El viento susurra tu nombre

May Bonner

Fragmento

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Prólogo

Amelia solo deseaba estar dormida. Prefería dormir porque cada noche en sueños escapaba y viajaba a los momentos felices de su vida. Algunas veces visitaba su casa en España y recorría los campos a caballo. Otras, regresaba a la verde campiña inglesa y a Altonfield, la mansión de sir James Alton, donde había pasado días tan alegres y había encontrado una segunda familia. Y cada mañana despertaba igual de su sueño. Abría lentamente los ojos y por un momento no acertaba a saber dónde estaba, hasta que los recuerdos de los últimos acontecimientos caían sobre ella como una losa. Cerraba de nuevo los párpados y permanecía así unos minutos desesperada por volver a dormir, negándose a despertar del todo. Recordando las lecciones sobre cómo comportarse en sociedad que le había dado a Elaine, la ahijada y sobrina de sir James; las clases de baile con Robert y Edward, los otros jóvenes que vivían en la casa; los caballos de la finca de su abuelo... Cuando llegaba a ese punto se acordaba de las insinuaciones de Robert, quería tenerla como amante cuando se cumpliera su proyecto de casarse con Elaine, aunque la joven ya le había rechazado varias veces. A resultas de todo aquello y en ausencia de sir James, que había sido enviado a América por el gobierno inglés, las dos muchachas decidieron hacer un viaje a Oriente Próximo. Embarcaron con destino al puerto de Beirut, pero al poco de llegar al Mediterráneo, un ataque pirata acabó con el viaje.

Entonces los sucesos de las últimas semanas volvían a ella nítidos, repitiéndose una y otra vez: se acordaba vagamente el estruendo, de las carreras a lo largo del barco. Recordaba cómo había despertado desorientada aquella primera vez en la oscuridad de una bodega. Por un momento se había sentido aturdida sin reconocer dónde estaba ni qué había ocurrido, pero en el instante en que pudo mantener los ojos abiertos y mirar alrededor, una sensación de terror la había invadido. Habían acudido de golpe a su mente con absoluta claridad todas las terribles imágenes de lo vivido en el barco y se había estremecido. Había notado para entonces cuánto le dolían las muñecas. Le habían disparado y se había golpeado la cabeza al caer, debían haberle atado las manos y arrastrado hasta aquella bodega después. La bala apenas le había rozado el brazo, pero el golpe en la cabeza le había hecho perder el conocimiento y por ello no recordaba cómo había llegado hasta allí. Junto a ella había podido ver que se apretaban otras mujeres, pero no había podido distinguir a su pupila: «¡Elaine! ¡Elaine! ¿Estás aquí?», la había llamado, pero sin respuesta. También había llamado a Beth, la doncella que las había acompañado, con idéntico resultado. En ese momento Amelia se había temido lo peor, debían haberla matado, y había comenzado a sollozar suavemente. Por Elaine, por Beth y por ella misma.

Para cuando esas imágenes, esos terribles recuerdos habían acabado de desfilar ante ella, Amelia ya estaba completamente despierta y era consciente de dónde estaba. Al desembarcar de aquel barco de esclavos, la habían entregado junto con el resto de prisioneros a un hombre vestido a la manera árabe. Habían partido enseguida con rumbo desconocido para ella. La mayoría de los esclavos iban andando, pero ella y otra dos chicas jóvenes de aspecto europeo viajaron en camello. Se habían dirigido al desierto: el horizonte se abría ante ella de manera imponente. Sus ojos no eran capaces de abarcar aquella inmensidad de arenas doradas bajo el cielo rosado del amanecer. La caravana avanzaba penosamente a través de las dunas mientras ella dejaba volar su pensamiento hacía días más felices. Aun así, aquel ambiente casi mágico y la rutina de viajar toda la jornada hacia el horizonte había conseguido acallar algo su sufrimiento y le había dado una leve sensación de paz. Contemplar aquel paisaje y respirar aquel aire limpio y fresco la hacía sentir serena por primera vez en mucho tiempo, paradójicamente y a pesar de las circunstancias. No había pasado ni futuro. Solo el viajar incesante de la caravana. Cuando hacían alguna parada no podía, como hubiera querido, recrearse demasiado con aquel espectáculo de la naturaleza porque enseguida la avisaban de que debía prepararse para marchar. Al cabo de unos días llegaron a una especie de palmeral donde percibió mucho movimiento de gente que iba y venía. Todo el oasis estaba ya en pie y ellos darían el relevo a otra caravana que saldría inmediatamente, aprovechando el frescor de las primeras horas de la mañana. Allí fue presentada a otro hombre, que parecía ser el jefe de todo el grupo. Le había parecido que le llamaban Ben Yusuf, aunque a la joven no le había dado la sensación de que fuera árabe ni rifeño.

—Ya habéis visto qué ejemplar... Con esa perfecta piel de alabastro y el contraste con esos ojos oscuros y ese pelo cobrizo... No será difícil sacar por ella el doble que por las demás... —había asegurado el jefe de la caravana al que llamaban Ben Yusuf.

—¿Me aseguras que está intacta...?

—Tienes mi palabra de que nadie le ha puesto una mano encima. Por lo que me contó nuestro enlace, es soltera, con lo que su precio podría ser aún más alto.

El supuesto jefe había asentido y la había mirado fijamente hasta hacerla sentir incómoda. Después había ordenado que la separaran del resto y que la llevaran a una casa donde la encerraron. Allí unas mujeres la ayudaron a quitarse el camisón sucio y roto que aún llevaba y a darse un baño. La vistieron a la manera oriental, con unos vestidos de telas vaporosas y suaves, con un velo para la cabeza y otro para cubrirse el rostro. Las mujeres miraban su piel tan blanca y su cabello castaño rojizo y se reían entre dientes. Le dio la impresión de que nunca habían visto una piel tan clara. Le curaron el brazo cada día con ungüentos hasta que recuperó la piel perfecta.

Amelia, después de pasar por aquellas etapas de terror y angustia, en aquellos momentos no era ya capaz de sentir nada. Pasaba los días mirando por la minúscula ventana con barrotes que daba hacia la inmensidad del desierto. A pesar de su situación no podía dejar de admirar la belleza del paisaje con los colores cambiantes según lo hacía la luz. A veces escuchaba los gritos desesperados de otros esclavos, o los veía alejarse caminado y arrastrando pesadamente los grilletes y las cadenas camino del mercado, suponía la muchacha. Al menos tenía una habitación para ella sola. Sabía que era una privilegiada. Era joven, hermosa y, a ojos de sus captores, exótica. Era la mercancía más valiosa que tenían y la cuidaban para mantenerla así.

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Capítulo 1

Armand paseaba por el zoco aquella mañana sin mostrar mucho interés por nada de lo que veía. A pesar de ello, Pierre, su amigo y guía por aquella ciudad, no dejaba de hablarle sobre todo cuanto los rodeaba. Armand asentía y dejaba pasear su mirada por los puestos de frutas, de especias y de telas. Se paró distraídamente junto a un montón de fruta expuesta sin ord

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