Prólogo
Denbigh, Norte de Gales. 1886
El carruaje atravesó a gran velocidad los más de cien acres de bosques y jardines que rodeaban la sombría institución. El asilo Denbigh se alzaba en toda su magnificencia tras las dos imponentes columnas que custodiaban la verja de entrada. Era un edificio de inspiración Tudor, construido a mediados de siglo sobre los veinte acres concedidos por un donante anónimo, cuya identidad se conoció más tarde, siendo identificado como Joseph Abblet, de Llanber Hall. A la muerte de este, la propia viuda de Abblet, en memoria de su bienhechor esposo, había cedido generosamente el reloj que coronaba la torre principal del conjunto arquitectónico, concluyendo con esta acción el legado a los lunáticos de Gales. Aunque el proyecto inicial de construcción del sanatorio había sufrido toda suerte de desventuras, la providencial ayuda de varios benefactores, entre los que se contaba la propia reina Victoria, había hecho posible que se recaudasen las casi cinco mil libras que abrirían, por fin, las puertas del asilo Denbigh. En ese momento, las mismas puertas se abrían como si pretendieran engullir al recién llegado carruaje.
El coche alcanzó la verja y la atravesó, aminorando el ritmo a medida que la silueta fantasmal del asilo se dibujaba al acortar la distancia. Los caballos, dos percherones color marrón oscuro, se detuvieron abruptamente a un golpe de bastón en el techo del carruaje, inmovilizando el vehículo. Este se paró frente al portón de madera al que custodiaban altas y estrechas ventanas con pequeños paneles acristalados.
El ocupante descendió por el estribo, ordenando, con seco ademán, al criado que gobernaba a los equinos desde el pescante, que aguardase su regreso en el mismo lugar.
Golpeó la puerta con la empuñadura de plata del bastón, tres veces, tal y como habían acordado. Al momento, unos pasos apresurados al otro lado indicaron al recién llegado que todo marchaba según lo pactado. Le recibió un hombre robusto de papada temblorosa y nariz prominente cubierta de repugnantes tumores. Desprendía un hedor insoportable, una mezcla de mugre y sudor que, unida a su asqueroso aspecto, contribuía a que el personaje provocara una reacción de inmediato rechazo.
Pese a todo, lo acompañó durante el trayecto que se le antojaba interminable, ansioso por llegar cuanto antes al ala oeste de la residencia.
Se cubrió los labios con el pañuelo de seda púrpura, mientras avanzaba con paso firme por el interminable corredor que conducía a la última estancia. El hombre que le acompañaba no parecía afectado por el nauseabundo olor a miseria y humanidad perdida. Balanceaba rítmicamente el juego de llaves que pendía de su cinturón de cuero. Golpeaba con su vara de madera las puertas de las celdas que encontraban en el recorrido, solo por el placer de ver cómo alguien gritaba desde el otro lado para demostrar que seguía existiendo. Lo miraba y reía de forma perversa, consciente del poder que ejercía desde lo que el miserable consideraba su privilegiada posición, mostrando su dentadura negruzca donde faltaban las piezas principales.
Se detuvo finalmente frente a la puerta y repitió su mezquina acción, aporreando con más fuerza cuando recibió un sepulcral silencio como única respuesta.
—Aquí está. Este es el cabrón —dijo, asomando su horrible nariz por el minúsculo orificio que hacía las veces de hueco de ventilación y ventana, señalando con su dedo regordete al sujeto que permanecía sentado en el catre.
—Abra la puerta. Voy a hablar un momento con él.
El hombre negó con la cabeza.
—Ni hablar, amigo. Dijo que quería verlo y aquí lo tiene. No dijo nada de hablar con él.
—Necesito realizar algunas comprobaciones —insistió el otro con tono autoritario.
—En ese caso, el precio acaba de subir. —Señaló con su vara el bolsillo del abrigo de su acompañante.
—¿Cuánto? —El tono era de infinita irritación y, aunque no se lo dijo, pensó en su interior lo fácil que sería llevárselo de todos modos con solo mover algunos hilos. Sin embargo, no era el momento de realizar alardes ni medir voluntades, y aquella rata no merecía el esfuerzo. Aún aguardaba la respuesta. El carcelero seguía meditando el precio, fiel a su condición de granuja ambicioso.
—Cincuenta libras.
El caballero se mostró sorprendido porque aquella sabandija se tuviera en tan alta estima sin saber siquiera a quién se enfrentaba e hizo ademán de volver sobre sus pasos.
El carcelero, temiendo que su negocio se fuera al traste, añadió rápidamente:
—Podrá llevárselo si ese es su deseo. Nadie echará de menos a esta escoria.
Aproximó el rostro al ventanuco y analizó con detenimiento la figura que se recortaba en la penumbra de la habitación: los hombros enjutos, la cabeza ligeramente inclinada sobre el pecho y el cabello largo cayéndole a ambos lados del rostro oculto por la conveniente lobreguez. Era una inversión arriesgada. Podían ser cincuenta libras por nada. Aunque, por otro lado, creía que existía la posibilidad de que sus sospechas fueran ciertas y si era así, cincuenta libras eran un precio irrisorio a cambio de algo tan valioso.
—De acuerdo. —Sacó del bolsillo interior el precio convenido y se lo lanzó con desprecio.
El otro se apresuró a guardar el botín en algún lugar de los sucios pantalones.
El aristócrata le apuntó con la cabeza de buitre plateada que coronaba su elegante bastón, clavándole la mirada antes de que el hombre seleccionara una de las llaves para introducirla en la cerradura.
—Pero si me engañas, no habrá una sola cloaca en el mundo donde puedas esconderte de mí.
Aquella amenaza bastó para que al miserable le temblasen los dedos mientras manipulaba la llave.
—Descuide, señor.
—Aparta de una maldita vez —dijo haciéndole a un lado con el bastón.
—¿Quiere que le acompañe, señor? Con estos bastardos nunca se sabe, podría ponerse violento en cualquier momento.
—¡Silencio! Pronto, necesito más luz.
El hombre se apresuró a proporcionarle una lámpara de gas que el visitante sujetó con su mano derecha.
Se adentró en la estancia y colocó el bastón perpendicularmente en la entrada, impidiendo que aquella sabandija avariciosa fuera testigo del encuentro.
—He dicho que apartes. Aquí termina la visita guiada.
—Como quiera, señor. Esperaré a unos pocos metros. —Se alejó a regañadientes, toda vez que su discreción había sido recompensada de manera muy conveniente.
Se acercó a la caricatura de hombre, que permanecía absorto en analizar la forma y mugre de sus pies descalzos. Su hálito era apenas perceptible; nada en el tenue movimiento de sus hombros al elevarse con cada aliento podría indicar que, bajo aquellas ropas ajadas y plagadas de piojos, existía un ser humano que seguía respirando pese a las míseras condiciones del lugar que constituía su hogar.
Echó una rápida ojeada a la estancia, reparando en el orín de las paredes. Observó la gotera que provenía del techo a punto de desplomarse y repiqueteaba, incesante, en el fondo de una cacerola oxidada donde aquel desdichado satisfacía sus necesidades más primitivas. Reprimió una arcada, cubriéndose nuevamente los labios con el pañuelo, y apartó de un puntapié a una rata enorme que se pas