Sucedió un diciembre

Betzacosta

Fragmento

sucedio_un_diciembre-3

Diciembre, 1

Ryan McGrath bajó las escaleras de su casa estilo cabaña y titiló del frío, incluso con su abrigo cerrado, las varias capas de ropas y treinta y tres años de vida en Colorado. Elevó su mirada para detallar el bosque y las montañas de Breckenridge que se divisaban desde su patio, ya todo cubierto de nieve. Iba a ser un invierno horroroso. Los pinos cubiertos de nieve y las montañas brillantes por el polvo blanco era lo único que le gustaba de esa estación. También era una de las pocas cosas que aún le hacía sentir algún tipo de emoción positiva; todo el resto había pasado a ser tedio, aburrimiento y hasta amargura.

Ese bosque, quizá, era el motivo por el que no había podido abandonar esa parte del país por completo. Hubo una vez que pensó que sería feliz allí hasta el día que muriera, viviendo en su pueblo, escalando las montañas, paseando en bicicleta o esquiando, pero después todo había cambiado, y lo dejó con una sensación de claustrofobia que aún amenazaba con acabar con él.

Aunque debía aceptar que, además de la naturaleza, lo único que lo retenía allí era su familia; pero como no había podido soportar la preocupación de su madre o la mirada de la gente del pueblo, había dejado su pueblo natal, Black Forest, y se había mudado a Breckenridge. El pueblo estaba lo estratégicamente cerca para que su madre no se quejara porque nunca más la vería —apenas dos horas de distancia, una y media si no había tráfico—, y pudiera visitarlo de sorpresa cuando la ansiedad llegara a niveles insospechados; y lo bastante lejos para apartarse de ese mundo donde todos lo conocían desde que usaba pañales, y donde existían personas que se creían con el derecho de pararlo en la calle, abrazarlo o atrapar sus mejillas y jalarlas como si estuvieran probando si pueden separar la piel de la cara con un simple acto de fuerza. O peor, los que se sentían con la obligación de opinar sobre su vida.

Caminó hacia los restos del árbol que tumbó el día anterior y tomó el hacha que reposaba al lado. Necesitaba picar madera para la chimenea. Empezó la labor con mayor entusiasmo que nunca, sintiendo sus antebrazos arder después de empuñar el hacha varias veces.

—¿Qué hace?

Ryan dio un brinco y se desequilibró hasta creer que tendría que dejar caer el hacha y matar a la dueña de esa voz chillona. Se giró para encontrar a una niña que no debía tener más de cinco años, por lo menos por el tamaño; sus ojos eran verdes, el cabello ondulado de un rubio sucio, casi ceniza, cubierto con un gorro de lana naranja con una flor amarilla que había visto mejores días, y lo miraba con curiosidad.

—¿Por qué hace eso? —preguntó y se acercó otro paso para mirar la madera cortada. Él casi sonrió, aunque no lo hizo.

Al parecer la niña no había recibido el memo sobre que Ryan comía niños en el desayuno. Ese pueblo no lo conocía, lo cual agradecía en demasía y él había hecho todo lo posible para mantenerlo así. No hablaba con casi nadie, gruñía la mayoría del tiempo e ignoraba a quien intentara hacerse el amigable. No estaba ni remotamente interesado en forjar amistad o en siquiera tener algún tipo de compañía femenina allí; cuando la necesidad fisiológica llamaba bastaba con viajar a cualquier pueblo colindante o buscar una profesional. Estaba desligado de la sociedad y le gustaba, a pesar de poseer la cafetería que había «arrebatado» a un vendedor de pacotilla llamado Hal.

La ignoró y continuó su trabajo, incluso no le importó que le cayeran los restos de madera encima, ¿y qué si alguno le impactaba en un ojo? No era su hija, y los padres se lo merecían por no cuidarla lo suficiente o enseñarle buenos modales; como los referentes a no allanar terrenos ajenos.

—¿Qué? —escuchó que preguntaba y se detuvo para mirarla.

La niña asintió y miró hacia el lado, después se giró hacia él, asustada —por haber sido descubierta— para sonreírle con un gesto inocente. Ryan frunció el ceño, quizá había escapado de un sanatorio infantil.

—Oh, sí. Maeve quiere saber si está matando a su amigo. ¿Lo está haciendo?

Ryan la miró confundido.

—¿Matando a su amigo? Niña, estoy cortando madera, y tú me estás interrumpiendo. Lárgate de mi propiedad —masculló y comenzó a golpear otro pedazo de listón con mayor fuerza.

—Es que… a Maeve le preocupa que esté matando a Azulejo.

—¿Azulejo? ¿Qué? ¿Estoy alucinando? —preguntó y giró a sus lados mientras se preguntaba si las doce cervezas que se bebió el día anterior lo habían vuelto un poco loco.

La niña suspiró exasperada porque no la entendía y se acercó hasta donde estaba el tronco, sin ningún temor por su integridad, lo que confirmaba su teoría sobre la alucinación.

—Maeve es un hada, vive entre los árboles. Ella era el hada de mi mamá, hasta que mi mamá dejó de verla. Entonces me buscó porque se sentía sola, y dijo que como tenemos la misma… sangre, podemos verla ambas. Entonces, ella está conmigo, pero extraña el bosque, así que cuando supo que veníamos se puso muy feliz, porque quería reencontrarse con sus amigos, entonces vio que estaba matando a alguien y teme que sea Azulejo. Eso la pondría muy triste. ¿Está matando a Azulejo, señor?

Ryan había dejado incluso de parpadear a la mitad de la historia. Había entrado en un estado de inercia inducida producto del cuento más aburrido del planeta.

—No, no estoy… —se interrumpió—. Los árboles no tienen nombre y las hadas no existen —informó y apoyó el hacha al lado del tronco, allí comenzó a recoger los pedazos de madera. Tenían que ser suficientes ya que prefería sufrir de hipotermia a seguir escuchando a la mocosa.

La niña lo miró con el ceño fruncido por unos instantes, pero después sonrió. Ampliamente.

—Maeve dice que lo ignore, señor. Mi mamá dice que no debo ignorar a mis mayores, pero creo que está diciendo algo horrible así que no voy a escucharlo.

Ryan se encontró riendo entre dientes, algo que no mejoraba su dolor de cabeza, pero no pudo evitarlo.

—¿Cuántos años tienes, niña? —preguntó, y se inclinó para recoger un pedazo del suelo.

—Seis, señor —respondió y se movió de un lado a otro, como si estuviese bailando—. ¿Sabe que la gente de aquí lo llama «Malo»? —Lo último lo dijo en un susurro y él asintió.

—Sí, y me gusta —inquirió y comenzó a caminar hacia la casa.

—Pero… pero… ¡No! Los malos siempre mueren al final. Una vez, mi mamá me leyó un cuento sobre una bruja que hizo que una princesa durmiera por mil años. ¡Mil! ¡Muchas veces así! —Mientras hablaba subía sus dos manos y las abría para después cerrarla en puños con rapidez, como si eso fuera un total de mil—. ¿Quiere que lo pongan a dormir tanto tiempo? Yo no querría eso. Me gusta dormir, pero también me gusta jugar, y besar a mi mamá, y…

Ryan la ignoró y comenzó a caminar a la casa.

—Vete, niña. Si te quedas otro minuto más voy a comerte de cena.

Ella se rio y lo siguió, casi brincaba a su alrededor.

—Los humanos no comen personas —refutó, y pareció muy segura de ello.

—¿Ah, no? ¿No has oído hablar de Hansel y Gretel? ¿Tu mamá no te lo ha leído? Una bruja los cocinó en su gran horn

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