Cómo salvar a un barón de sí mismo

Eleanor Rigby

Fragmento

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Prólogo

Joyce se plantó en su habitación de prestado con el camisón embarrado, las pantorrillas llenas de arañazos, los huecos de los dedos de los pies llenos de ramitas y el corazón desbocado. Agarraba la caja donde albergaba su reciente adquisición con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos, pero ni siquiera se daba cuenta de ello. Era su doncella, la amable muchacha de veinte años que la había ayudado a colarse en la mansión de esa guisa, quien advertía que su señora no era la misma que se había marchado horas antes.

—Tendría que echarle una bronca por haber salido así, milady —anunció, mirándola con ternura—. Por no hablar de cómo se ha puesto.

Buscar la mirada de Joyce fue una pérdida de tiempo. Sus ojos, de un inusual tono entre gris y verde, estaban perdidos en el espacio, como si quisieran abarcar toda la habitación y, al mismo tiempo, desprenderse de sus detalles hasta que fuera un abstracto borrón de colores.

Ante su silencio, la doncella actuó como mejor pudo. La condujo al borde de la cama, donde la sentó con cuidado. Se arrodilló en el suelo para meterle los pies sucios en un barreño que llevaba horas preparado.

Cuando dejaba el dedo índice para frotar el pulgar, al menos unos veinte minutos después, Joyce salió de su ensimismamiento y la miró de manera indescifrable.

—Lo he visto.

El corazón de la doncella se saltó un latido, así como el de lady Joyce lo había hecho al intercambiar una sola mirada con aquel hombre. Siguió un prolongado silencio en el que pareció que la joven se sumergía en el reciente recuerdo.

—¿Y bien? ¿Cómo es? ¿Ha hablado con él?

—Un poco —murmuró, escondiendo el rostro entre la cortina de cabello naranja—. Al principio no sabía que se trataba de él, así que me puse a parlotear como una gallina clueca. No dije más que estupideces, Darleen.

—Estoy segura de que eso no es así, milady.

Joyce levantó la mirada y la clavó en los ojos de la doncella.

—Si lo hubieras visto, sabrías que cualquier cosa que pudiera haber salido de mi boca habría sido una bobada.

—Oh, no... ¿Es esa clase de hombre que juzga a la mínima y desprecia las opiniones de las mujeres?

—No. Eso sería ser un hombre común, y él no lo es. Dammit, Darleen, no lo es —gimoteó—. ¿Qué se supone que podré esperar de alguien así?

—Pero... ¿A qué se refiere con que no es común? ¿Es... un monstruo?

—Sí, lo es —musitó—. Pero es un monstruo hermoso. De los que no tienen corazón pero no pretenden arrancar el de otros para volver a sentir. Está orgulloso de estar muerto, Darleen.

Joyce respiraba artificialmente. A pesar de estar temblando de pies a cabeza, un rubor revelador designaba la existencia de una emoción oculta tras la desconfianza que el hombre le inspiraba. Darleen la reconoció enseguida: no solo enrojecía su piel pálida, sino que estaba grabada en sus ojos. La nostalgia de haber perdido lo que aún no había tenido. Melancolía por saber que nunca sería suyo lo que en realidad debería pertenecerle.

Darleen soltó el frágil tobillo de la joven para mirarla seriamente.

—¿De qué tiene miedo, milady?

Ella la miró perturbada por la intensidad de sus emociones. Arrugó el entrecejo como si no conociera todavía la respuesta, o quizá sabiéndola pero odiándola en mayor medida. Se llevó una mano al pecho y la apretó, notando el corazón a punto de atravesar la piel y salir corriendo.

—De que no me ame como yo a él.

Un silencio.

—¿Está segura de que lo ama? —preguntó, sabiendo cuál era la respuesta. No cabía otra verdad en sus desorbitados ojos claros—. Estuvo todo el camino llorando porque se alejaba de Aidan, milady.

—Es distinto.

—Con Aidan no habría tenido ninguna oportunidad —adivinó—. El barón, en cambio, es una posibilidad factible. Por eso lo desea.

—No me entiendes, Darleen. Ese hombre está más lejos de mí que la Luna —replicó con amargura—. Y Aidan... Aidan nunca me hizo sentir como él lo ha hecho en veinte minutos. Parecía que estaba de pie en la cuerda floja y en cualquier momento podía caerme. Estaba en la tierra, aferrada con pies y manos, y esta se sacudía hasta sus cimientos. No puedo explicarlo, es solo que...

Se miró las palmas, aterrorizada. Darleen las tomó suavemente y se las besó, intentando calmar ese temblor violento.

—La literatura nunca exagera cuando habla de sentimientos, milady.

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1

«En la Divina comedia se dice que temer se debe solo a aquellas cosas que pueden causar daño. Pero ¿y cuando lo que no debería causar daño lo hace? ¿Y cuando se ama lo que hiere? ¿Qué se hace entonces?»

Extracto de las cartas de Joyce a Jasper

Surrey, Inglaterra. 1880

Hacía horas que se había cansado del incesante parloteo sobre negocios que constituía cualquier tediosa reunión masculina. Las cenas no le disgustaban: disfrutaba de las pequeñas cosas de la vida, como en ese caso la comida, y también le entretenía jugar a sacarle los colores a alguna debutante tímida. No obstante, en esa velada en especial habían pasado directamente al puro, sin posibilidad de degustar un postre que aminorase la carga del humo. Y eso significaba tener que tragarse una mala noticia tras otra sin ninguna compensación, porque después de las acaloradas discusiones sobre asuntos empresariales o políticas económicas, vendría la cama. Que era, para una mente activa como la suya, el peor momento del día. Sobre todo cuando se tenían motivos de sobra para temer al amanecer.

Pero Derek no estaba asustado, y si lo estaba, nadie se percataría. Derek tampoco huía, por lo que su tranquila retirada del salón tuvo más similitudes con un paseo sin regreso que con la escapada de un hombre hastiado. Justo lo que era.

Una fiesta de compromiso era la clase de acontecimiento ineludible, más aún si el padrino del novio y primo de la novia era un duque obligado a satisfacer los deseos de sus semejantes. Semejantes que, a pesar de despreciarle en privado, seguían teniendo las narices tan largas que las metían en su vida conyugal. Una lástima para todos los invitados que la novia aún no hubiera llegado, y una gran alegría para Derek. No conocía a la muchacha y dudaba que le cayera en gracia si era como la habían pintado, pero a esas alturas se compadecería hasta de un monstruo de seis cabezas si tuviera que pasar una velada acompañado de esos hipócritas.

Derek lanzó una mirada vacía al cielo. Se llevó las manos a las cervicales, que masajeó suavemente por encima de la chaqueta, mientras se preguntaba qué podría depararle el día siguiente. Eso era justo lo que tendría que haber hecho desde que se levantó, pensar sobre lo que le parecía su destino, y no servir a una absurda cantidad de lores y damas a los que perfectamente podría partir un rayo.

Por s

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