y la tierra.

—El Gran Salón es usado solamente para las ceremonias más solemnes del Reich alemán, y tiene capacidad para ciento ochenta mil personas. Un fenómeno interesante e imprevisto: el aliento de todo este número de seres humanos se eleva hasta la cúpula y forma nubes, se condensa y cae en forma de lluvia. El Gran Salón es el único edificio del mundo que genera su propio clima...

March lo había oído todo antes. Miró por la ventanilla y vio el cadáver en el barro. ¡Iba en bañador! ¿En qué pensaba el viejo, en nadar un lunes por la noche? Nubes negras habían cubierto Berlín desde últimas horas de la tarde. Cuando la tormenta estalló por fin, la lluvia cayó a chorros, inundando calles y tejados, ahogando los truenos. ¿Suicidio, tal vez? «Piénsalo. Se interna en el frío lago, se dirige al centro, surca las aguas en la negrura, contempla los rayos sobre los árboles, espera a que el cansancio haga el resto...»

Pili había regresado a su asiento y daba saltos, lleno de excitación.

—¿Vamos a ver al Führer, papá?

La visión se evaporó y March se sintió culpable. Este tipo de ensoñación diurna era de lo que solía quejarse Klara: «Incluso cuando estás aquí, no estás aquí realmente...» —No lo creo —dijo.
—A la derecha está la Cancillería del Reich y residencia del Führer —continuó la guía—. Su fachada total mide exactamente setecientos metros, superando en cien la fachada del palacio de Luis XIV en Versalles.

La Cancillería fue apareciendo lentamente a la vez que el autobús pasaba: pilares de mármol y mosaicos rojos, leones de bronce, siluetas doradas, escritura gótica, un edificio que  era todo un dragón chino, dormido a un lado de la plaza. Una guardia de honor de la SS, formada por cuatro hombres, permanecía alerta bajo una bandera con la esvástica. No había ventanas, pero en el muro, a cinco pisos de altura, se encontraba el balcón desde donde el Führer se mostraba en las ocasiones en que un millón de personas se congregaba en la Platz. Había una docena de turistas, incluso ahora, embobados en la contemplación de los postigos cerrados, pálidos de expectación, esperando...

March miró a su hijo. Pili estaba transfigurado, y agarraba la pequeña daga que tenía en la mano como si fuera un crucifijo.

El autobús los dejó en el punto de recogida ante la estación de ferrocarril Berlín-Gotenland. Eran poco más de las cinco, y los últimos vestigios de luz natural desaparecían. El día renunciaba, disgustado.

La entrada a la estación escupía gente: soldados con macutos paseando con novias y esposas, trabajadores extranjeros con maletas de cartón y bultos atados con cuerdas, colonos que volvían después de dos días de viaje desde las estepas y contemplaban asombrados las luces y

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