¿Serás un error, Pablo?

Verónica Mengual

Fragmento

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Capítulo 1

LA LLEGADA

Estaba muy entusiasmada por el nuevo reto que me habían propuesto. Era una buena oportunidad para poder optar por un futuro artístico brillante y, sobre todo, para conocer a gente nueva. A la llegada nos abrió la puerta un chico que custodiaba el parquin. Muy amablemente nos dio los buenos días, cogió nuestros pases y alzó la barrera. No me lo podía creer; estaba pasando de verdad.

Era un complejo muy grande, precioso, con unos jardines increíbles; todo muy hollywoodense. La piscina, eje de mi otra gran afición, la natación, estaba en el centro de los tres grandes edificios que componían el lugar. A la entrada nos aguardaba una guía.

—Señores Ballester, sean bienvenidos. Tú debes ser Lucía, un placer tenerte con nosotros y conocerte al fin.

¡Madre mía! ¿Se sabría los nombres de los sesenta que habían entrado por la puerta?, ¿o solo el mío? Comenzamos la visita y mis padres estaban más nerviosos que yo. Mi hermano no paraba de decir que se quería ir, y yo lamentaba no tener papel y lápiz para tomar nota de todo lo que la chica nos estaba explicando. Seguro que, hasta pasadas las dos primeras semanas, no sabría moverme por el complejo. «¡Esto es enorme! ¡Qué jardines! Y dice la guía que detrás hay otras tres piscinas para los deportistas de élite, que también se forman en el centro», cavilé.

Mis pensamientos iban a mil por hora. La chica que nos acompañaba nos mostró el comedor, la sala de estar común, otra sala de juegos y reuniones, una habitación con instrumentos de música, una biblioteca más grande que toda mi casa, varios salones de baile para practicar y un salón de actos que era inmenso. En este último lugar, cabrían unas mil personas, o eso me pareció a mí.

De todo lo visto, lo que más me impresionó fue la biblioteca y el salón de actos. Ya estaba pensando en coger dos o tres libros para poder comenzar con la lectura. Me encantaba leer, pero tenía un problema. Resultaba que, cuando empezaba, no podía dejar un libro a medias y se me hacían las tres de la mañana, y luego a ver quién se levantaba al día siguiente.

¡Y qué decir de la sala de actos! Era un teatro. No sabría si podría ponerme algún día, delante de tantas personas, a representar una obra o a bailar. ¡Madre mía! Los juegos de luces y el equipo de música eran una pasada; no había visto nada tan completo en mi vida. Incluso estaba previsto un lugar para que una orquesta acompañase en directo a una representación teatral. ¡Qué lujo! Era una escuela perfecta.

La mujer seguía con sus explicaciones.

—Papás, no tengan miedo. Sus hijos están en buenas manos. Además, piensen que ya no son tan niños; a estas edades la cabeza ya la tienen bien amueblada, o deberían.

Varios padres —eran pocos los que habían ido con sus hijos— se rieron, los chicos ni la oyeron y nosotras estuvimos serias. Yo, con veintidós años, y como la mayoría de mis amigas, tengo mucho conocimiento. Las chicas maduramos antes; eso dicen. La sociedad sigue insistiendo en que debemos aguantar a un tío toda la vida, casarnos, parir y ser la base de la familia... Sí, en verdad había recibido una educación tradicional, pero me consideraba muy liberal, y tanto que no quería ni pensar en bodas, bautizos y comuniones. Eso no era para mí. Mi filosofía era la siguiente: «Hay que vivir el momento. Carpe diem».

La introducción se había acabado. Nos teníamos que despedir de los padres y comenzábamos ahí mismo el curso artístico intensivo. En cuatro años ese complejo iba a ser nuestro santuario. Dormir, comer, estudiar, y prácticamente todas las relaciones se tenían que gestar allí dentro. Pues con lo que me costaba a mí hacer amigos... ¡Ya veríamos cómo quedaría!

Me despedí de mi familia. Fue un adiós muy largo, con sermón incluido. Mi madre no paró de preguntar si era esto lo que quería, y mi padre le contestó por mí. Le dijo que, si no me gustaba, no pasaba nada, que tenía toda la vida para ir probando cosas hasta encontrar lo mío.

—No te preocupes, mami. Si Lucía ve que lo de bailar y actuar no es lo suyo, tiene ya su diplomatura en Magisterio y puede ir probando suerte. Aunque, de todas formas, es en la juventud cuando uno tiene derecho a equivocarse y volver a empezar. En la madurez también, pero ya hay menos tiempo para cometer locuras. Lucía, sé buena y haz lo que te venga en gana, siempre con cabeza y respeto. —Mi padre era un hombre muy sensato.

Ya se habían ido; estaba sola. No sabía cuándo podría escaparme para poder volver a mi casa. Esto no era como la universidad; me parecía más difícil, y lo peor de todo era que había pocos alumnos a los que los hubieran acompañado sus padres. Seguro ya tenía la etiqueta de «pava» puesta, pero no pasaba nada; había personalidad para aguantar lo que viniera.

La guía —me parece que se llamaba Sara— nos distribuyó. Los chicos y chicas deportistas se iban a una parte del complejo y los artísticos, al otro. Pocos chicos venían a bailar, querían formarse en los deportes de agua. No me dio tiempo a pasar revista a nadie, aunque tenía cuatro años por delante para hacerlo. El resto nos fuimos al edificio de al lado. El tercer complejo estaba acondicionado para los profesores y entrenadores. Yo pensaba que estarían separados los chicos de las chicas, pero no. Los edificios estaban muy bien comunicados, y el de los profes no figuraba en el medio, si no, a un lado. En fin, me pareció raro. Siempre en esos casos, pedían que no nos descentráramos de nuestros planteamientos, que el deber es lo primero... pero aquí las reglas no parecían las habituales, y no lo iban a ser. ¡No!

Puede ser que, cuando a uno le dan libertad y confianza, responda mejor que en un entorno de represión y control. Al menos ese era mi caso. No es que fuera demasiado responsable, pero intentaba hacer bien las cosas; es decir que, si tenía que pasar de ir una clase porque había un plan mejor, pues no iba, pero sabía que tendría que hacer doble trabajo para recuperarla. Sí, la fuerza de voluntad era uno de mis mejores dones; la había heredado de mi padre.

¡Qué habitación! Según explicó Sara, se había hecho un sorteo. La dirección del Centro Internacional de Danza y Deportes de Agua, con sede en Madrid, había establecido que las estancias se otorgaban por rigurosa suerte entre los asistentes. Cuando una promoción salía, las habitaciones que quedaban libres se sorteaban entre los nuevos inquilinos. Este año, las que estuvieron sin dueño eran las más altas, el piso ocho y los áticos. Parecía ser que me había tocado el premio gordo. Los próximos cuatro años los iba a pasar en un ático que hacía chaflán, en la esquina del edificio, admirando la capital a segundo plano y un hermoso parque en uno de los laterales de mi balcón. Había una vista preciosa, la verdad, y eso que era prácticamente de noche, pero en septiembre aún quedaba luz a las ocho y media de la tarde.

La cama estaba paralela a la puerta de la entrada; era de matrimonio. Al otro lado había un sofá grande, con una mesa redonda en el centro; frente a él, una pantalla plana de unas veintidós pulgadas colgada en la pared. Al lado de la televisión, estaba la mesa de cristal con sus cajones; era el escritorio. Encima tenía varias estanterías; junto a él había una neverita. Parecía un hotel. La puerta del baño estaba junto al cabezal de la cama. Había una ducha, un bidé, un lavabo y un inodoro. Nada de lujos, con una decoración en blanco y negro muy vistosa. Me encantaba mi habitación y, sin duda, lo mejor era el balcón. Unos diez metros cuadrados increíbles. Pensé que tendría que comprar una mesita de plástico para disfrutar de las noches de verano al aire libre.

Saqué los trastos de las maletas. Estaba nerviosa porque era casi la hora de cenar y no tenía la menor idea de dónde quedaban los comedores. Bueno, es que no sabía ni en qué parte del edificio estaba yo.

Cuando acabé de deshacer las maletas, busqué el ascensor. Junto a mi puerta vi a una chica morena, con mechas rubias y pelo rizado, con ojos grises; parecían verdes, pero por la mañana los tenía azulados. Era un poco más baja que yo y bastante más delgada también. Me saludó con una sonrisa de oreja a oreja y me dio muy buenas vibraciones.

—Hola, soy Vero, de Calpe, cerca de Alicante, ¿y tú?

—¿De Calpe?

—Sí, ¿la conoces?

—Está cerca, justo al lado de la ciudad natal de mi madre, Dénia. Allí íbamos los veranos. He pasado una infancia muy feliz frente al mar. Bueno, disculpa, no te he dicho mi nombre. Yo soy Lucía, vengo de Alicante y me siento como si tuviera ocho años, haciendo amigos por primera vez.

—Sí, ¿verdad? No te preocupes; a mí me pasa igual. Como somos vecinas, y lo seremos durante bastante tiempo, ¿qué te parece si comenzamos a asentar nuestra relación de convivencia? Por cierto, me encanta que conozcas Calpe, yo voy a menudo a Alicante.

—Creo que vamos a ser buenas amigas, Vero.

—Eso espero. Pues, si te parece bien, vamos a cenar, y así nos podremos conocer... para descartar que estés loca o eres una ladrona... ¡Jajaja!

—¡Vaya! Buena forma de romper el hielo.

—El humor no falla. Venga, vamos.

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Capítulo 2

RELACIONES

Vero y yo nos entendimos rápidamente. Conectamos muy bien y. como las primeras semanas eran muy tranquilas, con clases suaves y poco trabajo, fuimos simpatizando cada vez más. Conocer Calpe y Alicante nos vino muy bien para tener temas sobre los que hablar. Sentía nostalgia por Alicante; hacía demasiado que mi familia y yo no íbamos a la ciudad y a ver el mar. Últimamente no teníamos tiempo y era una pena, porque la playa tenía un efecto regenerador para la salud, el mal humor. En definitiva, era la mejor cura de todos los males.

Mi amiga y yo, prácticamente, no estábamos a solas nunca. Fuimos conociendo a gente poco a poco y nos hicimos un buen grupo. Muy variopinto.

En el centro artístico, había cuatro cursos de cuarenta y pico de alumnos por clase, con gente muy buena; personalidades para todos los gustos, la verdad. En otro orden de jerarquías, estaban los deportistas. No sabía cuántos serían, pero eran más que los que bailábamos.

Me gustaba mucho el ambiente del centro; era el entorno liberal. Al principio daba la impresión de ser muy conservador, pero de eso nada. Sobre todo el profesorado, muchos jóvenes en ese colectivo. Bueno, no era Sodoma y Gomorra, ¡no!, pero se mascaba la libertad en el aire.

En el grupo de amigos, Vero y yo éramos un núcleo independiente. Nos juntábamos para comer, salir y charlar con otros seis, y a veces éramos más porque había amigos que invitaban a otros colegas. Igual ni nos conocíamos entre nosotros, pero ahí íbamos.

Entre los más allegados a Vero y a mí, figuraba Daniela, que era dulce, rubia, muy buena chica y más adelante, cuando tuvo confianza, nos comentó que era lesbiana. Lola y Marga eran parecidas a nosotras dos. Ellas discutían bastante, aunque no podían vivir la una sin la otra, y se criticaban pero, si eran felices así, quién era yo para decir nada al respecto.

Teníamos en el grupo, también, a David; era estupendo, daba muy buenos consejos. Morenazo de ojos marrones grandes, muy atractivo, con mucha clase y gusto. No sabíamos por qué venía siempre con nosotros, lo imaginábamos con los más listos y habilidosos de la clase, pero nos prefería. Era un valor añadido al grupo. Marga estaba bastante pillada por él al principio; luego, según dijo, lo consideraba solo un amigo. «Soy incapaz de verlo como algo más a estas alturas», decía; pero creí que simplemente intentó coquetear con él y que no cuajó el tonteo.

La cuadrilla era de primer año, aunque posteriormente conocimos a mucha gente de segundo y tercero. Las chicas de tercero eran, muchas de ellas, insoportables, y se nos caía la baba con los chicos de cuarto. Había cada ejemplar que quitaba el hipo, pero nada... No nos hacíamos ilusiones con ellos; era para deleitarnos la vista.

A los profesores y entrenadores también los teníamos calados. Las profesoras se portaban bien en general, y los varones encargados de enseñarnos, la gran mayoría, tampoco tenían desperdicio. Los organizamos según sus atractivos y personalidades.

Los primeros meses fueron de afianzamiento. Comencé a saber dónde estaban las cosas, cómo funcionaba el centro. Lo típico en estos casos. La biblioteca se había convertido en un lugar de obligado paso. La literatura me gustaba mucho. Las novelas de amor eran un tema que me parecía interesante y las de carácter filosófico me ofrecían puntos de vista diferentes. ¡Qué le iba a hacer! Era una romántica empedernida.

En cuanto a las clases, estaban bastante bien. No es que yo estuviera entre las mejores, pero la profesora de alternativo, Sara, que fue la que nos había hecho de guía al comenzar el curso, me decía constantemente que tenía un punto propio que no se aprendía en las aulas. Su observación me subía mucho el ánimo.

Las clases de Sara estaban muy bien enfocadas. En ellas nos mezclábamos alumnos de todos los cursos, tanto chicas como chicos. Era una clase diferente. No había un nivel establecido; es decir que los de primero nos codeábamos con los de cuarto sin ninguna preocupación por tener menos experiencia que ellos. Las chicas mayores sí se lo tenían más creidillo; estaba claro que ellas ya estaban prácticamente en la recta final de sus clases y bailaban muy bien.

Esta escuela internacional era muy diferente a todas las que había en España y, para mí, en el mundo entero. No impartían enseñanzas que daban títulos oficiales, pero sí técnicas de baile perfectas, y los que salían de allí tenían opciones de hacer una buena carrera profesional. La dirección no daba valor a los títulos, sino al aprendizaje; es decir que el centro te instruía, no daba titulación, pero el hecho de haber estudiado en él era pasaporte directo para entrar en las mejores compañías de teatro, grupos de bailes o cualquier campo de las artes escénicas.

Mi idea no era ser una bailarina excepcional. Había acabado la diplomatura de Magisterio, no había trabajo, se presentaban más de quinientas personas para una oposición y mi padre me había dado la opción de coger un tiempo sabático, pero para formarme. ¡No! No era una pija consentida. Mi padre me tuvo que convencer para hacer ese curso. Yo me sentía culpable por acabar de estudiar y no trabajar. Había hecho varios másteres, pero no salía trabajo. Papá me había dicho que se era joven una vez en la vida. Tenía una media de 7 en la diplomatura, y él se podía comprometer a pagarme un curso de mis mayores pasiones como recompensa por ser buena estudiante. Esa experiencia era una diversión seria. La verdad era que nunca me había planteado dedicarme a ello; era un pasatiempo caro, pero que mi padre se podía permitir pagármelo.

Ahí estoy, en una fabulosa escuela, con gente privilegiada; imaginaba que habría algún otro que tenía la suerte de que sus padres le pagasen los estudios, y en uno de los mejores centros de artes escénicas.

Fue sorprendente lo fácil que me había resultado entrar. En la prueba de evaluación, pasé sin problemas, con cuatro nociones que había aprendido en el instituto, y luego a ratos, entre clase y clase en la facultad. Este motivo también había sido un detonante para que mi padre hubiera insistido en que hiciera la prueba de acceso para este centro. Luego me dio mucho la brasa para que me decidiera por él. No era que yo fuera brillante, ni mucho menos, pero según él, tenía un talento singular para las artes escénicas. Esa observación no me la había tomado nunca muy en serio porque no era una opinión objetiva; era mi padre...

Durante los primeros meses, sabía que papá no había tirado el dinero a la basura. Aunque no tenía pensado dedicarme a ese mundo, me enriquecía personalmente esa experiencia que estaba teniendo. Además, quién sabía qué me depararía el futuro. El baile y la interpretación sacaban lo mejor de mí y, dado que no tenía la obligación de ser la mejor, porque no había decidido mi porvenir aún, todo me salía simple y a pedir de boca. Es un lujo hacer una actividad por gusto y no por obligación; eso cambia la perspectiva de todo lo que se tiene en mente. Vero sí tenía claro que iba a dedicarse a la danza, lo deseaba fervientemente. Todos sabíamos que David también llegaría muy lejos; con esos movimientos y su porte, la cosa estaba hecha.

Las clases de Sara no eran las únicas que me gustaban. Nadar me encantaba. El entrenador de natación era muy popular en el campus, estaba muy bien formado... En fin, tenía un cuerpo de muerte y era guapísimo. Ojos verdes, moreno, labios carnosos, alto, culo bien puesto... ¡Tremendo! Seguro que era un ligón. Cuando nos ayudaba a hacer algún ejercicio, las chicas, todas sin excepción, nos poníamos nerviosas, al igual que algún que otro chico también. Era increíble; entrábamos de nuevo en la edad del pavo ante él. ¡Por Dios!, y eso que no hablaba con los alumnos más de lo estrictamente necesario. Según comentaban, su historial amoroso en el centro era muy completito. Muchas nos imaginábamos estar en su lista. Fantaseábamos, solo eso.

Al margen de todo, como tenía veintinueve o treinta años —no creía que tuviera más—, lo considerábamos uno de nosotros. Se portaba bien, pero nos trataba con poca familiaridad, de lejos, sin implicarse. Pensamos que sería para no perder su objetividad a la hora de evaluarnos. Casi todos los tutores eran jóvenes, aunque también había alguno de sesenta años, como el profesor de inglés. Con ese no nos poníamos nerviosas. ¡No!

Me encantaba nadar, y las clases de la piscina estaban pensadas para sincronizar el cuerpo; el agua nos ayudaba a realizar los movimientos en tierra con mayor precisión. Era habitual combinar mis estancias de la biblioteca con las de la piscina. No me gustaba ir a nadar cuando había demasiada gente, prefería ir a la piscina sobre las nueve de la noche; todos estaban cenando o preparándose para salir o ir a dormir, por lo que era una hora muy buena para pensar en mí, en mis cosas, o para simplemente dejar la mente en blanco mientras hacía ejercicio. Adoraba el agua, aunque no fuera la del mar. Además, el bañador me quedaba muy bien y lucía figura, más bien curvas. Eso sí, el gorrito dichoso no me sentaba nada bien; con él era todo ojos verdes, el resto de mi cara desaparecía, y eso que la tenía redonda, con unos buenos mofletes.

La piscina estaba climatizada, tenía una pérgola acristalada que ponían en invierno. Las escaleras de la zona la comunicaban con el sótano de los profesores y desde ahí pasaba al edificio de los chicos hasta el mío. Las piscinas de la otra parte del centro estaban vetadas para los alumnos de escénicas, solo eran para los deportistas, lógicamente.

Un día de esos en los que me perdía en el agua, estaba muy concentrada nadando, iba hacia el final y volvía tranquila, sin prisas ni crono, solo para relajarme, comenzó todo.

Cuando acabé, salí a secarme y vi delante de mí al entrenador, a Pablo. ¡Madre mía, cómo estaba el profe de natación! Me sorprendió verlo en esa piscina, porque su terreno era el deportivo. Creí que él nadaría en las otras. Me equivoqué.

Fui educada y le dije: «Hola». Me devolvió el saludo sin una palabra, con un leve levantamiento de cabeza y sin apenas interés, pero con una bonita sonrisa en la boca. «¡Qué corte!», pensé. Y me dije: «Lucía, que no tienes trece años. No te pongas roja, por favor, eres una tía segura de ti misma, y la adolescencia ya no tiene cabida».

Consideré que había sido un poco seco conmigo y luego caí en la cuenta de que ese dios viviente estaría rodeado de chicas que se pasaban el día babeando por él y de que, probablemente, todas le pareceríamos unas crías. Además, recordé su don de la objetividad, así que ¿qué más daba que fuera simpático conmigo o no?

Una vez seca, me dispuse a salir de la zona de la piscina. Di dos pasos en dirección a la puerta y me pegué un resbalón que casi me hizo caer de morros. ¡Qué vergüenza!, pero estuve rápida y aguanté el tipo. Seguro que Pablo me había visto, y apostaba lo que fuera a que había oído el gritito de susto que se me había escapado de forma involuntaria...

Sí, hice el ridículo. De repente lo oí. Creía que hasta la fecha no había caído en que el tono de su voz era tan grueso y dulce a la vez. «Tienes suerte», dijo. Me giré y sonreí. «Tierra, trágame», pensé. Lo peor aún estaba por venir. Pablo no había terminado su frase, y continuó: «No sabía que te faltaba tanto equilibrio porque, si llega a ser una prueba de baile, de la segunda fase, te tienes que despedir. Bastante patosa sí eres».

Me volví a girar, le dediqué una mirada que le perdonó la vida, muy seria, y me fui.

¡Pues me había llamado torpe en pocas palabras! «¡Anda ya!, el babeo con este entrenador se ha acabado», me regañé. ¿Nerviosismo en sus clases? Ni pensarlo, nunca jamás. Me hundió mi autoestima. A una no le sienta bien que un tío bueno la llame torpe y patosa...

Las semanas iban pasando lentas, y yo saboreaba cada clase como si fuera una oportunidad única. Los profesores eran estupendos; había de más duros, otros muy comprensivos y algunos pasotas... Los duros te ponían a prueba; sabías que esperaban mucho de ti, y te tenías que poner el listón bien alto para impresionarlos. ¡Pues no había tenido profesores que se habían quedado con la boca abierta con mis notas! Si era que no había nada que diera más gusto que sacarse la etiqueta de mediocridad que te ponían en el primer curso y cerrarles la boca. Eso fue lo que me había pasado en Magisterio.

Los compañeros también estaban muy bien; físicamente había para elegir en el menú, pero Vero y yo nos habíamos propuesto sacar el máximo provecho a las clases, dejar de lado a los chicos y centrarnos en esta oportunidad única que nos brindaba la crisis laboral, al menos a mí. Tiempo por delante habría, y mucho, para la vida amorosa.

Dos semanas después de lo pactado, mi amiga comenzó a salir con Luis. Y claro, Luis tenía un amigo que quería quedar en grupo, los cuatro. Yo no hacía más que darles largas. La verdad era que no había nadie de mi interés, aparte del dios viviente, el profesor de natación, pero había decidido no hacerle caso. Además, los que realmente podían atraer mi atención...; con esos sabía que no tenía posibilidades, así que tocaba bailar y aprovechar la teoría y el estudio de idiomas, inglés y francés.

El profesor de natación no se me había ido de la cabeza; bueno, él no, sus palabras. Que me llamase torpe no se me había olvidado. Era bastante orgullosa pero, como en la película Orgullo y prejuicio, no sabría decir si en mí era una virtud o un defecto.

Vero y yo nos quedamos dando unas brazadas más. A ella también le gustaba bastante estar en el agua. Nos habíamos dado cuenta de que Pablo seguía dentro de la piscina y estaba a punto de salir. Cogió la escalera y se disponía a subir. Era costumbre que las féminas le miráramos el culo al profesor. Hacía semanas que no lo había visto en esa posición, porque estaba centrada en otros temas, pero esta vez sí lo vi. Había decidido ignorarlo. Me di la vuelta y seguí nadando. Vero se quedó extrañada y me siguió. Las dos salimos y, cuando nos dimos cuenta, teníamos a Pablo viniendo hacia nosotras. Entonces... Pablo se resbaló. ¡Qué sentido del humor tan oportuno tenía el destino!

Llevaba muchas clases hablando de lo importante que era la seguridad en la zona de la piscina, para evitar resbalones tontos que nos hicieran perder el equilibrio y lesionarnos. Justo durante la bendita clase de esa tarde, nos había enseñado sus nuevas chanclas antiresbalones y nos sugirió que tomásemos ejemplo. Me daba la sensación de que la lección me la estaba dando a mí; encima tenía la poca vergüenza de mirarme a los ojos, cuando lo decía, y dedicarme una sonrisita maliciosa. Yo no le hice caso durante su explicación. Lo miré desafiante mientras daba la charla.

De repente había llegado mi momento. Lo vi resbalarse y no pude contener la risa. Me partí en dos y tuve la sangre fría de poder decirle: «Menos mal que los zapatos son nuevos y antiresbalones, que si no... besas el suelo. No soy la única patosa». Todo ello sin mirarlo a la cara y con el fin de ser despectiva, evidentemente. Vero se quedó flipando, y le contagié la risa, pero ella fue más discreta.

Al salir de la piscina, arrancó el interrogatorio de mi amiga. Le conté lo que había pasado, hacía unas semanas, con Pablo y me dijo que el profe era un estúpido y que se lo tenía bien merecido, pero que ella continuaría mirándole el culo, que una cosa no quitaba la otra. Las dos comenzamos a reírnos.

Luego, cuando pasó la euforia del mi momento, me percaté de que, con la risa escandalosa y la frase estupenda, seguro que le había dado más importancia al asunto que el que tenía. Pablo, probablemente, pensaba que llevaba semanas sin poder dormir, recordando el día que me había llamado torpe. En fin, no quise darle más vueltas y me acosté. Lo hecho hecho estaba.

Esa noche estuve irritada. Entre el cansancio de la sesión de natación, lo sucedido con Pablo —que no dejaba de pasar una y otra vez por mi mente— y la prueba de baile flamenco de mañana, no pude conciliar el sueño. Me asomé al balcón. ¡Qué frío!

Vi que en la piscina había alguien nadando. ¡Si eran más de las doce! Me gustaría ser yo quien estuviera en el agua. ¿Me habría equivocado de afición? ¿No sería mejor nadadora que bailarina o actriz? Poco a poco noté que el cansancio hacía mella en mí. Entré y, al saltar a la cama, caí rendida.

Al día siguiente, me desperté de un sopetón. Estaba inquieta, alterada, nerviosa. El corazón me iba a cien. Había soñado con Pablo. Besos y abrazos resonaban en mi cabeza. ¡Por Dios! ¡No puede ser verdad! ¿Mi subconsciente me estaba diciendo que sentía algo por Pablo? Pero si me caía fatal. ¡No!, sería que me había dormido pensando en la contestación tan magnífica que le había dado, y de ahí venía el sueño que había tenido. «Lucía, tienes una prueba en dos horas y haz de estar fresca porque te juegas tu propio orgullo», me dije a mí misma. No tenía tiempo de tonterías.

El examen era semiprofesional. Eso decía la profe, Sandra, una andaluza de veintisiete años con un talento de miedo. Era un fenómeno. Bailaba muy bien, era toda una inspiración. La prueba se hacía en el salón de actos principal. Vero, Daniela, Lola, Marga y yo nos habíamos pasado la hora de antes practicando en una de las salas de entrenamiento. Cuando nos decían que teníamos un examen un día, íbamos corriendo a reservar una sala para prepararnos.

Yo estaba convencida de que la prueba me saldría bien, aunque me sentía nerviosa por algo y no sabía exactamente qué era, pero lo intuía. No era habitual que un examen me alterase, y más cuando sabía que un suficiente, como mínimo, caería.

Salí a escena. ¡Mierda! Ahí estaba Iván. Claro, Luis habría venido a ver a Vero, e Iván aprovechó para plastearme. Era buen chico y no estaba nada mal pero, o no pillaba que no quería nada con él o, si lo pillaba, se desentendía. Saludé a Luis y de repente vi que Iván me lanzó un beso al aire y me dijo: «Suerte» vocalizando lentamente. ¡Por favor!, ¡que no siguiera así! Me agobiaba. ¿No tendrían entreno de waterpolo?

De repente giré la cabeza, para echar un vistazo rápido, y vi a su lado a Pablo. Acto seguido los besos y abrazos del sueño me volvieron a la mente. ¡No podía ser! ¿Por qué me pasaba eso a mí? Entonces, antes de apartar la mirada, me echó una sonrisita maliciosa y, sin darme cuenta, puse los ojos hacia arriba, dejándolos en blanco. ¡Qué cruz!

La profesora estaba lista. A Sandra le gustaba que las audiciones fueran abiertas al público para que nos familiarizáramos con los nervios de actuar en directo.

Estaba en medio del escenario; era enorme. Mi pensamiento no se concentraba en el examen. No recordaba haber visto antes a Pablo en una actuación, pero eso igual era porque no me había fijado en él hasta que lo llamé patoso y él, a mí, torpe. Esperaba no resbalarme y caer; si no, sus risas se oirían hasta el infinito y más allá. La barriga se me descomponía y un hormigueo me subía por la nuca... ¡Madre mía! Me estaba dando un ataque de pánico por pensar si se reiría de mí si me caía, pero... ¿qué me pasaba? ¡Dios!

Comenzó a sonar la música. Llevaba el traje de faralá que nos daban en el centro y que tenía que estar impoluto hasta el segundo, como mínimo. No se debía bajar ni subir de talla; en caso contrario, había que comprar otro o arreglarlo.

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