Ceniza de hueso (Aquelarre 2)

Leona de Rodrigues

Fragmento

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En las afueras de Oviedo, 1998

El Moro, que no era árabe ni musulmán, solo un tipo moreno al que solían llamar así, cruzó el callejón a paso rápido. Llevaba las mangas de la camisa subidas hasta los antebrazos y la piel cubierta con algún tatuaje, poca cosa.

Jugueteaba con la pieza que llevaba en la mano; de un extremo colgaba una cadena plateada y del otro se balanceaban tres llaves diminutas que no podrían haber servido más que para abrir una casa de muñecas o un joyero.

—¡Me cago en la puta! —escupió al pisar un charco de agua turbia que olía a culos almacenados en un sótano sin luz. A eso y a orín.

Algo más allá, un bulto se movió deprisa entre las bolsas de basura. Solo se trataba de un gato; el animal, que tenía un ojo de cada color, saltó por encima de una pila de cartones empapados. Desde allí trepó a una verja. Poco después desaparecía en los tejados. Aquella tarde, una capa de polución se entremezclaba con las últimas luces de color rojizo.

«Clac, clac…»

El Moro había retomado ya la marcha sin ser consciente de la sombra que empezaba a tomar forma cerca de unos carteles descolgados.

—¿Qué coño…? —el eco de su voz rebotó contra las paredes de ladrillo. Bajo el parpadeo de una farola, la sombra se convirtió en un ser mudo y ciego de cuerpo negro. Irguiéndose de forma espectral emitió un sonido parecido al zumbido de una mosca.

Una sirena sonaba a lo lejos.

—Eh, eh…—el hombre tenía la garganta seca. Alzó en vano ambas manos intentando retroceder; fue entonces cuando a su alrededor estalló una luz azulada. Un relámpago de otro mundo. Cuando el callejón volvió a quedar sumido en la penumbra anterior, el Moro ya había desaparecido.

No ocurrió lo mismo con la sombra, que ahora tenía la zona del estómago abultada. En tanto que esa superficie se movía como lo hacen los cuerpos de las serpientes cuando acomodan a la presa ingerida, el gato regresó con el rabo tieso. Saltó a la tapa del contenedor empezando a ronronear.

De los extremos de la sombra comenzaron a desarrollarse dos apéndices. Al principio eran gruesos, después más largos y finos hasta formar seis dedos en ambos extremos. Le sirvieron para rascar las orejas del animal.

«Graw…»

Con el eructo salieron despedidas varias piezas metálicas como la hebilla del cinturón y el juego de llaves. Algunas monedas rodaron entre las hojas de periódico esparcidas por el suelo. Una rata chilló en la oscuridad.

Más o menos a esa hora, en el edificio contiguo, Sandra, una niña de siete u ocho años, alcanzaba el primer descansillo a la carrera. Subiendo los escalones de dos en dos y pensando en todos los deberes que le quedaban por hacer, sentía el peso del mundo sobre sus pequeños hombros.

Echó a correr escaleras arriba pensando que no estaba desobedeciendo a su madre del todo; a fin de cuentas, no estaba allí para verla subir de aquella manera.

En cuando entró en la pequeña vivienda lanzó la mochila a un lado, contra la alfombra de color rosa. Después, sentándose en el sofá, se acomodó en la funda de leopardo antes de tomar el sándwich envuelto en film que su madre había dejado junto a la pila de revistas. La mayoría eran de moda.

Hincó el diente mientras encendía el televisor y el vídeo. Después de un chispazo de niebla empezó a sonar la canción de La familia Addams entre chasquidos de dedos. Le gustaba como las torres negras de la mansión encantada se alzaban contra la noche. Miércoles, una niña de trenzas negras recorría el cementerio con una pala al hombro. Estaba cerca del invernadero, en donde se retorcían las ramas retorcidas de un jardín descuidado.

«Clac, clac»

Sandra podría haber jurado que el sonido repiqueteaba allí mismo, en el salón. Así era; una sombra acababa de sentarse en la ventana. Aquella cosa se quedó inmóvil en el alféizar exterior. Tenía la mirada fija en la niña.

«¡Miau! ¡miau!»

—¡Señor Miau! —se puso en pie de un salto. Apartando la cortina abrió una de las hojas —¿En dónde has estado?

El gato, que tenía un ojo de cada color, estiró el cuerpo de forma perezosa hacia el interior.

Fue ya al día siguiente, cuando su madre la seguía a la carrera por el callejón contiguo, que Sandra se detuvo de forma brusca. Una cadena brillaba cerca de la alcantarilla. La recogió con cuidado; de su extremo colgaban tres llaves plateadas —¡Mira qué pequeñitas son! —. Volviendo a donde se encontraba la mujer, de nombre Sheila, se puso de puntillas para que pudiera verlas mejor.

Su madre retrocedió asqueada.

—Cielo… deja eso. Es basura. —Buscando en el bolso el paquete de toallitas, intentó que las soltara.

La niña señaló la filigrana del metal. Después, alargando el brazo, se las entregó a su progenitora, a quien le horrorizó pensar en dónde habrían estado antes.

—No las pierdas. Después de clase me ayudas a limpiarlas.

—Estate quieta cielo, ahora tenemos que lavarnos las manos las dos.

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1

Oviedo, quince años después.

Me llamo Sandra.

Y, muy a pesar mío, he de confesarte que esta historia solo te hará perder el tiempo como lo pierdo yo cada vez que intento hacer dieta. Acabará irritándote del mismo modo. La parte buena es que aún puedes buscar otra.

Estás a tiempo.

Además, suelo complicarme más de lo necesario en casi todos los detalles que tienen poca importancia o carecen de ella; solo se me da bien resumir los apuntes de la universidad, pero esto no se parece, en absoluto, a las asignaturas de Derecho.

Ya te lo he dicho, deberías dejar este libro, porque como mucho yo puedo contarte que la abuela Maruja me ha enseñado a leer las cartas. Tampoco es lo mío.

Puede deberse, si es que las habilidades están relacionadas con el parentesco, a que en verdad no sea mi abuela biológica. Aitana sí que es su nieta, y puede que posea el talento natural del que yo carezco. A ella se le da bien casi cualquier cosa, excepto que vuelvan a admitirla en el Club. Hace años que le vetaron la entrada.

No sabría decir por qué. Nunca habla de ello.

Mi madre, que no es la misma que la suya, cree que ha molestado a alguien.

Sea como sea, ahora mismo lo más importante es que me centre en la bandeja que estoy sujetando. Sería un desastre que acabase rebotando contra el suelo con nuestras tazas. La dejo con cuidado en el centro de la mesa, que es circular y, después de llenar las tazas me vuelvo hacia Alexandra. Acaba de subirse a la butaca que le queda más cerca; apoya un brazo contra el respaldo de mimbre y, apartando su melena azul, estira el otro hasta rozar con la punta de sus dedos el techo, de cristal doble, que mantiene la temperatura dentro del invernadero.

Es mi mejor amiga. Nos conocemos desde siempre, porque antes mamá y su padre se llevaban bastante bien.

Cuando c

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