La niña de los embustes, Teresa de Manzanares (Los mejores clásicos)

Alonso de Castillo Solórzano

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

1. PERFILES DE LA ÉPOCA

Cuando en 1632 se publica La niña de los embustes, España es todavía una gran potencia, pero cada vez más insistentemente amenazada por diversos flancos. La Europa que conoce Alonso de Castillo Solórzano es la de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), conflicto internacional que viene a sumarse al enfrentamiento con Holanda, reanudado en 1621, tras expirar la tregua firmada en el reinado de Felipe III. A estos dos frentes abiertos se les añade, primero, la guerra declarada por Francia en 1635, y poco después las rebeliones de Cataluña y Portugal, en 1640. Esta serie de guerras condicionan negativamente el reinado de Felipe IV, y permiten comprender por qué el siglo XVII suele relacionarse con la crisis y la decadencia de la Monarquía Hispánica.

Tanto la defensa de los territorios ultramarinos, constantemente hostigados por los holandeses, como la de las plazas europeas, obligaban a un esfuerzo militar continuado, que constituía una sangría económica para los vasallos de la Monarquía, y un arduo problema para los Austrias menores y sus validos. Por esta razón se esperaba siempre con impaciencia la llegada de la flota de Indias a Sevilla —como recoge nuestra novela—, con los metales preciosos que contribuían a paliar el endeudamiento de la Monarquía con los prestamistas genoveses y portugueses. Y por ello también el Conde Duque de Olivares intentó poner en marcha, con el Decreto de la Unión de Armas, un sistema que obligara a contribuir a los diversos territorios, con hombres y dinero, en los gastos de defensa de la Monarquía. El fracaso del proyecto no hizo más que agravar dificultades ya latentes, desangrando a la población en los frentes catalán y portugués, aumentando el gasto bélico y confirmando el declive político.

Con estos problemas militares y económicos como telón de fondo, la sociedad española de la primera mitad del siglo XVII padece una crisis derivada de ellos, y también de vicios estructurales anteriores, como una mala asimilación de la riqueza procedente de las Indias, una desigual distribución del trabajo y una fuerte incidencia de los estatutos de limpieza de sangre para acceder a cargos de importancia. Esta crisis social es el caldo de cultivo para el nacimiento de la novela picaresca que, con el Lazarillo de Tormes, primero, y con el Guzmán de Alfarache, después, denunciaba los conflictos políticos, económicos, sociales y religiosos de la hegemonía hispánica. Pero a estas dos primeras obras, tan críticas con su entorno, van a seguir otras, como las de Castillo Solórzano, cuyos autores, menos comprometidos que el anónimo quinientista o que Mateo Alemán, optan por reflejar más amablemente una parte de la realidad, sin decidirse a censurarla abiertamente. Y es que esa misma sociedad que padecía tan graves problemas es también la que abarrotaba los corrales de comedias —como muestra nuestra novela—, la que asistía en masa a los autos sacramentales, la que participaba en fiestas con sus mejores galas, y la que componía burlescas letrillas y cantaba romances. Esas dos caras contradictorias de la misma época se reflejan en la literatura, con el contraste entre denuncia y protesta, por un lado, y conformismo y entretenimiento, por otro.

De la misma manera, ese siglo XVII de decadencia política y económica es, paradójicamente, un periodo de gran brillantez cultural en las artes plásticas y literarias. Grandes ingenios, como Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, Calderón o Gracián, marcan no sólo géneros, como la novela, el teatro y la poesía, sino todo un estilo, el Barroco, que no es uniforme, sino que va de la naturalidad expresiva de Cervantes, al exquisito retorcimiento de Góngora. Tras ellos una larga nómina de escritores de segunda fila, pero muy prolíficos y de notable calidad, optan por uno u otro extremo, beneficiándose de la estela creativa de dichos autores. Estos partían de la asimilación de la cultura renacentista, a la que el siglo XVII aporta un nuevo estilo, más alusivo, agudo y conceptuoso, que va acompañado de un punto de vista más conflictivo, desengañado y escéptico sobre el hombre y la sociedad. Así se explica que, en la novela, el siglo XVII comience con la parodia de los libros de caballerías en El Quijote, con personajes tan dispares como los que pululan por las Novelas Ejemplares, o con una primera pícara, La pícara Justina, que se burla de los sermones de su “novio”, Guzmán de Alfarache.

Los personajes de las novelas en la primera mitad del siglo XVII ya no son héroes, sino hombres y mujeres, en un desfile variopinto —y a veces satírico, como el que aparece en El Buscón— que mezcla damas y caballeros nobles con gentes comunes y bajas, como criados, mesoneros, arrieros, alguaciles, médicos, clérigos, bandoleros, dueñas, poetastros, etc. A diferencia de unos personajes ejemplares y modélicos, la literatura del siglo XVII, y en especial la novela, refleja una sociedad más variada e inquieta, que ya no respeta virtudes tradicionales, y que las sustituye por el valor del dinero. Con él se compran lujosas vestimentas y joyas que permiten ocultar una ascendencia modesta o vergonzosa, en una sociedad que parece primar más la apariencia que la verdad. Esa sociedad de la apariencia es la que valora a la persona por su séquito (número de criados y dueñas), por sus ropas, por la posesión de un coche y hasta por la ostentación de ilustres apellidos, cuya autenticidad a veces ni se ocupa de averiguar. Pero la valora, sobre todo, por sus rentas, hasta el punto de que éstas forman parte de la descripción de un personaje masculino, como la cuantía de la dote en uno femenino, junto a su aspecto físico, sus modales y su ingeniosa y discreta conversación.

Este último aspecto nos indica la importancia de la cultura en una sociedad con un gran número de analfabetos todavía, pero con gran sensibilidad para la música, la poesía y el teatro, incluso en sus capas populares, como se aprecia en nuestra obra. El acceso de la mujer a una cultura mínima —la lectura y la escritura— se comprueba por el número de mujeres urbanas capaces, cuando menos, de leer papeles y billetes amorosos; y también por el éxito de las novelitas cortas de tema amoroso que consumían, en detrimento de los libros de devoción. Es muy posible que, a su vez, dichas novelas contribuyeran a incrementar esa escasa cultura, familiarizando a sus lectores con personajes de la mitología continuamente repetidos, o con metáforas, comparaciones y agudezas habituales en el Barroco y que hoy resultan intrincadas. La burla, el chiste disémico, el juego de palabras, la alusión a un poeta famoso, el juicio sobre una representación teatral, la sátira compuesta por encargo..., todo ello nos informa de la omnipresencia de la cultura literaria en la época.

En definitiva, la primera mitad del siglo XVII es un periodo de fuertes contrastes sociales y culturales. De la misma manera que los cuadros de Velázquez nos muestran dos caras de la sociedad, con el rey y sus bufones, en la literatura conviven la amargura y el desengaño de los escritores más trascendentes y concienciados, con una incipiente cultura de masas basada en el entretenimiento y la risa; de ahí que los primeros, abrumados por las guerras, la crisis económica y la pérdida de ideales, nos ofrezcan una visión pesimista de su tiempo, mientras que en otras obras hal

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