El mundo perdido (edición ilustrada)

Sir Arthur Conan Doyle

Fragmento

cap-1

1

Estamos rodeados

de posibles heroísmos

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El padre de ella, el señor Hungerton, era, en verdad, la persona de menos tacto del mundo: un verdadero papagayo de hombre, fofo, sin sustancia, desaliñado; muy amable, pero sin más panorama que su propio y estúpido yo. La única cosa capaz de alejarme de Gladys habría sido el pensamiento de un suegro como aquel. Tengo el convencimiento de que allá, en el fondo de su corazón, el señor Hungerton creía que mis tres visitas por semana a The Chestnuts se debían al placer que yo encontraba en su compañía, y de manera muy particular al de escuchar sus opiniones sobre el bimetalismo, tema en el que llevaba camino de llegar a ser una autoridad.

Durante la velada de aquella noche había escuchado por espacio de una hora o más su cháchara monótona sobre cómo la moneda mala desaloja a la buena, sobre el valor en prenda de la plata, la depreciación de la rupia y los tipos verdaderos de cambio.

—Supóngase —exclamó de pronto, con débil exaltación— que en un momento dado, de una manera simultánea, se exigiese el pago inmediato de todas las deudas a todos los deudores del mundo. ¿Qué ocurriría dadas las circunstancias en que nos encontramos?

Le contesté que, por lo que respecta a mí, era evidente que aquello equivaldría a mi ruina. Esta respuesta le hizo ponerse en pie de un salto, con palabras de censura para mi ligereza, condición habitual en mí, que le impedía traer a colación en mi presencia ningún tema razonable. Y salió disparado de la sala para vestirse, porque tenía que acudir a una reunión masónica.

¡Por fin me encontraba a solas con Gladys, y había llegado el momento decisivo! Durante toda la velada, mi estado de ánimo había sido el del soldado que está esperando la señal que le ha de lanzar a la empresa de vida o muerte, oscilando durante esa espera entre la confianza del éxito y el temor del fracaso.

Ella estaba sentada, y su perfil, altivo y de líneas delicadas, se recortaba sobre el fondo rojo de los cortinajes. ¡Qué hermosa era, y qué lejos parecía estar de mí! Éramos amigos, muy buenos amigos; pero nunca había podido pasar yo de una camaradería idéntica a la que habría podido unirme a cualquiera de mis colegas informadores de la Gaceta, una camaradería franca, afectuosa, totalmente asexual. Soy, por instinto, completamente contrario a la mujer que se me muestra excesivamente franca, sin reservas en su trato. Esto no es ningún cumplido para el hombre. Allí donde surge un verdadero sentimiento sexual, va acompañado de timideces y recelos, que son quizá reacciones heredadas de aquellas épocas salvajes en las que el amor y la violencia marchaban con frecuencia a la par. La cabeza inclinada, el mirar a otro lado, la voz trémula y el movimiento de retroceso constituyen señales auténticas de la verdadera pasión, más bien que el sostener la mirada del hombre y el responder descaradamente a lo que esa mirada dice a la mujer. Me había bastado la corta experiencia de mi vida para aprender eso, o lo había recibido como herencia en la memoria racial que llamamos instinto.

Rebosaban en Gladys todas las cualidades femeninas. Algunos la juzgaban fría y áspera, pero semejante juicio era una traición. El cutis finamente bronceado, de tonalidad casi oriental; los cabellos de azabache, los húmedos ojazos, los labios henchidos pero exquisitos, ninguno de los estigmas pasionales faltaba allí. Pero yo me daba dolorosamente cuenta de que no había descubierto hasta entonces el secreto para que esa pasión brotase al exterior. Sin embargo, pasase lo que pasase, estaba resuelto a terminar con la incertidumbre y a plantear y resolver el problema aquella noche. Lo más que Gladys podía hacer era rechazarme, y prefería ser rechazado como pretendiente que aceptado como hermano.

Había permanecido absorto en mis pensamientos, y estaba ya a punto de romper aquel silencio largo y desasosegado, cuando se volvieron hacia mí dos ojos negros con expresión de censura, y la altiva cabeza se movió con sonrisa desaprobadora.

—Tengo el presentimiento de que va usted a declarárseme, Ned. No lo haga, por favor, y deje que todo siga como hasta ahora. Es mucho más agradable.

Acerqué un poco más mi silla hacia Gladys y le pregunté con sincero asombro:

—Pero ¿cómo supo que me iba a declarar?

—Eso lo saben siempre las mujeres. ¿Piensa acaso que hubo jamás mujer en el mundo a la que una declaración haya cogido por sorpresa? En nuestro caso, Ned, era tan dulce y tan agradable la amistad que nos unía que es una lástima echarla a perder. ¿No se da cuenta de lo magnífico que resultaba el que un joven y una joven hablasen cara a cara como nosotros hemos venido haciéndolo?

—¡Qué quiere que le diga, Gladys! Yo, desde luego, hablaría cara a cara con el jefe de estación…

No tengo la menor idea de cómo fue el traer a cuento a ese funcionario; pero el caso es que surgió en escena, haciendo que ella y yo rompiésemos a reír.

—Pues no, eso no me agrada en modo alguno. Yo deseo rodearla con mis brazos y sentir su cabeza sobre mi pecho, y deseo, Gladys…

Saltó ella de su asiento al advertir que yo pretendía poner en práctica algunos de mis deseos.

—Lo ha echado todo a perder, Ned. Todo es bello y natural hasta que sobreviene esto. ¡Qué lástima! ¿Por qué no ha de poder dominarse?

—No he sido yo quien lo inventó —le dije, como excusándome—. Es la naturaleza, es el amor.

—Bien; quizá la cosa sea distinta cuando el amor es recíproco. Yo nunca lo he sentido.

—Es preciso que lo sienta… ¡Tan bella como es, con el espíritu que tiene! Usted ha sido hecha para amar, Gladys. Es preciso que ame.

—Habría que esperar hasta que el amor llegue.

—¿Y por qué no puede amarme a mí, Gladys? ¿Es por mi cara, o qué?

Gladys se suavizó un poco. Se inclinó —¡con qué elegancia!—, adelantó la mano y empujó levemente hacia atrás mi cabeza. Luego contempló mi rostro vuelto hacia arriba, sonrió con gran melancolía y acabó diciéndome:

—No, no es por eso. Como no es usted uno de esos muchachos presuntuosos por naturaleza, puedo decirle sin peligro que no es por eso. Es por algo más profundo.

—¿Mi carácter?

Me dio la respuesta con un severo movimiento afirmativo de la cabeza.

—¿No puedo corregirme? Siéntese, por favor, y dígamelo todo. No haré nada, descuide, si usted se sienta.

Me miró con una expresión de recelo y de inseguridad que me subyugó más que si hubiese mostrado una absoluta seguridad. Bien mirado, ¡qué primitivismo y qué bestialidad hay en todo esto cuando uno lo pone por escrito! Quizá, después de todo, sea este un sentimiento privativo mío. Sea como sea, el caso es que Gladys volvió a sentarse.

—Veamos qué es lo que encuentra malo en mí.

—Es que estoy enamorada de otro —me dijo ella.

Fui yo entonces el que se puso en pie de un salto.

—No es de otro hombre en particular —aclaró, riéndose al ver la expresión de mi cara—. Se trata de un hombre ideal que no he encontrado hasta ahora.

—Hábleme de ese hombre. ¿Cómo es físicamente?

—Pues verá: físicamente podrí

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