Sucedió en Zamora

Cristina Rodríguez Trueba

Fragmento

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Capítulo 1

—¡El agua está muy fría! —La modelo deja escapar un chillido de niña pequeña—. ¿No se podría mezclar con agua caliente?

—Eso ya deberías saberlo, bonita. No es la primera vez que trabajas para mí —le responde el fotógrafo sin dejar de moverse para encontrar el ángulo perfecto—. El agua caliente no es buena para hacer fotos de chicas en bikini porque los pechos se relajan, los pezones se duermen y la revista no alcanzará las ventas deseadas.

Me siento en una silla de playa que ha utilizado la anterior modelo. La mulata de labios gruesos tampoco ha tenido suerte. Lorenzo quería simular que sudaba bajo un sol abrasador y un chico oriental lleno de tatuajes le ha pulverizado el cuerpo, mientras ella abría la boca conteniendo los gritos para no disgustar al fotógrafo.

—Demasiado brillo en los labios.

La maquilladora se acerca corriendo para retocar a la chica. Lorenzo aprovecha esta parada para descansar los brazos.

—Quiero más mechones sueltos.

La modelo se queda muy quieta. Ahora tiene a dos personas que la acicalan y sabe que no debe pestañear de nuevo hasta que se retiren.

—Los hombres que pasan por delante del quiosco cada mañana, camino de su trabajo, necesitan un estímulo para detenerse y meter la mano en el bolsillo buscando el billete de cinco dólares. La revista tiene que susurrar a ese muchacho de Arkansas que ha venido a Nueva York buscando el sueño americano y trabaja doce horas diarias. Alguien que llegará a su apartamento y cenará solo delante de la televisión una bandeja de comida precocinada, que la mitad de las veces no terminará porque estará tan cansado que se quedará dormido en el sofá. «Cómprame —escuchará—. Soy tu revista, esa con la que te vas a meter al baño para relajarte después de adquirir y vender acciones a grito pelado en la bolsa».

Lorenzo acaricia su cámara de fotos. Habla sin dejar de caminar, no mira a nadie, pero se dirige a todos. Tomando un botellín de agua, bebe y deja el estudio en completo silencio durante cinco segundos. Se seca la boca con un gesto masculino y reanuda su discurso.

—El ejecutivo que tiene mujer, dos hijos con ortodoncias, un golden retriever, y vive en un barrio residencial, a una hora de distancia de la Gran Manzana. Tiene una casa con jardín, piscina, cinco habitaciones, cocina de concepto abierto y su refugio en el sótano. Es la habitación del guerrero, donde se reúne con sus amigos delante de una televisión de cien pulgadas. Ese también escuchará: «Méteme en tu maletín. No me toques hasta que regreses a casa en el tren de las seis y cuarto. Solo entonces pasarás mis hojas despacio y observarás mis fotos». Los miércoles los chicos tienen entrenamiento de natación y no llegarán hasta las ocho. Su mujer estará en casa preparando la cena. La revista le dirá: «Entra directamente a la cocina, deja caer el maletín, besa a tu mujer en el cuello. Se dará media vuelta sorprendida porque hace mucho tiempo que no lo haces. Entonces, aprovecharás ese momento de desconcierto para llevarla en volandas hasta la mesa donde, animado por mis páginas llenas de imágenes de chicas con escuetos bikinis y pezones duros, echaréis un polvo apoteósico que os dejará sonriendo como tontos el resto del día».

Todos asienten como si Lorenzo acabase de hacerles una revelación que cambiará sus vidas. Sonrío moviendo condescendiente la cabeza a ambos lados. Ocho meses viviendo con Lorenzo contienen suficientes días, horas y minutos para memorizar sus frases estrella, las que tantas veces he escuchado en las reuniones de trabajo, en nuestras cenas de amigos y cuando estamos solos después de un largo y agotador día de trabajo e intercambiamos impresiones. ¡No soporto sus discursos! Últimamente, me pregunto por qué continuamos juntos.

No puede verme, no es bueno interrumpir cuando está creando y todavía hay dos modelos vestidas con diminutos conjuntos de dos piezas esperando. Me relajo deslizándome hasta encontrar una postura cómoda y recuerdo…

Nos conocimos en Florida. ¡Aquel sí que fue un viaje extraño! Yo había empezado a trabajar en mi actual empresa hacía pocos días y mi jefe había requerido mi presencia en ese viaje como su ayudante personal. Llevaba cuatro años viviendo en Estados Unidos, trabajando siempre en la industria de la moda, y nunca me habían pedido que me desplazase para contemplar una sesión de fotos.

Mi especialidad son las ventas internacionales y no necesito ver cómo las modelos posan con los bikinis para exportarlos a tiendas de lujo de los cinco continentes. A algunos compradores les gusta observar las sesiones fotográficas. En mi anterior empleo los había acompañado un par de veces. Ellos querían ver carne debajo de los bikinis y yo aprovechaba para resolver cualquier duda sobre cuestiones financieras que pudieran plantear.

En esa ocasión nadie excepto nosotros, como representantes de la empresa que los elabora, estaría presente. No me imaginaba qué tipo de ayuda podría necesitar mi jefe cuando él mismo conocía todos los datos tan bien o mejor que yo. Tuve un mal presentimiento y a punto estuve de mostrar mi desacuerdo con mi superior. Me mordí la lengua, había trabajado duramente para entrar en esa empresa y no pensaba estropearlo quejándome por tener que pasar dos días en Florida.

Mi jefe era un hombre de mediana edad. Educado y tranquilo, tenía en su despacho una foto de su mujer y otra de sus tres hijas. Cuando me le presentaron mantuvo su mirada en mis ojos y eso me dio tranquilidad.

Siempre fui una niña muy alta y cuando mi cuerpo, que hasta los doce años solo había conocido rectas, empezó a cambiar, se encaprichó de las curvas y me dejó unos hermosos pechos y unas caderas de mujer latina que poco tenían que ver con mi pelo rubio y mis ojos verdes.

Mi madre ha sido y es una mujer preciosa. «La Sofía Loren» la llaman donde vivimos, el barrio de Bilbao. Con diecisiete años tuvo un corto romance con el profesor de inglés de la academia a la se había apuntado para mejorar su nivel. El color de mis ojos y el de mi pelo le recordaron durante mucho tiempo que los errores se pagan caro y se mantuvo alejada de los hombres hasta hace seis años. Desde entonces es feliz compartiendo su vida con Armando y yo lo soy por verla a ella sonreír.

«Cuerpo de pecadora y cara angelical». He escuchado esa estúpida frase u otras similares desde que me puse mi primer sujetador. Recibir cumplidos y piropos cuando tienes quince años y la cabeza llena de pajaritos no era bueno, me confundían y llegaron a hacerme dudar sobre cuál era el camino que quería recorrer. Ver a mi madre trabajar duramente seis días a la semana para que ni ella ni yo fuéramos una carga para mis abuelos me recordaba constantemente que la belleza es algo efímero. Dentro de pocos años los hombres dejarían de mirarme porque siempre habría otra chica más joven que yo a quien piropear.

La mente no se arruga con el paso de los años y decidí estudiar, cuidar esa parte de mi cuerpo que solo quien me llega a conocer alaba y que hace que dejen de mirarme como si solo fuera carne y hueso en la proporción deseada.

Mi nuevo jefe parecía uno de estos inofensivos varones, alguien que me miraba como a un ser humano y no como a un instrumento para satisfacer sus necesidades. Solía hablarme de las buenas notas que obtenían sus hijas, de las t

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