|
Capítulo 1 |
|
La ciencia del razonamiento deductivo
Sherlock Holmes se encontraba apoyado en la repisa de la chimenea con la mirada perdida. Su rostro mostraba una actitud de indiferencia y menosprecio hacia todo lo que le rodeaba.
Los últimos meses habían sido especialmente difíciles en Baker Street. No se debía a que Holmes y yo hubiéramos discutido o a que entre nosotros se hubiera producido alguna enemistad, ni muchísimo menos. Lo que sucedía es que llevaba muchos meses notando que a mi compañero le dominaba una gran apatía, y mi carácter no lo soportaba. Conforme transcurría el tiempo, me inquietaba más, y verle así me producía una gran impotencia. Día tras día me hacía el firme propósito de hablar con él y preguntarle qué pensaba sobre su actitud, pero siempre me faltaba el valor para hacerlo.
Su carácter y sus maneras dominantes me producían cierta inseguridad, y eso me impedía reunir el valor necesario para sacudir su ánimo y sacarle de su letargo.
Debo precisar que mi paciencia había llegado al límite aquella tarde, y tenía la sensación de que ya no podía aguantarme más tiempo, le pregunté:
—Dígame, Holmes, ¿hasta cuándo piensa mantener esta actitud?
—¿A qué se refiere, Watson?
—¡Reflexione y reaccione, amigo mío! ¿Sabe cuánto tiempo lleva así?
—¿Así, cómo? ¿Qué quiere decir, Watson?
—¡Francamente, Holmes, su pregunta me exaspera! ¿Es que me toma, acaso, por ignorante o por necio?
Sherlock Holmes me miró sin dar muestras de sentirse ofendido. Juntó las yemas de los dedos de ambas manos y, aproximándolos a los labios, se dispuso a aclarar mis preocupaciones:
—Me aburro, Watson; me siento tremendamente aburrido. Mi cerebro y mi espíritu se rebelan contra el estancamiento. Necesito estar ocupado en algún asunto, que alguien nos traiga un caso para resolver. Sabe mejor que nadie cómo me gusta la profesión a la que me dedico, detective privado, y también sabe que soy el único en el mundo que la ejerce.
—¿Está seguro, Holmes? —le pregunté con sarcasmo.
—Efectivamente, soy el único detective privado que tiene abierta una consulta a la que acuden inspectores famosos, como Gregson o Lestrade, cuando se sienten bloqueados. Examino los datos que me exponen, les doy mi opinión y hasta resuelvo sus casos. Ni busco ni reclamo gloria porque, para mí, la mayor satisfacción es ejercitar mi mente a partir de sus hipótesis. Usted mismo lo ha visto, sin ir más lejos, en el caso de Jefferson Hope.
—Desde luego —comenté cordialmente—. Nada me había impresionado tanto como el asunto de ese individuo que acaba de citar, y en el que usted pasó absolutamente desapercibido. Recuerde, Holmes —añadí con orgullo— que a ese caso le he dado formato literario en un pequeño folleto que lleva el nombre, un tanto absurdo, de Estudio en escarlata.
Holmes me miró directamente, revelándome su opinión con cierta tristeza:
—Lo sé, Watson. Por cierto, le he echado un vistazo a su folleto y si tengo que serle sincero, no puedo felicitarle. Ha dado al caso un estilo novelesco con el que no estoy de acuerdo. Ya sabe que para mí la investigación es una ciencia exacta y que debe tratarse de manera fría y objetiva.
—Es que, para mí, aquel caso tenía un estilo novelesco y no podía cambiar los hechos —protesté un poco ofendido.
—Watson, debería haber enfocado su folleto dando más importancia al razonamiento analítico que me permitió desenredar y resolver el caso, que a la historia de amor que narra.
Me dolió escuchar aquellas palabras en las que Holmes criticaba mi obra. Llevaba ya algún tiempo viviendo con él en Baker Street y me había dado cuenta de que, tras las formas educadas y correctas de mi amigo, se escondía cierta dosis de vanidad. Pero fui prudente, me mantuve en silencio y continué sentado escuchándole.
—Mis actividades y mis logros se han extendido más allá de Inglaterra, llegando incluso hasta Francia. Sin ir más lejos, la semana pasada, la persona que está al frente del Servicio Francés de Investigación Criminal me consultó sobre un tema relacionado con un testamento. Le sugerí que revisara un par de casos que tenían cierta similitud con lo que me estaba explicando y aquí tiene la respuesta que he recibido esta mañana.
Alargué el brazo, alcancé la hoja arrugada que me tendía y vi la gran cantidad de alabanzas y signos de exclamación que contenía.
—Observe, Watson, de qué modo este gran profesional del crimen, que posee reconocidas capacidades para ejercitar su profesión, valora mi trabajo. Además, no sé si se lo había comentado pero, actualmente, mis obras se están traduciendo al francés.
—¿Sus obras? —pregunté asombrado.
—Me sorprende que no esté al corriente —me dijo echándose a reír—. Todas ellas tratan de asuntos técnicos; en una de ellas concretamente se explica la diferencia entre las pisadas según las distintas clases de calzado.
Y, sin previo aviso, comenzó a darme todo tipo de información sobre las diferentes huellas de calzado que existían, sobre las diferencias entre el calzado masculino y el femenino e, incluso, me mostró las ilustraciones y las láminas del libro en las que se presentaban las suelas dibujadas. Me contó también que, en ocasiones, las huellas halladas en el lugar donde se ha cometido un delito resultan cruciales para descubrir quién lo ha cometido.
—Francamente, Holmes, posee un talento asombroso para los temas tan originales como el que me acaba de explicar —aseguré.
—Lo sé, Watson, y valoro muchísimo cómo lo aprecia —me respondió entregándome un libro—. Si lo abre podrá ver que, además de este tema, también he tratado la relación que existe entre la forma de las manos de una persona y el oficio que desempeña.
Le escuchaba con atención mientras ojeaba el libro. De repente, Holmes dejó de hablar y yo, sorprendido por su silencio, levanté la vista para mirarle.
—¿Le estoy aburriendo, querido amigo? —preguntó.
—En absoluto —le respondí—. Me parece muy interesante, y más aún, después de observar cómo lleva a la práctica sus teorías.
Me miró satisfecho. Sin lugar a dudas, a mi compañero de apartamento los halagos le satisfacían enormemente.
—En alguna ocasión hemos hablado sobre la observación y la deducción. ¿No opina usted, Holmes, que lo uno implica lo otro? —le cuestioné.
—En absoluto —me respondió, recostado en su sillón.
Ante mi cara de sorpresa, añadió:
—La observación me permite saber, por ejemplo, que esta mañana usted estuvo en la oficina de Correos de Wigmore Street y la deducción me indica que puso un telegrama.
—¡Exacto! —exclamé con cara de asombro—. ¡Ha acertado en ambos hechos! ¿Cómo es posible que haya llegado a esta conclusión? Si no recuerdo mal, no se lo había mencionado.
—La sencillez, Watson, todo se basa en la sencillez —razonó Holmes al ver la expresión de mi cara—. La observación me permite descubrir que lleva usted en su calzado un diminuto terrón de color rojizo. Delante de la oficina de Correos de Wigmore el pavimento ha sido levantado y resulta imposible no pisar esa tierra tan característica que no se encuentra en ninguna otra parte de Londres. Hasta aquí ha sido observación; el resto, deducción.
—¿Y cómo dedujo lo del telegrama? —le pregunté intrigado.
—Pasé toda la mañana sentado frente a usted y sé que no escribió ninguna carta. En este momento, observo que sobre su escritorio tiene unos sellos y un paquete de postales sin abrir. ¿Qué otra intención puede tener alguien al entrar en la oficina de Correos si no es para enviar un telegrama? Por lo tanto, este debe ser el verdadero motivo. ¿Estoy en lo cierto?
—Lo está, sin lugar a dudas; visto así parece de lo más sencillo —repliqué, preguntando a continuación—, Holmes, ¿le parecería insolente por mi parte si le sometiese a una prueba más precisa para poder comprobar sus teorías?
—Al contrario, me encantaría que lo hiciese —respondió.
—En más de una ocasión, le he oído mencionar que, si una persona utiliza todos los días un mismo objeto, este acaba impregnándose de la personalidad de su propietario. Recientemente he adquirido este reloj. ¿Sería tan amable de exponer cuáles serían las costumbres o cómo era la personalidad de su anterior propietario?
Le entregué el reloj de bolsillo, no sin cierto sentimiento de orgullo, convencido de que iba a ser imposible que Holmes emitiera algún juicio u opinión sobre el propietario de aquel objeto. Lo miró atentamente, observó la esfera, abrió la tapa y estudió la maquinaria. Yo estaba haciendo verdaderos esfuerzos por contener la risa, al ver su rostro triste y desanimado. De golpe, cerró la tapa y me lo devolvió.
—El reloj ha sido limpiado con gran cuidado y esto me impide apreciar la información que nos interesa.
—Tiene razón —reconocí—. Efectivamente, el reloj fue limpiado antes de que me lo entregasen.
—Pero mi examen no ha sido del todo inútil —aclaró, con la vista clavada en uno de los cuadros colgados en la pared de la sala—. Si no estoy equivocado, el reloj perteneció a su hermano mayor y este, a su vez, lo había heredado de su padre.

—Sin lugar a dudas lo ha deducido de las iniciales H. W. que se hallan en la tapa posterior, ¿no es cierto?
—Así es. Posiblemente la «W» haga referencia a su apellido. El reloj tiene alrededor de unos cincuenta años y las iniciales son tan viejas como el reloj. El hijo mayor de una familia es el que acostumbra a heredar las joyas, más aún, si su nombre coincide con el del padre. Y si no recuerdo mal, su padre, Watson, falleció hace muchos años. De modo que este reloj ha estado en manos de su hermano mayor.
—Muy bien, Holmes, hasta aquí va bien —admití—. ¿Podría añadir algo más?
—Añadiría, Watson, que su hermano era un hombre poco aseado y muy descuidado. Aunque tuvo una vida repleta de expectativas, malgastó sus oportunidades y, durante algún tiempo, vivió en la pobreza, lo que le ocasionó un gran deterioro, hasta que falleció.
De un salto, me incorporé de mi sillón y me encaré con él.
—Holmes, no me parece digno de usted —le recriminé muy enojado—. Estoy convencido de que ha llevado a cabo investigaciones sobre la vida de mi infeliz hermano y ahora pretende convencerme de que todo esto lo ha deducido a partir de la observación del reloj. Lo que acaba de hacer no es muy honesto por su parte, y resulta impropio de una persona como usted.
—Querido amigo, le ruego que acepte mis más sinceras disculpas —me respondió con amabilidad—. No he tenido en cuenta que para usted el tema era muy delicado y le pido que me perdone si mis comentarios le han ofendido. Sin embargo, puedo asegurarle que desconocía que tenía un hermano hasta el instante en que he inspeccionado el reloj.
—Si es así, ¿cómo ha podido descubrir toda esta información? ¡Sus comentarios concuerdan absolutamente con la realidad!
—Si le soy sincero, ha sido cuestión de suerte.
—¿Cómo dice? ¿Cuestión de suerte? ¿Han sido invenciones suyas?
—¡En absoluto! ¡No las hago jamás! —exclamó con contundencia Holmes—. Eso supondría que he abandonado la capacidad de razonar.
—Entonces, Holmes, ¿cómo lo ha conseguido? Explíquemelo, se lo ruego.
—Se lo explicaré encantado, Watson. Comencé afirmando que su hermano era un poco descuidado, ¿verdad? Observe la parte inferior de la tapa del reloj, no solo tiene dos abolladuras, sino que muestra cortes y ralladuras que se deben, probablemente, a que su hermano tenía la costumbre de guardar en el mismo bolsillo otros objetos duros como llaves o monedas. De esto pude deducir que un hombre que trata de esta manera un reloj valioso, como este, es sin duda descuidado.
Admití, con un gesto, que lo que acababa de decirme era absolutamente cierto.
—No sé si sabe, Watson, que cuando toman como prenda un reloj, es habitual entre los prestamistas de Inglaterra grabar en el interior de la tapa el número que le corresponde a la papeleta que se le entrega a su propietario para que pueda recuperarlo. Con la lupa, he descubierto varios números en el reloj de su hermano. Esto significa que empeñó el reloj varias veces. Por ello deduje que, en más de una ocasión, se había encontrado en apuros económicos. ¿Me he explicado con claridad?
—Tan claro como el agua, Holmes —respondí y añadí—. Disculpe si me he comportado injustamente con usted; debí confiar más en sus extraordinarias aptitudes. ¿Puedo preguntarle si en estos momentos tiene entre manos alguna investigación?
—Por desgracia ninguna, y este es el motivo de mi estado de ánimo. Me resulta muy deprimente vivir cuando mi mente no está trabajando. ¿Qué sentido tiene poseer una inteligencia y unas facultades como las mías y no utilizarlas?
Reflexionaba sobre cómo responder a mi amigo cuando nuestra casera llamó a la puerta. Al abrirla, vimos que traía una tarjeta en la bandeja de bronce.
—Una joven señorita pregunta por el señor Holmes —anunció, mirando a mi compañero.
Holmes leyó con mucho interés la tarjeta.
—Señorita Mary Morstan. No la conozco de nada, no sé quién es y, además, estoy seguro de que jamás he oído hablar de ella. Por favor, señora Hudson, dígale que suba. Y usted, doctor, no se vaya por favor, me gustaría que se quedase mientras hablo con ella.
|
Capítulo 2 |
|
La exposición del caso
La señorita Morstan era una joven muy rubia, delgada, esbelta y de facciones muy delicadas. Era elegante en el vestir y en las maneras, pero sus ropas sencillas revelaban que sus recursos económicos eran más bien limitados. El vestido que llevaba era de un tono gris oscuro y carecía de todo adorno. En el cabello llevaba un turbante pequeño del mismo color, adornado con una pluma blanca a un lado. Tal vez no era una mujer de naturaleza hermosa, pero su expresión era extraordinariamente bondadosa gracias a sus bellos ojos azules. Yo poseía una gran experiencia en la observación del rostro femenino. Por mi profesión había tenido la oportunidad de conocer a mujeres de tres continentes distintos, y jamás hasta entonces había visto un rostro tan refinado y sensible. Sherlock Holmes le ofreció asiento y, cuando ella lo ocupó, pude apreciar que sus labios temblaban ligeramente y que sus manos se mostraban inquietas.
—Señor Holmes —empezó diciendo la joven—, probablemente no me recuerda. Estando empleada en casa de la señora Cecil Forrester, usted resolvió un pequeño enredo doméstico. Ambas nos quedamos impresionadas no solo por su manera de solucionar el caso sino también por su gran honestidad.
—Recuerdo a la perfección el servicio prestado a la señora Cecil Forrester —comentó Holmes—. Me halaga enormemente con sus palabras, señorita, sin embargo, aquel asunto fue muy sencillo de resolver.
—Pues a ella no se lo pareció así, señor Holmes —comentó la joven.
—Pero, dígame, señorita Morstan, me imagino que no ha venido hasta aquí solo para hablarme de la señora Cecil Forrester, ¿no es cierto?
—Tiene razón. Acudo a usted porque me encuentro en una situación muy complicada —respondió la joven.
Observé cómo Holmes se incorporaba en su sillón, frotándose las manos. Sus ojos comenzaron a adquirir un brillo más intenso y todo su rostro reveló una expresión de concentración.
—Por favor, cuéntenos su caso —pidió mi compañero mostrando gran interés.
Tuve la sensación de que Holmes deseaba estar a solas con la joven y, levantándome del sofá en el que me encontraba, me disculpé.
—Si me permiten, iré a mi habitación y así podrán charlar con tranquilidad.
Para mi sorpresa, ella alzó la mano para detenerme.
—Se lo ruego, quédese; estoy segura de que me hará con ello un enorme servicio.
Miré a mi amigo y asintió con un gesto; me acomodé de nuevo en el sofá y la joven comenzó:
—Les expondré los hechos con brevedad. Mi padre era oficial en un regimiento en la India y me envió a Inglaterra cuando todavía era una niña. Por desgracia mi madre había fallecido, y como no tenía ningún familiar que pudiera acogerme, fui internada en una escuela de Edimburgo, donde permanecí hasta que cumplí los diecisiete años. En el año 1878 mi padre regresó a Inglaterra tras haber conseguido un permiso de doce meses. Me escribió un telegrama desde Londres comunicándome que había llegado sin ningún percance y me pedía que me trasladara al Hotel Langham, donde se hospedaba. ¡No se imaginan la alegría que sentí! ¡Después de tantos años sin verle, volveríamos a reunirnos! Me apresuré a venir a Londres y, una vez aquí, pedí a un cochero que me llevara hasta el hotel donde se alojaba mi padre. Cuando llegué, pregunté en recepción por el capitán Morstan y me informaron de que había salido la noche anterior y todavía no había regresado. Esperé durante todo el día, pero fue en vano porque, de nuevo, llegó la noche sin recibir noticias sobre él. El gerente del hotel me aconsejó que me pusiera en contacto con la policía y a la mañana siguiente, publicamos un anuncio sobre su desaparición en todos los periódicos. Nuestras indagaciones no consiguieron ningún resultado y, desde aquel día, no he vuelto a tener noticias suyas.
La joven se llevó la mano a la boca haciendo verdaderos esfuerzos por no llorar.