1
Estamos rodeados
de posibles heroísmos
El padre de ella, el señor Hungerton, era, en verdad, la persona de menos tacto del mundo: un verdadero papagayo de hombre, fofo, sin sustancia, desaliñado; muy amable, pero sin más panorama que su propio y estúpido yo. La única cosa capaz de alejarme de Gladys habría sido el pensamiento de un suegro como aquel. Tengo el convencimiento de que allá, en el fondo de su corazón, el señor Hungerton creía que mis tres visitas por semana a The Chestnuts se debían al placer que yo encontraba en su compañía, y de manera muy particular al de escuchar sus opiniones sobre el bimetalismo, tema en el que llevaba camino de llegar a ser una autoridad.
Durante la velada de aquella noche había escuchado por espacio de una hora o más su cháchara monótona sobre cómo la moneda mala desaloja a la buena, sobre el valor en prenda de la plata, la depreciación de la rupia y los tipos verdaderos de cambio.
—Supóngase —exclamó de pronto, con débil exaltación— que en un momento dado, de una manera simultánea, se exigiese el pago inmediato de todas las deudas a todos los deudores del mundo. ¿Qué ocurriría dadas las circunstancias en que nos encontramos?
Le contesté que, por lo que respecta a mí, era evidente que aquello equivaldría a mi ruina. Esta respuesta le hizo ponerse en pie de un salto, con palabras de censura para mi ligereza, condición habitual en mí, que le impedía traer a colación en mi presencia ningún tema razonable. Y salió disparado de la sala para vestirse, porque tenía que acudir a una reunión masónica.
¡Por fin me encontraba a solas con Gladys, y había llegado el momento decisivo! Durante toda la velada, mi estado de ánimo había sido el del soldado que está esperando la señal que le ha de lanzar a la empresa de vida o muerte, oscilando durante esa espera entre la confianza del éxito y el temor del fracaso.
Ella estaba sentada, y su perfil, altivo y de líneas delicadas, se recortaba sobre el fondo rojo de los cortinajes. ¡Qué hermosa era, y qué lejos parecía estar de mí! Éramos amigos, muy buenos amigos; pero nunca había podido pasar yo de una camaradería idéntica a la que habría podido unirme a cualquiera de mis colegas informadores de la Gaceta, una camaradería franca, afectuosa, totalmente asexual. Soy, por instinto, completamente contrario a la mujer que se me muestra excesivamente franca, sin reservas en su trato. Esto no es ningún cumplido para el hombre. Allí donde surge un verdadero sentimiento sexual, va acompañado de timideces y recelos, que son quizá reacciones heredadas de aquellas épocas salvajes en las que el amor y la violencia marchaban con frecuencia a la par. La cabeza inclinada, el mirar a otro lado, la voz trémula y el movimiento de retroceso constituyen señales auténticas de la verdadera pasión, más bien que el sostener la mirada del hombre y el responder descaradamente a lo que esa mirada dice a la mujer. Me había bastado la corta experiencia de mi vida para aprender eso, o lo había recibido como herencia en la memoria racial que llamamos instinto.
Rebosaban en Gladys todas las cualidades femeninas. Algunos la juzgaban fría y áspera, pero semejante juicio era una traición. El cutis finamente bronceado, de tonalidad casi oriental; los cabellos de azabache, los húmedos ojazos, los labios henchidos pero exquisitos, ninguno de los estigmas pasionales faltaba allí. Pero yo me daba dolorosamente cuenta de que no había descubierto hasta entonces el secreto para que esa pasión brotase al exterior. Sin embargo, pasase lo que pasase, estaba resuelto a terminar con la incertidumbre y a plantear y resolver el problema aquella noche. Lo más que Gladys podía hacer era rechazarme, y prefería ser rechazado como pretendiente que aceptado como hermano.
Había permanecido absorto en mis pensamientos, y estaba ya a punto de romper aquel silencio largo y desasosegado, cuando se volvieron hacia mí dos ojos negros con expresión de censura, y la altiva cabeza se movió con sonrisa desaprobadora.
—Tengo el presentimiento de que va usted a declarárseme, Ned. No lo haga, por favor, y deje que todo siga como hasta ahora. Es mucho más agradable.
Acerqué un poco más mi silla hacia Gladys y le pregunté con sincero asombro:
—Pero ¿cómo supo que me iba a declarar?
—Eso lo saben siempre las mujeres. ¿Piensa acaso que hubo jamás mujer en el mundo a la que una declaración haya cogido por sorpresa? En nuestro caso, Ned, era tan dulce y tan agradable la amistad que nos unía que es una lástima echarla a perder. ¿No se da cuenta de lo magnífico que resultaba el que un joven y una joven hablasen cara a cara como nosotros hemos venido haciéndolo?
—¡Qué quiere que le diga, Gladys! Yo, desde luego, hablaría cara a cara con el jefe de estación…
No tengo la menor idea de cómo fue el traer a cuento a ese funcionario; pero el caso es que surgió en escena, haciendo que ella y yo rompiésemos a reír.
—Pues no, eso no me agrada en modo alguno. Yo deseo rodearla con mis brazos y sentir su cabeza sobre mi pecho, y deseo, Gladys…
Saltó ella de su asiento al advertir que yo pretendía poner en práctica algunos de mis deseos.
—Lo ha echado todo a perder, Ned. Todo es bello y natural hasta que sobreviene esto. ¡Qué lástima! ¿Por qué no ha de poder dominarse?
—No he sido yo quien lo inventó —le dije, como excusándome—. Es la naturaleza, es el amor.
—Bien; quizá la cosa sea distinta cuando el amor es recíproco. Yo nunca lo he sentido.
—Es preciso que lo sienta… ¡Tan bella como es, con el espíritu que tiene! Usted ha sido hecha para amar, Gladys. Es preciso que ame.
—Habría que esperar hasta que el amor llegue.
—¿Y por qué no puede amarme a mí, Gladys? ¿Es por mi cara, o qué?
Gladys se suavizó un poco. Se inclinó —¡con qué elegancia!—, adelantó la mano y empujó levemente hacia atrás mi cabeza. Luego contempló mi rostro vuelto hacia arriba, sonrió con gran melancolía y acabó diciéndome:
—No, no es por eso. Como no es usted uno de esos muchachos presuntuosos por naturaleza, puedo decirle sin peligro que no es por eso. Es por algo más profundo.
—¿Mi carácter?
Me dio la respuesta con un severo movimiento afirmativo de la cabeza.
—¿No puedo corregirme? Siéntese, por favor, y dígamelo todo. No haré nada, descuide, si usted se sienta.
Me miró con una expresión de recelo y de inseguridad que me subyugó más que si hubiese mostrado una absoluta seguridad. Bien mirado, ¡qué primitivismo y qué bestialidad hay en todo esto cuando uno lo pone por escrito! Quizá, después de todo, sea este un sentimiento privativo mío. Sea como sea, el caso es que Gladys volvió a sentarse.
—Veamos qué es lo que encuentra malo en mí.
—Es que estoy enamorada de otro —me dijo ella.
Fui yo entonces el que se puso en pie de un salto.
—No es de otro hombre en particular —aclaró, riéndose al ver la expresión de mi cara—. Se trata de un hombre ideal que no he encontrado hasta ahora.
—Hábleme de ese hombre. ¿Cómo es físicamente?
—Pues verá: físicamente podría parecérsele mucho a usted.
—¡Bendita sea la boca que habla así! ¿Y qué es lo que él hace que yo no haga? Con una sola palabra que diga: que es abstemio, que es vegetariano, que es aeronauta, teósofo, superhombre… trataré de serlo yo también, Gladys. Explíqueme lo que le agradaría que fuese.
Ella se echó a reír ante semejante flexibilidad de carácter, y me contestó:
—En primer lugar, yo no creo que ese hombre mío ideal se expresara como usted acaba de hacerlo. Él sería más duro, más rígido, y no se plegaría de una manera tan fácil al capricho de una tontuela como yo. Pero, por encima de todo, tendría que ser un hombre capaz de actuar, de hacer cosas, de mirar a la muerte cara a cara, sin encogérsele el corazón; un hombre de grandes hazañas y de extraordinarias experiencias. No sería al hombre a quien yo amaría, sino que amaría la gloria por él ganada y que se reflejaría en mí. ¿Recuerda a Richard Burton? Cuando leo su vida, escrita por su mujer, comprendo muy bien el amor de esta. ¡Y el de lady Stanley! ¿Leyó alguna vez el maravilloso capítulo final del libro que escribió acerca de su marido? Esa es la clase de hombres que una mujer sería capaz de adorar con toda su alma, sintiéndose más grande y no más pequeña por el amor hacia ellos, porque todo el mundo la honraría como a la inspiradora de tan nobles acciones.
Tan bella parecía, movida de su entusiasmo, que estuve a punto de hacer algo que habría rebajado el nivel que hasta entonces había tenido la conversación. Me contuve con un esfuerzo y seguí defendiéndome.
—No les es posible a todos ser Stanley o Burton —dije—. Además, tampoco se nos presentan las oportunidades; por lo menos, a mí nunca se me presentaron. Si se me presentasen, trataría de aprovecharlas.
—Las oportunidades le rodean por todas partes. La característica de esa clase de hombres a que me refiero es que ellos mismos se crean sus oportunidades. No es posible hacerlos retroceder. Yo no he tropezado jamás con un hombre de esos y, sin embargo, creo que los conozco a fondo. Estamos rodeados de posibles heroísmos que esperan que los convirtamos en realidad. Son los hombres quienes tienen que encargarse de ello, y corresponde a las mujeres reservarles su amor como recompensa. Fíjese en ese joven francés que la semana pasada hizo una ascensión en globo. Soplaba un viento huracanado; pero como estaba anunciada su ascensión, insistió en soltar amarras. El viento lo arrastró en veinticuatro horas a una distancia de dos mil quinientos kilómetros, y cayó en el interior de Rusia. Era un hombre de la clase a que me refiero. ¡Qué orgullosa de él se habrá sentido la mujer a la que ama, y cómo la habrán envidiado las demás! Eso me gustaría, que tuviesen envidia por mi hombre.
—Yo habría hecho lo que él hizo, solo por agradarla.
—No es eso; no tiene que hacerlo simplemente por agradarme. Debe hacerlo porque es un impulso que le brota de dentro, como una cosa natural, porque el hombre que lleva usted dentro brama por encontrar la manera heroica de manifestarse. Veamos, por ejemplo: el pasado mes me hizo usted un relato de la explosión en la mina de carbón de Wigan. ¿Por qué no descendió usted a las galerías para ayudar a los siniestrados, a pesar de la atmósfera de asfixia que allí reinaría?
—Lo hice.
—No ha dicho una palabra.
—Es que no había en esa acción motivo de jactancia.
—Lo ignoraba.
Gladys me miró con un interés más vivo, y añadió:
—Fue un detalle valeroso.
—No tuve más remedio. Cuando se quiere escribir un buen reportaje, es preciso ver las cosas con nuestros propios ojos.
—¡Qué móvil más prosaico! Eso le quita todo romanticismo. Sin embargo, fuese por el móvil que fuese, me alegro de que bajase a la mina.
Gladys me alargó la mano, con gesto tan digno y amable que no supe hacer otra cosa que inclinarme y besársela. Ella siguió diciendo:
—Creo que no soy sino una tonta mujer con caprichos de chicuela. Pero es algo tan auténtico en mí, algo tan consustancial conmigo que no tengo más remedio que dejarme llevar y obrar en consecuencia. Si me caso, me casaré con un hombre célebre.
—¿Por qué no? —exclamé yo—. Son las mujeres como usted las que sirven de acicate a los hombres. Deme una oportunidad, y ya verá si la aprovecho. Además, según ha dicho usted, somos nosotros quienes debemos crearnos las oportunidades, sin esperar a que se nos brinden. Fíjese en Clive, que no era más que un escribiente y que conquistó la India. ¡Por vida de… que aún tengo yo que hacer en el mundo algo para que sea sonado!
Mi súbita efervescencia irlandesa hizo reír a Gladys, y me dijo:
—¿Por qué no? Dispone usted de todo lo que un hombre puede disponer: juventud, salud, fortaleza física, instrucción, energía. Sentí al principio que hablase usted, pero ahora me alegro, me alegro muchísimo, puesto que con ello han despertado en usted esos sentimientos.
—¿Y si llego a…?
Su mano se apoyó como tibio terciopelo sobre mis labios.
—Ni una palabra más, señor. Ya hace media hora que debería usted encontrarse en la redacción para sus tareas de la noche; pero no tuve valor para decírselo. Quizá algún día, cuando se haya ganado su puesto en el mundo, reanudemos esta conversación.
Y así fue como aquella noche brumosa de noviembre me encontré corriendo a la caza del tranvía de Camberwell, con el corazón hecho un ascua en mi interior y resuelto a no dejar pasar ni un solo día más sin realizar una hazaña que fuese digna de mi dama. Pero nadie en el mundo habría sido capaz de imaginar la forma increíble que tomaría la hazaña ni los extraños pasos que habrían de conducirme a su realización.
Bien. El lector dirá que este capítulo de entrada no tiene nada que ver con mi narración; pero esta no habría existido sin aquel, porque únicamente cuando el hombre se echa al mundo penetrado del pensamiento de que por todas partes le rodean heroísmos, y con el deseo vivo en su corazón de salir en persecución del primero que se le ponga delante, únicamente entonces, digo, rompe con la rutina de su vida y se lanza a la aventura por el país maravilloso envuelto en un místico crepúsculo, que esconde los grandes riesgos y los grandes premios. Heme, pues, en la redacción de la Gaceta diaria, de cuyo personal era yo una insignificante unidad, con la firme resolución de descubrir aquella misma noche, si era posible, una empresa digna de mi Gladys. ¿Era dureza de corazón, era egoísmo el pedirme que arriesgase mi vida para gloria suya? Pensarlo habría sido propio de un hombre ya entrado en años, nunca de un ardoroso joven de veintitrés y en la fiebre de su primer amor.
2
Pruebe fortuna
con el profesor
Challenger
Siempre me inspiró simpatía McArdle, director de la sección informativa del periódico, hombre gruñón, cargado de espaldas y pelirrojo. Estaba casi convencido de que yo también se la inspiraba a él. Claro está que el verdadero jefe era Beaumont, pero este se pasaba la vida en alturas olímpicas de atmósfera enrarecida, desde las que no podía distinguir acontecimientos de menor volumen que una crisis internacional o una ruptura en el consejo de ministros. Alguna que otra vez le veíamos cruzar majestuosamente solitario hacia el impenetrable sánctum de su despacho, con la mirada perdida en lejanías y el pensamiento volando sobre los Balcanes o el golfo Pérsico. Estaba por encima y más allá de nosotros. Pero su primer lugarteniente era McArdle, y nosotros tratábamos con este. El viejo me saludó con un movimiento de cabeza al verme entrar, y se subió los cristales de las gafas hasta su calva frente, diciéndome con su cariñoso acento escocés:
—Muy bien, señor Malone; parece que lo está usted haciendo muy bien, según me dicen.
Le di las gracias.
—Lo de la explosión de la mina de carbón estuvo muy bien. Y también lo del incendio de Southwark. Tiene usted buena mano para escribir. ¿Y qué es lo que quiere de mí?
—Pedirle un favor.
Aquello pareció alarmarle, y desvió sus ojos de los míos.
—¡Vaya, vaya! ¿Y de qué se trata?
—¿No tendría usted manera, señor, de enviarme por ahí a desempeñar alguna misión en nombre del periódico? Pondría todo de lo que soy capaz en llevarla a buen término, aprovechando la ocasión para enviar buenos originales al periódico.
—¿Y en qué clase de misión especial estaba usted pensando, señor Malone?
—En cualquiera, señor, con tal de que haya en ella aventura y peligros. De verdad que pondría en la tarea todo cuanto pudiera dar de mí. Cuanto más difícil sea, más a gusto me encargaré de ella.
—¿Tiene mucha prisa por perder la vida?
—Por justificar mi vida, señor.
—Por vida mía, señor Malone, que todo eso suena a cosa sublime. Mucho me temo que nuestro tiempo no esté ya para tales músicas. Los gastos que acarrea una «misión especial» distan mucho de ser proporcionados a los resultados. En todo caso, esa clase de encargos suele confiarse a hombres que cuentan ya con experiencia y que inspiran confianza al público. Aquellos grandes espacios en blanco que antes tenían los mapas van estando clasificados, y no queda ya en parte alguna lugar para lo novelesco. Sin embargo, ¡espere un poco! —agregó, y surgió de pronto en su cara una sonrisa—. Eso de los espacios en blanco de los mapas me ha dado una idea. ¿Qué le parecería la tarea de poner en evidencia a un farsante, a una especie de Munchausen moderno, y cubrirlo de ridículo? Tendría usted ocasión de exponerle a la vergüenza como lo que es: un embustero. ¡Vaya si estaría bien! Qué, ¿le agrada la idea?
—Me agrada todo, y dondequiera que sea. Me es igual.
McArdle permaneció por espacio de algunos minutos sumido en meditaciones.
—Quizá lograse usted establecer un contacto amistoso, o, por lo menos, dialogar con ese individuo. Posee usted, por lo visto, dotes geniales para relacionarse con la gente. Me imagino que será cuestión de simpatía, de magnetismo animal, de vitalidad juvenil o de algo por el estilo. Yo mismo lo he experimentado.
—Es mucha su amabilidad, señor.
—Veamos, pues. ¿Querrá usted…? Pruebe fortuna con el profesor Challenger, que vive en Enmore Park.
Debió de producirme un pequeño sobresalto, porque exclamé:
—¿Challenger? ¿Challenger, el célebre zoólogo? Pero ¿no es ese el que le abrió la cabeza a Blundell, el redactor del Telegraph?
El redactor jefe se sonrió de un modo indescriptible.
—Qué, ¿no le cae bien? ¿No me dijo que lo que buscaba eran aventuras?
—Yo no le hago ascos a nada, señor —le contesté.
—Así debe ser. Por lo demás, no creo que se encuentre siempre en un estado tal de violencia. Quizá Blundell cayó por allí en mal momento, o le abordó de forma equivocada. Puede que tenga usted mejor suerte o que se dé mejor maña para manejarlo. Estoy seguro de que tiene usted ahí un tema que cae dentro de sus posibilidades, y que a la Gaceta le convendría explotar.
—La verdad es que no sé una palabra acerca de ese hombre —le dije—. Si recuerdo su apellido es porque figuró en la vista de la causa ante el Tribunal de Justicia por haber golpeado a Blundell.
—Tengo aquí algunas notas que le servirán de guía, señor Malone. Hace ya algún tiempo que vengo fijándome en el profesor.
Sacó del cajón un papel, y añadió:
—Aquí hay una especie de resumen de su historia. Voy a dárselo brevemente: «Challenger, George Edward. Nacido: Largs, N. B., 1863. Estudios: Academia de Largs, Universidad de Edimburgo. Ayudante del British Museum, 1892. Ayudante conservador del Departamento de Antropología Comparada, 1893. Dimitió el mismo año después de un cruce de agresiva correspondencia. Medalla de Crayston por investigaciones zoológicas. Miembro extranjero correspondiente…». (Bueno; aquí hay un verdadero rosario de academias que ocupa cinco centímetros de letra menuda.) «Société Belge, American Academy of Sciences, La Plata, etcétera, etcétera. Expresidente de la Sociedad Paleontológica. Sección H de la British Association, etcétera. Publicaciones: Observaciones sobre una serie de cráneos de calmucos, Esbozo de la evolución vertebrada, y numerosos ensayos, entre los que se incluye La falacia básica del weissmanismo, que motivó una acalorada discusión en el Congreso Zoológico de Viena. Sus distracciones: paseos, alpinismo. Dirección: Enmore Park, Kensington, W.» ¡Ea!, hágase cargo de este papel. No tengo nada más para usted esta noche.
Me metí en un bolsillo la hoja de papel.
—Perdone un momento, señor —le dije, al ver que ya no tenía delante una cara rubicunda, sino una calva rubicunda—. Todavía no veo claro en lo referente a la finalidad de la entrevista que he de celebrar con este caballero. ¿Qué es lo que ha hecho?
La cara volvió a surgir rápidamente.
—Hará dos años realizó una expedición solitaria por América del Sur. Regresó el pasado año. Desde luego, estuvo en Sudamérica, pero se negó a declarar el punto exacto. Comenzó a relatar sus aventuras de un modo vago; pero hubo alguien que descubrió inexactitudes, y entonces el hombre cerró la boca igual que una ostra. Algo extraordinario debió de ocurrirle, si el individuo en cuestión no es un embustero redomado, cosa muy probable. Presentó algunas fotografías dañadas que fueron calificadas de simulaciones amañadas. Se volvió tan susceptible que acomete a cuantos le dirigen preguntas, y tira por las escaleras a los informadores de prensa. Este es su hombre, señor Malone. En mi opinión, se trata de un megalómano homicida, con aficiones científicas. Y ahora, lárguese y vea lo que puede sacar de él. Ya es usted grandecito para cuidar de su propia persona. De cualquier manera, todos ustedes están asegurados según la Ley de Responsabilidades de los Patronos.
Otra vez la cara sonriente se convirtió en óvalo de calva rubicunda, con marco de pelusa rojiza. La entrevista había terminado.
Fui caminando hasta el Savage Club; pero, en lugar de entrar, me recosté en la barandilla de la explanada de la Adelphi Terrace, y permanecí largo rato contemplando pensativo la corriente oscura y untuosa del río. Donde yo discurro con mayor serenidad y claridad es al aire libre. Saqué la lista de hazañas del profesor Challenger y la releí a la luz de la bombilla eléctrica. Y de pronto tuve lo que solo puedo considerar como un golpe de inspiración. Como periodista, estaba seguro de que jamás conseguiría ponerme en relación con el pendenciero profesor. Ahora bien: aquella doble mención que se hacía en aquel esqueleto de biografía sobre sus agrias disputas solo podía tener un sentido: que se trataba de un fanático de la ciencia. ¿No era esa una puerta abierta, por la que quizá fuese accesible? Lo probaría.
Me metí en el club. Acababan de dar las once y ya el gran salón estaba regularmente lleno, aunque no había llegado todavía a su punto máximo. Vi junto a la chimenea, sentado en un sillón, a un hombre alto, enjuto, anguloso. Se volvió al acercar yo mi silla a donde él estaba. Puestos a elegir, era él precisamente a quien habría recurrido: Tarp Henry, del cuerpo de redacción de Nature, delgado, reseco, correoso, pero rebosante de bondad afectuosa para cuantos le trataban. Entré, sin más, en materia.
—¿Qué sabe usted del profesor Challenger?
—¿Challenger? —Frunció el ceño con expresión desaprobadora—. Sí, es ese individuo que vino de América del Sur contando cosas fantásticas.
—¿Qué cosas?
—Verdaderas paparruchas sobre que había descubierto yo no sé qué animales. Tengo entendido que de entonces acá se ha retractado. O, si no se ha retractado, ya no ha vuelto a decir una palabra. Concedió una entrevista a los de Reuters, y se levantó tal clamor que Challenger comprendió que aquello no colaría. Fue algo vergonzoso. Hubo uno o dos que se sintieron inclinados a tomarlo en serio, pero ya se encargó él de ahuyentarlos.
—¿De qué manera?
—Con su rudeza intolerable y con su actitud absurda. El pobre Wadley, por ejemplo, el del Instituto Zoológico, le envió el siguiente mensaje: «El presidente del Instituto Zoológico ofrece sus respetos al profesor Challenger, y le agradecería como favor personal que le hiciese el honor de acudir a la próxima reunión de sus miembros». La contestación fue imposible de poner en letras de imprenta.
—¡Qué me dice!
—Podría darse la siguiente versión expurgada y adecentada de la respuesta: «El profesor Challenger presenta sus respetos al presidente del Instituto Zoológico y le agradecería como favor personal que se fuese al cuerno».
—¡Válgame Dios!
—Sí, creo que eso fue lo que leyó el viejo Wadley. Recuerdo sus sollozos cuando empezó a hablar de ese modo durante la reunión: «En cincuenta años que llevo de experiencia en intercambios científicos…». El pobre viejo quedó como deshecho.
—¿Qué más sabe respecto a Challenger?
—Verá… yo soy bacteriólogo, y vivo dentro de un microscopio de noventa y nueve diámetros. La verdad es que casi no me fijo en nada de todo aquello que veo con mis ojos desnudos. Yo soy un guardafronteras del extremo límite de lo Visible, y me siento totalmente desplazado cuando salgo de mi estudio y me pongo en contacto con ustedes, seres voluminosos, ásperos y grandullones. Soy excesivamente despreocupado para meterme en chismorreos, pero sí he oído en conversaciones científicas hablar de Challenger, porque es uno de esos hombres a los que nadie puede pasar por alto. Es todo lo inteligente que se puede ser, una batería de energía y de vitalidad a plena carga, pero es también un chiflado, pendenciero e impertinente, y además un hombre sin escrúpulos. En este asunto de Sudamérica llegó hasta a amañar algunas fotografías.
—Dice usted que es un chiflado. ¿Cuál es su chifladura especial?
—Tiene un millar; pero la última se refiere a Weismann y a la evolución. Creo que en Viena armó a ese respecto una bronca formidable.
—¿Podría explicarme en qué consiste el tema?
—En este momento, no; pero existe una traducción de lo que se trató en aquel Congreso, y la tenemos archivada en la oficina. Si no tiene usted inconveniente en venir…
—Es precisamente lo que me hace falta. Tengo que hacerle un reportaje a ese fulano, y ando buscando un hilo que me lleve hasta él. Es usted de una bondad sin límites poniéndome en el camino. Le acompañaré, si no es ya demasiado tarde.
Media hora después me encontraba sentado en la redacción del periódico, y tenía delante un grueso volumen, abierto en el artículo «Weismann frente a Darwin», que llevaba el subtítulo siguiente: «Vivas protestas en Viena. Animadas sesiones». Como mi educación científica era algo floja, no me fue posible seguir en toda su amplitud la discusión; pero era evidente que el profesor inglés había tratado el tema de manera agresiva, molestando a fondo a sus colegas del continente. «Protesta», «Escándalo» y «Llamamiento general a la Presidencia» fueron tres de las primeras anotaciones que saltaron ante mi vista en el texto del discurso. La mayor parte de aquel texto fue para mí como escritura china, y nada decía a mi inteligencia. Por último dije patéticamente a mi colaborador:
—¿No podría usted traducirme esto al inglés?
—Al inglés está traducido.
—Entonces quizá tenga más suerte con el idioma original.
—Sí, es demasiado profundo, desde luego, para un profano.
—A mí me bastaría con tropezar con un solo párrafo sencillo y sustancioso, que contuviese una especie de idea humana concreta. Magnífico, aquí lo tengo. Casi, casi me parece entenderlo más o menos. Lo voy a copiar. Este será mi enlace con el terrible profesor.
—¿Nada más puedo hacer en su favor?
—Pues sí; tengo intención de escribirle. Si yo pudiese dar aquí forma a mi carta y emplear su papel y membrete, la cosa tendría más ambiente.
—Y ese individuo se presentará aquí para dar un escándalo y destrozarme el mobiliario.
—No tenga cuidado. Ya leerá la carta; nada de polémica, se lo aseguro.
—Pues aquí tiene mi sillón y mi mesa. El papel está aquí. Me agradaría hacer de censor antes de que salga la carta.
Me llevó bastante trabajo, pero creo sin presunción que no resultaba mal, una vez terminada. Se la leí en voz alta al bacteriólogo que hacía de crítico, y sentí cierto orgullo de mi obra.
«Querido profesor Challenger: En mi condición de humilde estudioso de la Naturaleza, he seguido siempre con el más vivo interés sus especulaciones sobre las diferencias entre Darwin y Weismann. Últimamente he tenido ocasión de refrescar mis conocimientos volviendo a leer…»
—¡Condenado embustero! —masculló Tarp Henry.
«… volviendo a leer su magistral discurso de Viena. Exposición tan lúcida y admirable, me parece a mí, que constituye la última palabra de la materia. Encuentro, sin embargo, en el mismo un párrafo: “Protesto enérgicamente contra la afirmación dogmática e insoportable de que cada id aislado es un microcosmos que lleva en sí una arquitectura histórica elaborada lentamente a lo largo de una serie de generaciones”. ¿No desea usted acaso, teniendo en cuenta las investigaciones posteriores, modificar tal afirmación? ¿No cree que es recargar demasiado la idea? Como tengo mis puntos de vista muy marcados sobre el tema, me permito solicitar de usted el favor de una entrevista, porque solo en una conversación personal podría yo dar forma a ciertas sugerencias. Si usted no lo toma a mal, tendré el honor de hacerle una visita pasado mañana, miércoles, a las once de la mañana.
»Dándole la seguridad de mi más profundo respeto, queda de usted muy atentamente,
»Edward D. Malone.»
—¿Qué tal? —pregunté satisfechísimo.
—Pues verá: si su conciencia lo resiste…
—Hasta ahora lo ha resistido todo.
—¿Y qué es lo que se propone?
—Entrar, y una vez que me encuentre dentro de su despacho, quizá se presente una salida de la situación. Puedo incluso llegar a una confesión completa. Si ese hombre tiene una vena de deportista, la cosa le ha de hacer cosquillas.
—¿Cosquillas? Quien se las hará es él a usted. Una cota de malla, o un equipo completo de futbolista norteamericano, con espinilleras, etcétera, eso es lo que va usted a necesitar. Bien, adiós. Si él se digna contestar, puede pasar usted a recoger la respuesta el próximo miércoles por la mañana. Es un carácter violento, peligroso y camorrista, que cuenta con la antipatía de todo el que se tropieza con él, y que es blanco de los eruditos, hasta donde se atreven a atacarle. Quizá saliese usted ganando si no hubiese oído hablar jamás de él.
3
Es un hombre
intratable
El temor o el deseo de mi amigo no estaban llamados a realizarse. Cuando el miércoles me presenté en su redacción, había allí una carta con el matasellos postal de West Kensington en el sobre, y mi nombre escrito con una letra que hacía pensar en una cerca de alambre espinoso. El texto era el siguiente:
Enmore Park, W.
Señor:
Ha llegado debidamente a poder mío su carta, en la que me asegura que apoya mis puntos de vista, aunque yo no sé que necesiten del apoyo de usted ni de nadie. Se ha lanzado usted a emplear la palabra «especulaciones», refiriéndose a mis declaraciones sobre el darwinismo, y me permito llamar su atención acerca de lo ofensivo que resulta su vocablo aplicado a dicho tema. Sin embargo, deduzco por el contexto que usted ha pecado más bien por ignorancia y falta de tacto que por malicia, de modo que paso por alto el detalle. Cita usted un párrafo aislado de mi discurso, y parece encontrar alguna dificultad en comprenderlo. Yo habría creído que solo a una inteligencia infrahumana podría escapar ese punto; pero, si de veras le es necesaria una explicación, consentiré en recibirlo a la hora que me indica, a pesar de todo lo que me molestan las visitas y los visitantes. En cuanto a lo que apunta sobre la posibilidad de que yo modifique mi opinión, quiero que sepa usted que no tengo por costumbre hacerlo después de haber dado a conocer de manera deliberada el fruto maduro de mis meditaciones. Tenga la amabilidad de enseñar el sobre de esta carta, cuando se presente aquí, a mi auxiliar de confianza, Austin, que se ve obligado a tomar toda clase de precauciones para ponerme a cubierto de esa gentuza entremetida que se llama «periodistas».
Muy atentamente,
George Edward Challenger
Tal fue la carta que leí en voz alta a Tarp Henry, que se había presentado a una hora temprana en su Redacción para enterarse del resultado de mi aventura. Su único comentario fue: «Creo que para los golpes se vende no sé qué nuevo produ