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BEATRICE
ÉPOCA ACTUAL
Beatrice conocía bien su linaje, que se remontaba al siglo X.
En realidad, solo era por parte de la reina Martha, aunque la mayoría prefería no mencionar ese detalle. Al fin y al cabo, el rey George I no había sido nada más que un hacendado advenedizo de Virginia hasta que tuvo buen ojo para casarse y mejor aún para luchar. Tan bien luchó que ayudó a lograr la independencia de América y su pueblo se lo agradeció con una corona.
No obstante, a través de Martha, al menos, Beatrice era capaz de retroceder más de cuarenta generaciones por su árbol genealógico. Entre sus antepasados se contaban reyes, reinas y archiduques, eruditos y soldados, incluso un santo canonizado. «Tenemos mucho que aprender de nuestro pasado —le recordaba siempre su padre—. Nunca olvides de dónde vienes».
Costaba olvidar a tus antepasados cuando llevabas sus nombres contigo, como le sucedía a Beatrice: Beatrice Georgina Fredericka Louise de la Casa de Washington, princesa real de América.
El padre de Beatrice, su majestad el rey George IV, le lanzó una miradita. Ella se enderezó en el asiento por acto reflejo para escuchar al alto condestable repasar los planes para el Baile de la Reina, que se celebraba al día siguiente. Tenía los dedos entrelazados sobre su recatada falda de tubo y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, porque, como le había grabado a fuego su profesora de etiqueta (golpeándole la muñeca con una regla cada vez que se equivocaba), una dama nunca cruza las piernas a la altura de los muslos.
Y las normas eran más estrictas para Beatrice que para nadie, puesto que no solo era una princesa, sino también la primera mujer que heredaría el trono americano. La primera mujer que sería reina por derecho propio: no una reina consorte, casada con un rey, sino una verdadera soberana reinante.
De haber nacido veinte años antes, la sucesión se la habría saltado para recaer en Jeff. Pero era por todos sabido que su abuelo había abolido aquella ley centenaria y había dictado que, en todas las generaciones subsiguientes, el trono pasara al descendiente de mayor edad, no al mayor de los varones.
Beatrice dejó vagar la mirada por la mesa de reuniones que tenía ante sí. Estaba cubierta de papeles y tazas de café cuyo contenido se había enfriado horas antes. Era el día de la última sesión del gabinete hasta enero, lo que significaba que habían revisado multitud de informes anuales y largas hojas de cálculo de análisis.
Las reuniones del gabinete siempre se celebraban allí, en la Cámara Estrellada, que recibía su nombre por las estrellas doradas pintadas en sus paredes azules y por el famoso óculo con forma de estrella del techo. El sol invernal entraba a través de él y derramaba tentadores charcos de luz sobre la mesa. Aunque no es que Beatrice fuera a tener la oportunidad de disfrutar de él. Rara vez le quedaba tiempo para pisar el exterior, salvo en los días en que se levantaba antes del alba para unirse a su padre en su recorrido por la capital, flanqueada por sus agentes de seguridad.
Durante un breve e inusitado instante, se preguntó lo que estarían haciendo sus hermanos, si ya estarían de vuelta de su viaje relámpago a Asia Oriental. Samantha y Jeff, mellizos y tres años menores que Beatrice, formaban una pareja peligrosa. Eran alegres y espontáneos, rebosaban malas ideas y, a diferencia de la mayoría de los adolescentes, contaban con el poder necesario para llevarlas a cabo, para desgracia de sus padres. Seis meses después de terminar el instituto, estaba claro que ninguno de los dos sabía qué hacer con su vida, salvo celebrar que habían cumplido los dieciocho y ya podían beber alcohol legalmente.
Nadie esperaba nada de los mellizos, nunca. Todas las expectativas, tanto en la familia como, en realidad, en el mundo entero, se centraban en Beatrice como si la apuntaran con un foco al rojo vivo.
El alto condestable terminó su informe al fin. El rey asintió con elegancia y se levantó.
—Gracias, Jacob. Si no hay ningún otro asunto que tratar, daremos por concluida la reunión de hoy.
Todos se pusieron en pie y empezaron a salir de la sala charlando sobre el baile del día siguiente o sus planes para las vacaciones. Parecían haber dejado al margen, por el momento, sus rivalidades políticas (el rey procuraba que la composición de su gabinete se repartiera de manera equitativa entre federalistas y republicanos demócratas), aunque Beatrice estaba segura de que la lucha continuaría con energía renovada al año siguiente.
Su guardaespaldas personal, Connor, levantó la mirada en su puesto, a las puertas de la sala, junto al encargado de la seguridad del rey. Ambos hombres eran miembros de la Guardia de Honor, el cuerpo de élite dedicado al servicio de la Corona.
—Beatrice, ¿puedes quedarte un minuto? —le preguntó su padre.
—Por supuesto —respondió ella, deteniéndose en el umbral.
El rey se sentó de nuevo, y ella lo imitó.
—Gracias de nuevo por ayudarme con las nominaciones —le dijo el monarca.
Los dos miraron hacia el papel que tenía delante, en el que se veía una lista de nombres en orden alfabético.
—Me alegro de que los hayas aceptado —repuso ella sonriente.
La fiesta navideña anual del palacio, el Baile de la Reina, se celebraba al día siguiente; el nombre conmemoraba el primer baile de Navidad, en el que la reina Martha había instado al rey George I a que ennobleciera a decenas de americanos que habían ayudado en la guerra. La tradición se mantenía desde entonces. Todos los años, en el baile, el rey concedía títulos nobiliarios a aquellos americanos que habían destacado por su servicio al país, de modo que pasaban a ser lores y ladies. Y, por primera vez, había permitido que Beatrice sugiriera a los candidatos a nobles.
Antes de poder preguntar qué quería de ella, alguien llamó a la puerta. El rey dejó escapar un profundo suspiro de alivio cuando la madre de Beatrice entró en el cuarto.
La reina Adelaide procedía de la nobleza por ambos lados de la familia. Antes de su matrimonio con el rey había heredado el ducado de Cañaveral y el de Savannah. La gente la llamaba la Doblemente Duquesa.
Adelaide había crecido en Atlanta y nunca había perdido su etéreo encanto sureño. Sus gestos seguían teniendo un toque de elegancia: la forma en que ladeaba la cabeza cuando sonreía a su hija, el giro de la muñeca al acomodarse en la silla de nogal a la derecha de Beatrice. Unas mechas de color caramelo iluminaban su melena castaña, que se rizaba todas las mañanas con rulos térmicos para después recogérsela con una diadema.
Por la forma en que se habían sentado, con un progenitor a cada lado, enjaulándola, le daba la clara sensación de haber caído en una emboscada.
—Hola, mamá —la saludó algo sorprendida, ya que la reina no solía participar en sus debates políticos.
—Beatrice, tu madre y yo esperábamos poder hablar un momento sobre tu futuro —empezó a decir el rey.
La princesa parpadeó, desconcertada, puesto que ella siempre estaba pensando en el futuro.
—A un nivel más personal —le aclaró su madre—. Nos preguntábamos si en estos momentos hay alguien... especial en tu vida.
Beatrice se sobre