Las aventuras de Tom Sawyer

Mark Twain

Fragmento

Tom Sawyer

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—¡Tom!

No responde.

—¡Tom!

No responde.

—¿Qué estará haciendo este chico? ¡Eh! ¡Tom!

No responde.

La mujer miró por encima de las gafas y observó la habitación. Levantó la voz:

—¡Como te eche la mano encima, te juro que…!

Antes de acabar la frase, se agachó para dar unos cuantos golpes con la escoba debajo de la cama, pero lo único que encontró fue al gato.

—¡No he visto chico igual!

Se acercó a la puerta abierta y miró las tomateras y los hierbajos que poblaban su jardín. Ni rastro de Tom. Alzó la voz y con todas sus fuerzas gritó:

—¡Eh! ¡¡¡TOOOOOM!!!

Oyó un ligero ruido detrás de ella y se giró con rapidez para pillar al muchacho, que se había escondido en el jardín y que ahora intentaba escaparse de su tía.

—¡Ahí estás! ¿Cómo no se me ocurrió mirar en el armario? ¿Qué hacías ahí?

—Nada.

—¡Cómo que nada! Mírate las manos. Y mira la boca. ¿Qué son esas manchas, Tom?

—No sé, tía.

—Yo sí que lo sé. Es mermelada. ¡Eso es lo que es! Te he dicho cuarenta veces que, si no dejas la mermelada en paz, te voy a despellejar. Pásame la vara.

La vara se cernió en el aire. Aquello tomaba un mal cariz. Tom pensó cómo podía escaquearse de la situación.

—¡Cuidado! ¡Mire lo que tiene detrás, tía!

La anciana giró sobre sí y se recogió las faldas para evitar el peligro. El chico se escapó al instante, saltó la valla y desapareció.

Tía Polly se quedó sorprendida un momento hasta que se echó a reír bondadosamente.

—¡Diablo de chico! ¡Aprenderé alguna vez! Cuántas jugarretas como esta me habrá hecho y, aún le hago caso. Si es que las viejas bobas somos más bobas que nadie. ¡Pero Señor! ¿Cómo va a saber una por dónde va a salir? Parece que adivine hasta dónde puede atormentarme antes de que monte en cólera. Y sabe que, si logra desconcertarme o hacerme reír, ya se ha acabado todo y no soy capaz de pegarlo. ¡Pero qué le voy a hacer! Es el hijo de mi difunta hermana y no puedo zurrarlo. Cada vez que lo dejo sin castigo, me remueve la conciencia, y cada vez que le doy, se me rompe el corazón. Esta tarde hará novillos y tendré que castigarlo haciéndole trabajar mañana. Será duro hacerle trabajar en sábado cuando todos los niños tienen fiesta, pero debo hacerlo, es mi obligación educarlo, si no será su ruina.

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Tom hizo novillos y lo pasó muy bien. Volvió a casa justo a tiempo para poder ayudar a Jim, el chico negro, a cortar leña antes de la cena y contarle sus aventuras; pero Jim hacía la mayor parte del trabajo. Sidney, el hermanastro de Tom, menor que él y mucho más obediente, ya había acabado todas sus tareas y recogido las astillas para preparar el fuego.

Durante la cena Tom aprovechaba cualquier oportunidad para robar azúcar. Tía Polly, que creía tener un talento especial para la diplomacia, empezó un interrogatorio para sonsacar a Tom reveladoras confesiones:

—Tom, hacía mucho calor en el colegio, ¿verdad?

—Sí, mucho.

—Muchísimo calor. ¿Verdad?

—Sí, tía.

—¿No te entraron ganas de ir a nadar?

El muchacho sospechó lo que su tía estaba intentando y sintió un poco de miedo. Analizó la cara de su tía, pero no descifró nada y respondió:

—No…, bueno, no muchas.

La anciana alargó la mano y le tocó la camisa.

—Pero ahora no tienes demasiado calor.

Y se quedó satisfecha al ver que la camisa estaba seca, sin dejar saber a nadie qué era lo que tenía en mente. Pero Tom vio por donde soplaba el viento y se adelantó a parar el próximo golpe:

—Algunos chicos nos tiramos agua por la cabeza. Aún está un poco húmeda. ¿Ve?

Tía Polly se molestó por no haber advertido aquel detalle acusador. Pero tuvo una nueva inspiración:

—Dime, Tom, ¿para mojarte la cabeza tuviste que descoserte el cuello de la camisa por donde yo te lo cosí? Déjame ver, ¡desabróchate la chaqueta!

Toda sombra de alarma desapareció del rostro de Tom. Se abrió la chaqueta. El cuello estaba bien cosido.

—¡Diablos, chico! Estaba segura de que habías hecho novillos y te habías ido a nadar. Creo, Tom, que eres como gato escaldado, como suele decirse, y que eres mejor de lo que pareces. Al menos, por esta vez.

Tía Polly estaba medio decepcionada porque su sagacidad le hubiera fallado y medio contenta porque Tom al fin hubiera sido obediente por una vez. Pero Sidney, sin pensárselo dos veces, dijo:

—Pues yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco y ahora es negro.

—¡Es cierto! ¡Lo cosí con hilo blanco, Tom!

Tom no esperó el final de la frase. Mientras se escapaba por la puerta, gritó:

—¡Siddy! ¡Te has ganado una buena zurra!

Ya en lugar seguro, Tom sacó dos largas agujas que llevaba clavadas debajo de la solapa de la chaqueta. En una había enrollado hilo negro y en la otra, blanco.

«Si no llega a ser por Sid, no lo descubre. Unas veces lo cose con hilo blanco y otras con negro. ¡Por qué no se decide de una vez por uno u otro! ¡Así no hay quien lleve la cuenta! ¡Pero Sid me las va a pagar!».

A los dos minutos o incluso menos ya se había olvidado de todos sus problemas. Iba calle abajo ensayando una nueva forma de silbar que consistía en hacer vibrar la lengua contra el paladar mientras se sacaba el aire. Las tardes de verano eran largas y aún no había oscurecido. De pronto, Tom dejó de silbar. Un forastero estaba delante suyo, era apenas más alto que Tom. Un recién llegado, de cualquier edad o sexo, siempre era una curiosidad emocionante en el pequeño pueblo de San Petersburgo. El chico, además, iba bien vestido, y eso que no era un día festivo. Esto resultaba asombroso para Tom. El sombrero era refinado, y la chaqueta azul abotonada hasta el cuello era nueva y elegante, al igual que sus pantalones. Calzaba elegantes zapatos, aunque solo era viernes. ¡Hasta llevaba corbata! El muchacho tenía un aire de ciudad que hacía enfurecer a Tom.

Ninguno de los dos hablaba. Si uno se movía, el otro también, siempre siguiéndose cara a cara y mirándose a los ojos sin pestañear. Finalmente, Tom dijo:

—Yo puedo contigo.

—Me gustaría verlo.

—Pues ya verás.

—No puedes.

—¡Sí puedo!

—¡A que no!

—¡A que sí!

—¡A que no!

Los dos se miraron desafiantes. Luego Tom siguió:

—¿Cómo te llamas?

—¿A ti qué te importa?

—Si me da la gana, vas a ver si me importa.

—¿Pues por qué no te atreves?

—Como digas mucho, vas a ver.

—¡Mucho, mucho, mucho!

—Tú te crees muy listo, ¿verdad? ¡Vaya ropa llevas puesta! ¡Y ese sombrero…!

—¡Atrévete a quitármelo! Seguro que puedo contigo.

—¡Eres un mentiroso!

—¡Más lo eres tú!

—¡Tienes miedo!

—¡Más tienes tú!

—¡Vete de aquí!

—¡Vete tú!

—¡No quiero!

—¡Pues yo tampoco!

Tom trazó una raya con el dedo gordo del pie en el polvoriento suelo, y preguntó:

—¿A que no te atreves a pasar de aquí? Si lo haces, te pego una paliza. ¡Veamos si eres tan valiente!

El chico nuevo traspasó la raya y dijo:

—¡Ya está! A ver si haces lo que dices.

—Ándate con ojo, chico.

—¡A que no lo haces!

—¡A que sí! Por dos centavos lo haría.

El chico nuevo sacó dos centavos del bolsillo y se los mostró, burlándose. Tom los tiró al suelo. Al instante, los dos chicos rodaron por tierra, agarrados como dos gatos, tirándose de los pelos y destrozándose la ropa. Se cubrieron de polvo y de gloria. Tom se sentó sobre el forastero y le dijo, orgulloso:

—¡Date por vencido!

El chico se fue en llantos y Tom se fijó en la casa adonde corría a esconderse el perdedor.

Cuando Tom llegó a su casa era muy tarde, así que pensó que, si entraba por la ventana, tía Polly no lo oiría. Pero no fue así y, cuando la anciana vio el estado en que traía la ropa, tomó la decisión de castigarlo y lo mandó a trabajar al día siguiente.

Tom Sawyer

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La mañana del sábado de ese verano era brillante, fresca y rebosante de vida. Había música en los corazones, las caras eran alegres, y los pasos, felices. Los árboles habían florecido y su fragancia llenaba el aire. La colina de Cardiff, más allá del pueblo, estaba verde de vegetación y parecía una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño.

Tom apareció en la calle con un cubo de cal y una brocha de mango largo. Examinó la valla y toda su alegría se desvaneció para dar paso a la tristeza: eran 27,5 metros por 2,7 metros. Dando un suspiro, mojó la brocha y la pasó por el tablón más alto; repitió la operación, la volvió a repetir, comparó la insignificante franja blanqueada con la enormidad de la valla y se sentó descorazonado bajo un árbol. Jim pasó de camino a la fuente a por agua; ese trabajo siempre le había parecido aborrecible a Tom, pero ahora se acordaba de la cantidad de chicos y chicas que se juntaban allí, blancos, mulatos y negros, los cuales hablaban, jugaban, se peleaban y hacían travesuras. Aunque la fuente estaba solo a unos pocos metros, Jim nunca volvía antes de una hora.

Tom le propuso:

—Oye, Jim, yo iré a buscar el agua si tú pintas un trozo.

—No puedo, Tom. La señora me ha dicho que fuera a por agua y que no me entretuviera, y que, si usted me pedía que lo ayudara a blanquear la valla, que no lo escuchara y que me ocupara de lo mío.

—Oh, no le hagas caso. Es su forma de hablar, ya la conoces. Dame el cubo. Será solo un minuto. Además, ella no se va a enterar, no te preocupes.

—No me atrevo, Tom, lo siento. Me va a cortar la cabeza. ¡De veras que sí!

—¿Ella? Ella amenaza, pero nunca hace lo que dice… Jim, te daré una canica. Una de las blancas.

Jim empezó a dudar.

—Una blanca, Jim, y es de primera.

—¡De esas hay pocas! Pero, Tom, tengo mucho miedo de la vieja ama.

La tentación era muy fuerte. Jim dejó el cubo en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas. Tom pintaba la valla con furia y tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Pero la energía de Tom duró poco. Empezó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día y sus penas se multiplicaron. Pronto comenzarían a pasar los chicos que se aventuraban a ir de excursión y se reirían de él porque tenía que trabajar. Sacó todas sus riquezas (trozos de juguetes, canicas y otros objetos estropeados) con la esperanza de que quizá lograran algún cambio de tareas, pero no resultaron lo suficientemente tentadoras como para comprar media hora de libertad. Volvió, pues, a guardar en el bolsillo sus escasos recursos y abandonó la idea, pero en ese desesperado momento tuvo una ocurrencia mucho mejor.

Tom cogió la brocha y se puso tranquilamente a pintar. Ben Rogers apareció comiendo una manzana. Venía haciendo de barco de vapor por la calle e imitaba una campana (¡din don dan!, ¡din don dan!) que avisaba de que iba a atracar. Tom continuaba blanqueando la valla sin prestarle atención a Ben. El chico se acercó:

—Hola, te hacen trabajar, ¿eh?

—Ah, hola, Ben. ¿Eres tú? No te había visto.

—Oye, me voy a nadar. ¿Te gustaría venir? Vaya, claro, tienes que trabajar, no podrás…

Tom se quedó mirándolo un instante y dijo:

—¿A qué llamas trabajar?

—¿Qué? ¿No es trabajo?

Tom continuó pintando y le respondió distraído:

—Bueno, puede ser que lo sea y puede que no. Lo único que sé es que le sienta bien a Tom Sawyer.

—¡Vamos! ¿Me vas a hacer creer que a ti te gusta?

—¿Gustar? No sé por qué no va a gustarme. ¿Es que le dejan a un chico pintar una valla todos los días?

Aquello puso el asunto bajo una nueva luz. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom movió la brocha arriba y abajo, se retiró unos pasos para ver el efecto, añadió un toque aquí y allá, juzgó otra vez el resultado… Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más interesado en lo que hacía. Al fin dijo:

—Oye, Tom. Déjame pintar un poco.

Tom reflexionó. Estaba a punto de acceder, pero cambió de opinión:

—No, no. No puede ser. Tía Polly es muy exigente con esta valla porque está aquí, en medio de la calle, ¿sabes? Si fuera la valla trasera, no me importaría, ni a ella tampoco, pero no sabes tú lo que le preocupa esta valla. Hay que hacerlo con mucho cuidado. No creo que haya un chico entre mil, ni aun entre dos mil, que pueda blanquearla como hay que hacerlo.

—¿No? ¿Lo dices de verdad? Vamos, déjame que pruebe un poco. Solo un trocito. Si tú fueras yo, te dejaría, Tom.

—De verdad que quisiera dejarte, Ben, pero tía Polly… Mira, Jim también quiso y ella no le dejó. Sid también quiso y no lo consintió. ¿Ves por qué no puedo dejarte? Si te dejara y pasase algo…

—Pero yo lo haré con cuidado. Mira, si me dejas, te doy un trozo de manzana.

—No puede ser. No, Ben. Tengo miedo…

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—¡Te la doy toda!

Tom le entregó la brocha, con desgana en la apariencia y entusiasmo en el corazón. Y mientras el exvapor Gran Missouri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se sentó allí, cerca, en la sombra, y se comió la manzana mientras planeaba engatusar a más inocentes. No escaseó el material. A cada momento aparecían muchachos que venían a burlarse y, sin embargo, se quedaban a blanquear la valla. Cuando Ben se rindió de cansancio, Tom ya había vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen estado, y después a Johnny Miller y otros muchos chicos. Cuando avanzó la tarde, Tom, que por la mañana había sido un chico en la miseria, nadaba materialmente en la riqueza. Tenía, además de lo mencionado, doce canicas, un trozo de vidrio azul para mirar las cosas a través de este, un carrete, una llave incapaz de abrir nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, seis cohetes, un collar de perro (pero sin perro)… Al final del día, Tom había pasado una tarde deliciosa y el trabajo estaba hecho. La valla había quedado no solo pintada, sino con tres manos de repaso. Y si no llega a ser porque la cal se había terminado, todos los chicos del pueblo se habrían declarado en bancarrota.

Tom había descubierto sin darse cuenta uno de los principios fundamentales del comporta

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