El encanto de un bribón (Bribón 1)

Loretta Chase

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Otranto (Italia), mediados de septiembre de 1818

Jason Brentmor dejó a un lado la nota que le había pasado su cuñada. Paseó los ojos con la mirada perdida por el azul mar Adriático, que brillaba bajo el sol de principios del otoño, y luego por la terraza de piedra del palacio de su hermano, hasta que se topó con la mirada azul de Diana. Entonces sonrió.

—Me tranquiliza darme cuenta de que mi madre no se ha ablandado con la edad —dijo él—. No desperdicia las palabras, ¿no te parece? Ya debes de saber que durante los últimos veinticuatro años no me ha mirado con buenos ojos. Para ella soy todavía aquel muchacho imprudente que despreció su herencia para irse a vivir entre los bárbaros turcos.

—O sea, como el hijo pródigo —contestó Diana divertida.

—Exacto. Solamente tendría que echarme de rodillas a sus pies y pedirle perdón para que yo y mi hija mestiza fuéramos aceptados de nuevo en el seno de los Brentmor. ¿Qué demonios le habías escrito, querida?

—Solo le contaba que me había encontrado contigo en Venecia, en primavera. Y también le hice llegar una copia de mi nuevo testamento. —Diana señaló el delicado juego de ajedrez que estaba encima de la mesa, al lado de la tumbona—. Ese juego fue tuyo en otro tiempo. Ahora debería ser la dote de Esme.

—Ese fue el regalo de bodas que yo te hice —dijo él.

—Habría preferido tenerte a ti en mi boda —contestó ella—. Pero ya hablamos de todos nuestros arrepentimientos en Venecia, ¿no es así? Y tuvimos tres gloriosas semanas para compensarnos por todo aquello.

—Oh, Diana, me gustaría tanto...

Ella apartó la mirada.

—Espero que no empieces a ponerte sensiblero, Jason. Ya sabes que es algo que no soporto. Los dos hemos pagado un precio muy alto por nuestros errores. Aun así, tuvimos Venecia, y ahora tú estás aquí. El pasado ya no existe. Y no quiero que nuestros hijos tengan que pagar por eso, como si hubieran vivido en un espantoso melodrama. Tu hija necesita una casa y un marido apropiado, en Inglaterra, que es el lugar al que pertenece. He hecho tasar el juego de ajedrez y sé que vale una gran cantidad de dinero.

—Ella no lo necesita...

—Por supuesto que sí, sobre todo si quieres que tenga un matrimonio feliz. Con la dote apropiada, y tu madre introduciéndola de nuevo en sociedad, Esme podrá elegir entre los mejores solteros disponibles. Ya ha cumplido dieciocho años, Jason. No puede quedarse en Albania para acabar encerrada en algún harén turco. Tú mismo lo has dicho. Así que vuelve con ella a casa y haz las paces con tu madre. Y no le discutas a una mujer moribunda.

Jason sabía que ella se estaba muriendo. Lo había empezado a sospechar el día que abandonaban Venecia. De otra manera, no se habría atrevido a volver a Italia tan pronto por segunda vez. Entre una visita y la otra, la Diana de dorados cabellos se había convertido en un fantasma de sí misma: sus elegantes manos habían adquirido una triste fragilidad, con venas azuladas que bombeaban sin fuerza la sangre por debajo de una piel casi transparente. Pero aun así estaba decidida a demostrar firmeza; siempre había sido orgullosa y testaruda.

Él se alejó de la barandilla de piedra y, apartando la mirada de su rostro todavía hermoso, agarró de la mesa del juego de ajedrez la reina negra. Las diminutas gemas del elaborado vestido renacentista grabado en la figura de ajedrez brillaron bajo la luz del sol. Aunque se suponía que aquel juego de ajedrez tenía más de doscientos años de antigüedad, estaba completo y en perfecto estado.

—Gracias —le dijo él—. Tendría que volver con Esme tan pronto como me sea posible.

—Y eso qué significa.

—Significa que ahora mismo no puedo —contestó él—. Pero espero poder hacerlo pronto. —Sus ojos se cruzaron con la mirada de reproche de ella—. Tengo otras obligaciones, querida.

—¿Más importantes de las que tienes con tu propia familia?

Él volvió a colocar la reina negra en su sitio y se acercó a Diana colocándole amablemente una mano sobre el hombro. Odiaba hacerla enfadar, pero tampoco era capaz de mentirle.

—Los albaneses me cuidaron cuando no tenía nada —dijo él—. Me dieron una amante esposa con la que tuve una fuerte y valiente hija. Ellos le ofrecieron un propósito digno a mi vida, dándome la oportunidad de hacer algo bueno. Y ahora mi país de adopción necesita mi ayuda.

—¡Ah! —dijo ella en voz baja—. No había pensado en eso. Has vivido allí más de veinte años.

—Si se tratara de algo sin importancia, no dudaría en marcharme. Sé que he demorado demasiado tiempo mi estancia allí y que está empezando a ser duro para Esme, como tú dices. Pero en este momento Albania está al borde del caos.

Ella se lo quedó mirando fijamente.

—Siempre ha habido disturbios —le explicó él—. Pero últimamente las sublevaciones parecen estar orquestadas. He encontrado un almacén de armas inglesas robadas, que habían entrado de contrabando en el país. Estoy seguro de que hay alguien realmente astuto detrás de todo lo que está pasando y, desgraciadamente, parece tener unos seguidores igualmente sagaces.

—¿Una conspiración, tío Jason?

Jason y Diana se volvieron hacia la puerta, donde estaba de pie el hijo de doce años de ella, Percival, con sus ojos verdes brillando de emoción. Jason se había olvidado del muchacho, quien se había retirado discretamente hacía más de una hora con la excusa de probarse el traje albanés que su tío le había traído.

—Qué apuesto y elegante se te ve —le dijo su madre—. Y te queda a la perfección.

Era verdad. Los estrechos pantalones con sus característicos trenzados de tela se ajustaban a su cuerpo como hechos a medida, al igual que la negra chaqueta corta que vestía Percival por encima de la holgada camisa de algodón.

—Hice que cortaran el traje a la medida de Esme. Así es como suele vestir ella siempre. Me temo que es un poco chicarrón —dijo Jason pasándole al muchacho una mano por el oscuro cabello pelirrojo—. ¿Sabes?, vestido así pasarías por su hermano gemelo. El mismo pelo, los mismos ojos...

—Son tus ojos y tu pelo —le interrumpió Diana.

Percival se hizo a un lado y, con la típica indiferencia que los jóvenes tienen por la vida y los riesgos, se subió al muro de piedra de la terraza. A lo lejos, el mar acariciaba suavemente las dentadas rocas de la orilla.

—Solo que yo nunca fui tan delgado —añadió Jason sonriendo—. No es tan malo en el caso de un muchacho, pero casi exasperante en Esme. Porque como es tan pequeña y delgada, los demás suelen olvidar que ya es una mujer. Y a ella no le gusta nada que la traten como a una niña.

—Me encantaría conocerla —dijo Percival—. No me gustan las chicas demasiado femeninas. Casi todas son insoportablemente tontas. ¿Sabe jugar al ajedrez?

—Me temo que no. Puede que le enseñe cuando volvamos a Inglaterra.

—Entonces, ¿estás pensando en volver, tío? Me alegro mucho de oírlo. Eso es lo que más desea mamá, ya lo sabes. —Subido al muro de piedra, con las piernas colgando a los lados, Percival entornó los ojos contra el sol y su quedó mirando hacia la apenas visible línea de costa al otro lado del mar: la costa de Albania—. Cuando hace buen tiempo —empezó a decir—, mamá y yo salimos aquí y os saludamos con la mano, y nos imaginamos que tú y Esme nos podéis ver y nos devolvéis el saludo. Por supuesto que eso no se lo contamos a nadie, ¿no es verdad, mamá? Ni siquiera a lord Edenmont. Él piensa que saludamos a los pescadores.

—¿Edenmont? —repitió Jason incrédulo—. ¿No te referirás a Varian St. George? Diana, ¿qué demonios está haciendo aquí ese tipo?

—Vive aquí —contestó ella con una media sonrisa—. De modo que lo conoces.

—Oí hablar de él en Venecia. Era uno de los del círculo de Byron. Se marchó de Inglaterra para escapar de sus acreedores, por no mencionar su afición a las sábanas de las condesas. —Jason se interrumpió recordando la presencia de Percival. Se sentó en una tumbona y susurró con convicción—: Ese hombre es un parásito, un libertino y un gandul. ¿Qué quiere decir eso de que «vive aquí»?

—Quiero decir que vive a expensas de mi marido.

—Un parásito, lo que te digo. Su nombre arrastra la peor fama...

—Por eso, obviamente, tiene que vivir a expensas de los demás. Yo pienso que lord Edenmont no es más que una hiedra ornamental, que vive subiéndose por las paredes de los, de otra manera, vulgares y aburridos edificios públicos: o sea, de Gerald y de otros como él. Varian es muy decorativo. Tiene esa belleza sombría y amenazante que suele ser fatal para las sensibilidades femeninas... y para su sensatez.

Miró la cara que había puesto Jason al oír sus palabras y no pudo evitar que se le escapara la risa.

—No para la mía, querido. Lo único que siento por él es pena y, ocasionalmente, agradecimiento. Si lord Edenmont se ha rebajado a jugar a ser el lacayo de una mujer achacosa y la niñera de su precioso hijo, esa es la desgracia de este caballero. Percival y yo estamos encantados con su presencia, ¿no es así, querido? —añadió ella en un suave tono de voz.

—Es un malísimo jugador de ajedrez. Aunque, por otra parte, es bastante inteligente —dijo Percival juiciosamente—. Y además, divierte a mamá.

Jason le tomó la mano a Diana.

—¿Así es?

—Lo más importante es que es muy amable con Percival —susurró ella—. Pero mi hijo te necesita a ti, Jason. Gerald lo detesta. Me temo que cuando yo no esté...

—¡Viene papá! —gritó Percival—. Su carruaje acaba de doblar la esquina. —El muchacho saltó del muro—. Voy a recibirlo, ¿os parece? —Sin esperar a que le contestaran, agarró la mano de su tío y la estrechó saludándolo, para luego salir corriendo de la terraza.

Jason se arrodilló ante Diana.

—Te quiero —le dijo.

Ella le rodeó los hombros con sus débiles brazos.

—Ahora es mejor que te vayas —le dijo ella—. Que no te encuentre aquí tu hermano y nos estropee el día. Yo también te quiero, cariño, y estoy muy orgullosa de ti. Pero, por favor, ¿podrías intentar darte pisa en volver a Inglaterra con Esme?

Jason tragó saliva y asintió con la cabeza.

—No te preocupes por mí —le dijo ella con firmeza—. Piensa en lo felices que fuimos los dos juntos en Venecia. Me has hecho realmente muy feliz.

Él la abrazó con los ojos empañados en lágrimas. No le pidió que le perdonara, porque sabía que ella ya le había perdonado. Y no le dijo adiós, porque sabía que ella no soportaba las despedidas. Tan solo la besó una vez más y luego se fue.

No queriendo preocupar a su madre, Percival no le había dicho que se había convertido en espía. Nunca en sus doce años de vida había encontrado a un hombre al que pudiera admirar realmente; no hasta que conoció a su tío Jason. Pero el respeto que sentía por él como héroe de guerra llegó de repente, en el momento en que oyó a su tío hablando de sublevaciones, contrabando y conspiración. Con una vaga noción de que podría hacerle llegar a su tío información secreta de valiosa importancia, Percival empezó a husmear por Otranto o —cuando el tiempo inclemente o las altas horas de la noche lo confinaban dentro de la casa— por el palacio donde vivía, escuchando a escondidas las conversaciones de los demás y buscando todo tipo de pistas.

Como la mayoría de las personas que andan buscando problemas, Percival los encontró enseguida.

Tres noches después de la visita de Jason, el muchacho estaba escondido en el estrecho balcón de hierro forjado que daba a la ventana del estudio de su padre, fisgando el interior a través de la abertura entre las cortinas. Como la ventana no estaba bien cerrada, Percival podía oír perfectamente la conversación.

El visitante de su padre bien podría ser griego, como pretendía, pero no era un comerciante —y por supuesto no había venido para jugar con él al ajedrez, como su padre les había hecho creer a todos—. Lo que quería el señor Risto era una inmensa cantidad de rifles británicos y pequeñas cantidades de otros tipos de armas y munición. Su padre le había dicho que pasar de contrabando ese tipo de mercancía se había hecho cada día más difícil y el señor Risto le había contestado que su jefe estaba perfectamente al corriente de eso. Luego vació una gran bolsa repleta de monedas de oro sobre el escritorio de papá. Sin siquiera pestañear, su padre garabateó algo sobre un trozo de papel y —después de explicarle el significado de aquel mensaje en clave— se lo dio al señor Risto. Pero el señor Risto negó con la cabeza y le dijo que no podían hacerlo así. Parecía que no estaba convencido de que su padre fuera a mantener su parte del trato. Aquello hizo que su padre se enfureciera.

El señor Risto quería que le diera una muestra de buena fe, y ninguna otra cosa más que el juego de ajedrez podría convencerle. Su padre le contestó que aquel juego de ajedrez había pertenecido a la familia durante varias generaciones y que valía varias veces el precio de aquellas armas. Además, estaba realmente ofendido por aquella repentina falta de confianza después de meses haciendo negocios con el jefe del señor Risto, Ismal. La discusión continuó hasta que, al final, el señor Risto le dijo que se conformaría con una de las piezas del juego de ajedrez. Cuando su padre le puso objeciones, el señor Risto empezó a meter de nuevo las monedas de oro en la bolsa. Muy irritado, su padre agarró la reina negra de mala gana, destornillo la base de la figura, enrolló el pedazo de papel con el mensaje en clave, lo metió dentro de la pieza y se la dio al señor Risto.

El señor Risto volvió de repente a comportarse amablemente, le dio la mano a su padre y le prometió que le devolvería la pieza de ajedrez en cuando la mercancía llegara a Albania. Luego los dos hombres salieron de la habitación.

Armas británicas. Contrabando. Albania. Por supuesto, todo aquello era bastante increíble, se decía Percival a sí mismo mientras miraba obnubilado hacia el estudio vacío. Seguro que lo había soñado todo y en ese momento estaba profundamente dormido en su propia cama.

Percival consiguió convencerse de que todo aquello no había sido más que un sueño hasta el día siguiente por la tarde, cuando su padre y todo el servicio de la casa se pusieron a buscar por todas partes la reina negra que faltaba del juego de ajedrez, la cual su padre afirmaba que había desaparecido inexplicablemente.

El encanto de un bribón

1

Otranto (Italia), finales de septiembre de 1818

Varian St. George se apoyó en el muro de la terraza y miró hacia el mar. La brisa marina lo acariciaba perezosamente, moviendo apenas los brillantes rizos dorados que caían sobre su frente. Como un mar inflamado de azul bajo el abrasador sol del otoño, el Adriático avanzaba lentamente hacia la línea de acantilados de la orilla opuesta. En su imaginación veía montañas de hielo que el mar se esforzaba en engullir en sus profundidades. Pero por mucho que aquellas llamas azules arañaran las montañas, ellas seguían allí, imperturbables, tan impenetrables como el vasto Imperio otomano que parecían defender.

Lord Byron había dicho que allí podía encontrarse la mujer más hermosa del mundo. Puede que así fuera. Pero le parecía un camino demasiado largo, incluso para ir a buscar a la propia Afrodita. Por supuesto, Varian no necesitaba ir tan lejos en busca de bellezas. Las mujeres perseguían a un lord Edenmont de veintiocho años allá donde fuera, y estaba seguro de que debía de haber en el oeste de Europa mujeres suficientes para satisfacer incluso al hombre más voluptuoso.

Aquella noche, por ejemplo, tenía una cita con la esposa de ojos oscuros de un banquero, y eso era el futuro más lejano por el que Varian necesitaba o estaba dispuesto a preocuparse. El resultado de aquel encuentro estaba fuera de toda cuestión. Podría fingir que daba crédito a las virtuosas protestas que la señora le plantearía durante la primera hora, o acaso menos, dependiendo de cuánto tiempo le apeteciera a él interpretar aquella comedia. Pero al final acabarían haciendo exactamente lo que desde el principio los dos estaban dispuestos a hacer.

Sin embargo en aquel momento los pensamientos de lord Edenmont no estaban puestos en la señora del banquero, sino en la familia que lo había alojado y alimentado durante aquel verano.

Una semana antes habían esparcido las cenizas de lady Brentmor sobre el Adriático. Había fallecido sujetando entre las manos la mano de su hijo, el mismo día que toda la casa se dedicaba a buscar frenéticamente una valiosa pieza de ajedrez perdida.

Aunque Varian ya sabía que tenía una enfermedad incurable, su muerte lo había conmocionado y afligido. A pesar de su creciente debilidad, aquella mujer no había parecido nunca ser una enferma. Ahora sospechaba que había vivido aquellos pocos meses finales echando mano de sus últimas fuerzas solo a causa de Percival. Aun así, no le había ocultado la verdad a su hijo. De hecho había sido el mismo Percival quien le había explicado a Varian las reglas del juego de lady Brentmor al poco de conocerse.

—Mamá dice que no tiene miedo de morir —le había dicho a Varian—. Pero lo que no puede soportar es que todo el mundo esté triste y preocupado por ella. Y yo creo que tiene razón. Si estamos tristes, hacemos que ella se ponga triste. Y para ella es mucho más saludable estar alegre, ¿no le parece? —Mirando a Varian con una seria expresión afirmativa, había añadido—: Al principio no estaba muy bien dispuesto hacia usted, pero ha hecho reír a mamá y lee usted con mucha más expresión que papá o que yo. Si quiere yo puedo enseñarle a jugar bien al ajedrez.

De modo que, solo porque divertía a lady Brentmor y la distraía de sus dolores, Percival estaba dispuesto a que le cayera bien. A Varian aquello le pareció conmovedor hasta el día que descubrió que el chico creía que él era un idiota sin remedio. Sin embargo, el muchacho consideraba que su padre era todavía mucho más idiota, y no había duda de que no le gustaba en absoluto, lo cual para Varian era una muestra del buen gusto y de la inteligencia superior de Percival.

Habiendo descubierto mucho tiempo atrás que su padre le detestaba, Percival le había devuelto el favor despreocupándose cortésmente de su padre. El muchacho tenía el afecto de su madre, lo cual ya era suficiente para él. Hasta aquel momento.

No es que la infeliz situación de la familia de Percival fuera algo que preocupara a Varian. Nunca le había tenido cariño a los niños, especialmente a los adolescentes precoces como Percival. No estaba dispuesto a compadecerse de aquel muchacho. Pero desgraciadamente Percival le recordaba a Varian a sus hermanos menores. Aquel chico poseía el mismo don para meterse en problemas que Damon y el mismo talento para justificarse de manera seria y lógica que Gideon.

Ahora y siempre, cuando pensaba en los hermanos a los que había abandonado, Varian sentía una punzada de algo parecido al remordimiento. Y últimamente estaba empezando a sentir el mismo tipo de punzada a causa de Percival. Desde la muerte de lady Brentmor, sir Gerald no dejaba de menospreciar y regañar a su hijo de manera despiadada. Aquel comportamiento habría sido ya bastante desagradable en cualquier circunstancia. Pero viniendo inmediatamente después de la pérdida de una adorada madre era algo desmesuradamente cruel.

Varian se sacó el reloj del bolsillo. Normalmente no se habría levantado de la cama antes del mediodía, pero el día anterior había apartado a Percival del camino de sir Gerald llevándolo a dar una vuelta por el castillo de Otranto y después a la catedral. Exhausto, Varian se había ido a dormir a una hora desacostumbradamente temprana, y como resultado de eso se había despertado casi al amanecer.

Se dijo a sí mismo que ya estaba bien así. Se había encontrado con sir Gerald a la hora del desayuno y le había anunciado sus planes para marcharse. Posiblemente intentaría ir a Nápoles, en primer lugar. No es que tuviera suficiente dinero para llegar hasta allí, pero de todas maneras ya había viajado por media Italia sin fondos. Tenía un viejo título, una cara y un porte bien parecidos y un encanto devastador. Y todo eso —lo había aprendido hacía mucho tiempo— era casi tan útil como el dinero contante y sonante.

Por suerte para Varian St. George, el mundo estaba lleno de arribistas como sir Gerald, quien —aparte del título que su padre le había comprado— no era más que un comerciante. Como otros tantos arribistas, era, por supuesto, un esnob. Cenar de vez en cuando con uno o dos aristócratas le ofrecía la ilusión de moverse entre los círculos de la élite. Y nunca era difícil encontrar un aristócrata venido a menos dispuesto a consumir una comida gratis con alguien.

Varian, más venido a menos que la mayoría, estaba dispuesto a consumir unas cuantas cenas más todavía. Incluso era capaz de condescender a convertirse en huésped de la casa. Aunque odiaba la comida que servía sir Gerald, beber su vino, dormir en su lujosa habitación de invitados y tener que permitir que los criados del barón le presentaran sus respetos. Pero a cambio, Varian consentía a sir Gerald que dejara caer su antiguo nombre tan a menudo como lo deseara.

Era una pena tener que abandonar un refugio tan conveniente antes de verse obligado a ello. Pero de todas formas sir Gerald regresaría pronto a Inglaterra. Marcharse ahora no iba a hacer que mejorara en absoluto la situación de Varian... Y por supuesto iba a empeorar bastante la de Percival, ¡maldito fuera! ¿Qué iba a ser de aquel muchacho, que aparentemente no tenía allí otro amigo más que él, cuando Varian se hubiera marchado?

Borrando con resolución la grave situación de Percival de sus pensamientos, Varian se dirigió hacia el comedor.

Durrës, Albania

Desde la distancia, la casa de Durrës parecía un desvencijado montón de piedras amontonadas en un acantilado elevado por encima del Adriático. Era más pequeña que las anteriores casas de adobe en las que habían vivido. Estaba compuesta solo por dos pequeñas habitaciones: una para habitar y otra para almacenar las provisiones. Pero para Esme Brentmor era una casa bonita. Durante toda su vida ambulante, aquella era la primera vez que vivía en una casa justo encima del mar.

Posiblemente el Adriático no fuera de un azul tan profundo como el Jónico, pero tampoco era tan apacible. En verano, los vientos etesios del norte lo hacían encresparse. En otoño e invierno, los violentos temporales del sur soplaban con frenesí como si quisieran arrancar la casa de sus cimientos. En vano. A pesar de que la pequeña estructura agrietada parecía estar a punto de caerse en pedazos bajo la más suave brisa, era tan sólida como el propio acantilado de piedra sobre la que se asentaba, desafiando con idéntico aplomo tanto los temporales de invierno como las abrasadoras brisas del verano.

El mar les abastecía de pescado fresco casi todo el año. A poca distancia del acantilado, el huerto que había plantado Esme florecía sobre una tierra sorprendentemente fértil. Era el primero que había podido cultivar durante más de una estación, y el más generoso de todos; les proporcionaba maíz, legumbres y verduras. Incluso las gallinas, a su manera particularmente irritable, parecían felices.

Pero Esme, en aquel momento no era feliz. Se sentó con las piernas cruzadas sobre el duro borde del acantilado, con los ojos clavados en sus manos entrelazadas, mientras hablaba con su mejor amiga, Donika, quien se iba a marchar al día siguiente camino de Saranda, para casarse.

—Nunca más volveré a verte —dijo Esme con tristeza—. Jason dice que pronto tendremos que regresar a Inglaterra.

—Eso me ha dicho mamá, pero no te marcharás antes de mi boda, ¿verdad? —preguntó Donika con preocupación.

—Me temo que sí.

—¡Oh, no! Pídeselo, por favor. Solo un mes más.

—Ya le he preguntado y no ha servido de nada. Le ha hecho una promesa a mi tía inglesa, que se está muriendo.

Donika suspiró.

—Entonces no podemos hacer nada. Una promesa en el lecho de muerte es sagrada.

—¿Ah, sí? Pues para ella no hay nada sagrado. —Esme lanzó una piedra al agua—. Hace veinticuatro años ella rompió la promesa de matrimonio que le había hecho a él. ¿Por qué? Porque una vez él se emborrachó y cometió un error tonto, como podría haberle pasado a cualquier hombre joven. Perdió una parcela de terreno jugando a las cartas, eso es todo. Pero ella le dijo que era un ser débil y bajo, y que no podía casarse con él.

—Eso no fue demasiado amable. Debería haberle perdonado aquel error. Yo lo habría hecho.

—Pues ella no lo hizo. Pero él la ha perdonado a ella. Ha ido a visitarla dos veces este año. Le ha dicho que aquello no fue culpa de ella, sino que fue obligada por sus padres.

—Una muchacha debe obedecer a sus padres —dijo Donika—. No puede elegir un marido por sí misma. Pero aun así creo que no deberían haber roto su promesa de matrimonio.

—Fue aún peor que eso —le dijo Esme enfadada—. Al cabo de un año de haber roto con mi padre, se casó con su hermano. Ella pertenecía a una familia noble y rica, y ya puedes imaginarte lo que eso tranquilizaba a la familia de Jason. La aceptaron rápidamente, pero mi padre se marchó del país para siempre.

—Los ingleses son muy raros —dijo Donika con sensatez.

—No son muy normales —convino Esme—. ¿Quieres que te diga lo que escribió mi abuelo inglés cuando le llegaron noticias de mi nacimiento? Son palabras que aún me queman el corazón. «No era suficiente», decía de mí en su odiosa carta, «que hubieras deshonrado el nombre de los Brentmor con tu imprudente depravación. No era suficiente que hubieras perdido las propiedades de tu abuelo, para romperle el corazón a tu madre. No era suficiente que salieras huyendo de tus errores en lugar de quedarte aquí, como un hombre, para asumir las consecuencias de los mismos. No. Tenías que añadir a nuestra vergüenza la impureza de los bandidos turcos, casándote con una de esas despreciables mujeres bárbaras e infectando el mundo con otro de esos salvajes paganos.»

Donika se la quedó mirando horrorizada sin dar crédito a lo que oía.

—En inglés suena todavía peor —le confirmó Esme haciendo una mueca—. Y esa es la familia a la que quiere llevarme mi padre.

Donika se acercó a ella y colocó un brazo tranquilizador por encima del delgado hombro de su amiga.

—Sé que es muy duro —dijo ella—, pero perteneces a la familia de tu padre. Al menos hasta que te cases. Y puede que no tardes mucho en hacerlo. Estoy segura de que tu padre te buscará un marido en Inglaterra. He visto a algunos ingleses. Son más altos que los francos, y algunos hasta bastante fuertes y apuestos.

—¡Oh, sí! Y estoy segura de que se están muriendo de ganas de darle la bienvenida a una pequeña y fea bárbara en la familia.

—Tú no eres fea. Tienes una cabellera espesa y hermosa, llena de fuego —dijo Donika apartando unos mechones de ondulado pelo rojo de la frente de Esme—. Y tienes unos ojos hermosos. Mi mamá dice lo mismo. Hermosos como hojas de encina, dice ella. Y también tienes una piel muy suave —añadió, rozando ligeramente la mejilla de Esme.

—No tengo pecho —dijo Esme con tristeza—. Y tengo los brazos y las piernas como palillos.

—Mi madre dice que no importa que una muchacha sea flaca con tal de que sea fuerte. También ella era flaca, pero así y todo dio a luz siete niños sanos.

—Yo no quiero darle hijos a un extranjero —le soltó Esme—. No quiero irme a la cama con un hombre que no sepa hablar mi lengua, ni criar a un niño que nunca aprenda a hablarla.

—En la cama no hace falta que hables con él —le dijo Donika con una risita tonta.

Esme le dirigió una mirada reprobatoria.

—No debería haberte contado nunca lo que me dijo Jason sobre cómo se hacen los niños.

—Me alegro de que lo hicieras. Porque ahora ya no estoy asustada. No me parece que sea algo tan difícil, aunque al principio pueda dar un poco de vergüenza.

—También es bastante doloroso al principio, creo —dijo Esme momentáneamente distraída por aquel interesante tema—. Pero ya me han disparado dos veces y no creo que pueda ser peor que tener una bala metida en el cuerpo.

Donika le lanzó una mirada de admiración.

—Tú no le tienes miedo a nada, pequeña guerrera. Si puedes enfrentarte a los bandidos, no vas a tener problemas con ninguno de tus familiares ingleses. Pero así y todo te voy a echar mucho de menos. Si al menos tu padre pudiera encontrarte un marido aquí —dijo Donika mirando hacia el mar y suspirando.

—Eso es tanto como querer encontrar una montaña de diamantes. El hecho es que yo parezco mucho más un chico que una chica, y sería mejor soldado que esposa. Un hombre debe ser demasiado viejo y estar demasiado desesperado para quererme, cuando puede conseguir una mujer rellenita, hermosa y dócil por el mismo precio.

Donika lanzó una piedra al agua.

—Me han dicho que Ismal te quiere —dijo Donika al cabo de un momento—. No es viejo ni está desesperado, sino que es joven y muy rico.

—Y es musulmán. Preferiría que me metieran en aceite hirviendo antes de acabar en un harén —dijo Esme con firmeza—. Incluso Inglaterra, con la familia que me odia, sería mejor que eso. —Se quedó pensando un momento y luego añadió—: No te lo había contado antes, pero una vez tuve miedo de que pasara eso.

Donika se volvió hacia ella.

—Cuando tenía catorce años, y había ido a visitar a mi abuela a Girokastro —continuó Esme—, Ismal y su familia estaban allí. Él empezó a perseguirme por el jardín. Yo pensé que se trataba de un juego, pero... —Se interrumpió, sonrojada.

—Pero ¿qué?

Aunque no había allí nadie más que pudiera oírlas, Esme bajó la voz.

—Cuando me atrapó, me besó... en la boca.

—¿De veras?

Esme movió la cabeza de un lado a otro a la manera que tienen los albaneses de afirmar.

—¿Y qué se siente? —le preguntó Donika con impaciencia—. Es tan apuesto como un príncipe. Con un hermoso cabello dorado y los ojos como perlas azules...

—Fue algo húmedo —la interrumpió Esme—. No me gustó en absoluto. Le di un puñetazo, me sequé la boca y salí de allí gritando. —Se quedó mirando a su amiga—. Y él se quedó allí, tumbado en el suelo y riéndose. Creí que se había vuelto loco, y me quedé aterrorizada pensando que quizá su abuelo pensaba hacer una oferta por mí, y que tendría que casarme con ese chico loco de boca húmeda y acabar viviendo en su harén... pero no pasó nada. O si hizo alguna oferta, posiblemente Jason la rechazó.

Donika se echó a reír.

—No me lo puedo creer. ¿Le diste un puñetazo al primo de Alí Pachá? Te podrían haber ejecutado.

—¿Qué habrías hecho tú? —le preguntó Esme.

—Pedir ayuda, por supuesto. Pero a ti nunca se te podría pasar por la cabeza pedir ayuda. Tú no puedes dejar de creerte un soldado. No, tú te crees que eres todo un ejército.

Esme dirigió la mirada hacia el mar. A partir de ahora, cada día que pasara la alejaría un poco más de todo aquello que conocía y quería... para siempre.

—Mi padre no es ni un pretendiente no deseado ni un enemigo —dijo Esme en voz baja—. No puedo luchar contra él. Cuando al final me confesó que quería volver a casa, me sentí tan destrozada que no pude discutir con él. Te tuve que contar a ti lo mal que me sentía para poder desahogarme, pero no me hagas caso. Sé qué es lo que tengo que hacer. No puede irse sin mí, y yo lo quiero demasiado para intentar convencerle de que se quede aquí. Haré por él todo lo que esté en mi mano.

—No creo que lo vayas a pasar tan mal —la tranquilizó Donika—. Al principio echarás de menos tu hogar, pero en cuanto te cases y tengas niños a tu cuidado te darás cuenta de que eres muy feliz. Piensa en lo rica y llena de vivencias que puede ser tu vida allí.

Su mirada se paseó por encima del mar enfurecido y Esme solo vio vacío a lo lejos. Pero, milagrosamente, su amiga estaba enamorada del hombre que su familia le había elegido por marido. Esme decidió que ya estaba bien de sentir pena de ella misma. Basta de tristeza. Este era un momento muy feliz para Donika y era muy cruel estropeárselo.

—Así será —dijo Esme riéndose—. Y les enseñaré a mi hijos albanés en secreto.

Otranto

—Tengo que pedirle un favor, Edenmont —dijo sir Gerald a Varian mientras este se servía la segunda taza de café—. Había esperado poder marcharme muy pronto a Inglaterra, pero mis obligaciones no me lo permiten. Quiero pedirle que lleve a Percival con usted a Venecia.

—Por supuesto que sería un honor para mí —murmuró Varian educadamente—, pero...

—Ya sé que es mucho lo que le pido —le interrumpió el barón—, pero no tengo otra elección. En este momento no puedo cuidarme del muchacho. Se trata de algo muy difícil y tedioso de explicar, pero basta con que le diga que tengo entre manos unas negociaciones muy delicadas, por decirlo de alguna manera, y no puedo tener al chaval a mi alrededor, fastidiándome todo el tiempo.

Varian se quedó mirando inexpresivo su taza de café.

—No será por mucho tiempo. Espero poder aliviarle de esa carga en uno o dos meses.

¿Un mes? ¿O dos?, pensó Varian echándose otro terrón de azúcar en el café.

—Por supuesto yo me haré cargo de todos los gastos —dijo sir Gerald.

Luego extrajo del bolsillo de la pechera de su camisa un talonario de banco y lo dejó al lado del platillo de Varian.

Varian se quedó mirando el talonario tratando de guardar la misma compostura que cuando se quedaba mirando una buena mano de cartas, con sus ojos grises tan inescrutables como el humo.

—Para los gastos de bolsillo —dijo su anfitrión—. Por supuesto que me encargaré de conseguirle los pasajes y los alojamientos adecuados, tanto durante el viaje como en Venecia.

—Venecia, en esta época del año, es una ciudad muy húmeda —dijo Varian.

—Bueno, no tiene por qué preocuparse por nada. No me importa el tiempo que tarde en hacer el viaje, si es que quiere visitar algún otro lugar en el camino, ¿me comprende? Les daré un criado para que les acompañe y también pagaré sus servicios. De la manera que usted prefiera.

Los pasajes pagados, una fortuna para gastos de bolsillo y un criado. Para un hombre con una libra, tres chelines y seis peniques en el bolsillo, aquella oferta era tan irresistible como pretendía serlo.

Varian levantó la mirada de la taza de café para ver la mirada impaciente de su anfitrión.

—Como ya le he dicho, sir Gerald, será para mí un honor hacerle ese servicio —dijo Varian.

Tepelena, Albania

Alí Pachá, el taimado déspota que gobernaba Albania, era viejo, gordo y estaba enfermo. Periódicamente tenía arrebatos de locura. Estos lo conducían a actos de un salvajismo tan sádico que incluso los albaneses, acostumbrados a la brutalidad de un mundo en el que la vida humana era muy barata, los encontraban dignos de mención.

El hecho de que la mayoría de la población siguiera siéndole fiel, y que incluso se sintieran orgullos de sus triunfos, hacía evidente no solo su estoicismo, sino su aguda perspicacia política. Había montones de monstruos dispuestos a gobernar a las oprimidas masas del Imperio otomano. Por supuesto, Alí era el único monstruo al que el sultán no podía hacer su esclavo. En consecuencia, el sultán no podía hacer que los albaneses fueran sus esclavos. Solo respondían ante Alí —cuando condescendían a responder ante alguien— y este no era un extranjero, sino un albanés, uno de los suyos. Ni siquiera se había preocupado por aprender turco. ¿Para qué molestarse, cuando de todas formas no pensaba escuchar a los turcos?

Al igual que los albaneses, Jason Brentmor tenía una idea clara de cómo era el maquiavélico visir. Consciente del valor de Alí, y de su poder militar y político, y sopesando las ventajas de un hombre con un carácter plagado de defectos, Jason aún sentía que Alí Pacha, el León de Ioanina, era mucho más preferible que cualquiera de las alternativas disponibles.

Después de una íntima asociación que duraba ya más de veinte años, Jason había llegado a conocer muy bien a Alí. Pero mientras abandonaba el palacio del visir, Jason deseó que su amigo no lo conociera tan bien a él mismo. Por supuesto que, en tanto que ciudadano británico —le había dicho Alí—, Jason era libre de abandonar Albania en el momento en que lo deseara, pero...

Bueno, lo que el largo «pero» de Alí quería decir era: «¿Cómo puede abandonarme en un momento como este, después de todo lo que yo he hecho por usted?».

—Tiene mucha razón —dijo Jason a su compañero Bajo, mientras se dirigían de nuevo hacia Tepelena aquella tarde—. Y eso que no sabe ni la mitad de lo que está pasando. Si los rebeldes tienen éxito, Albania se hundirá en el caos y los turcos podrán entrar fácilmente para oprimir a tu pueblo. Alí duda de que los levantamientos lleven a alguna parte, pero en este momento no quiere tener más problemas, porque está tratando de que los griegos se unan a su revolución.

—Si los griegos se nos unen, bajo su mando, seríamos capaces de derrotar a los turcos —dijo Bajo—. Pero Alí es viejo. Me temo que no le quede demasiado tiempo.

—Ya ha vivido su época. Debería llegar a cumplir los cien años.

Bajo se lo quedó mirando sorprendido.

—¿No le habrás hablado de tus sospechas sobre Ismal?

—No podía hacerlo. Alí ha estado demasiado preocupado con su gran proyecto para darse cuenta de que lo que tenemos entre manos es algo más que una serie de disturbios aislados. Si se enterara de que se está tramando una conspiración... y de que su propio primo está detrás...

—Sería un baño de sangre —concluyó sucintamente Bajo. Su mirada se endulzó, compasiva—. ¡Ah, León Rojo, tienes que enfrentarte a esto tú solo, si quieres que se solucione todo sin una gran matanza!

Jason suspiró.

—Me he dado cuenta de eso hace un cuarto de hora. He tenido todo el tiempo del mundo para pensar en ello mientras hacía ver que estaba escuchando los extraordinarios planes de Alí para deshacerse del yugo de los turcos. —Se interrumpió un momento y miró a su alrededor, pero no había nadie a la vista—. Creo que hice ver que era posible que me asesinaran —dijo en voz baja.

Bajo meditó un momento aquellas palabras y luego asintió con la cabeza.

—Muy inteligente. Si Ismal quiere tener éxito, tendrá que quitarte de en medio. Si cree que ya estás muerto, no hará falta que sea tan cauteloso. Entre tanto, podrás ir a donde quieras y hacer lo que tengas que hacer sin molestos espías y asesinos que te persigan por todas partes.

—Esa no es la única razón —dijo Jason—. Creo que Ismal es demasiado astuto para dar él mismo la orden de que me maten, al menos en esta fase inicial del juego. Me parece que más bien está tratando de atarme las manos, y la mejor manera de hacerlo es tener a Esme como rehén. Ha estado insistiendo demasiado en los últimos tiempos en lo desesperadamente enamorado que está de ella. Me parece que está intentando secuestrarla y hacer que parezca un acto de pasión. Algo que Alí no dudaría en creer; ya ha secuestrado a bastantes mujeres y muchachos, seguramente porque le apasionan ambos sexos.

—Veo grandes ventajas en hacer ver que has muerto —dijo Bajo—. Entonces ella ya no sería de ninguna utilidad para Ismal y la dejaría en paz.

—Pero yo no quiero tener que arriesgarme siquiera a eso. Quiero sacarla de Albania —dijo Jason con firmeza—. Lo he estado meditando y sé que le causará una gran pena, pero no veo otra solución. Esme tiene que creer que estoy muerto o nunca se marchará de aquí sin mí. Tienes que asegurarte de que se lo cree y llevarla a Inglaterra. Te daré dinero y los nombres de algunas personas en Venecia en quienes puedo confiar para que la conduzcan hasta mi madre.

—¡Por Alá, León Rojo! ¿Qué me estás pidiendo? ¿Quieres que convenza a tu hija de que estás muerto y después consiga que la pobre criatura se marche de aquí en pleno luto? Tu hija es una mujer muy testaruda. ¿Cómo voy a conseguir convencerla para que se vaya a vivir con unos extranjeros desconocidos?

—No tienes que darle tiempo para que se lo piense —contestó Jason bruscamente—. Y si te causa algún problema, golpéala en la cabeza y átale las manos. Es por su propio bien. Es mejor que pase unas cuantas horas de incomodidad y unos cuantos días de luto antes de que sea raptada o asesinada. No me obligues a elegir entre ella y Albania. Amo este país y arriesgaría mi propia vida por él... pero amo mucho más a mi hija.

Bajo se encogió de hombros.

—Bueno, después de todo tú eres inglés. —Bajo le dirigió una sonrisa a Jason—. Haré lo que me pides. Ella es una mujer que vale más que dos hombres buenos. Lo digo a menudo. Y una vez que Esme esté a salvo, lejos de aquí, volveré para ayudarte. Imagino que querrás que me vaya ahora mismo, ¿no?

—No, todavía no. Primero hace falta que me asesinen. Será mejor que lo hagamos más al norte. Tengo que caer en el río y ser engullido por la corriente en las profundas gargantas. No queremos que nadie se dedique a buscar mi cuerpo, ¿no es así?

2

Bari, Italia

—«Quien pronto ha abandonado sus encantos por una dicha vulgar» —citó Percival—. ¿Qué significa?

Varian se detuvo en el umbral de la puerta con la toalla entre las manos.

Percival le había pedido que visitaran aquel día los puestos del pescado, que se decía que existían en el puerto de Bari desde antes de la época de los romanos. La zona olía realmente como si hubiera existido —y no la hubieran limpiado— desde el principio de los tiempos. Allí Varian había visto cómo el muchacho consumía una docena de ostras y otra de erizos, seguidas por media docena de almejas. Aunque Varian no había participado en el festín, el hedor del pescado se había adherido también a su cuerpo de manera permanente. Aquel era el tercer baño que tomaba y por fin parecía haber desaparecido el olor.

Acabó de secarse el pelo con la toalla, luego se lo peinó hacia atrás y entró en la sala de estar. Husmeó el olor del chico al pasar al lado de Percival, pero su criado lo había frotado a conciencia. No quedaba ningún indicio del hedor a pescado.

Percival volvió a repetir el verso del Childe Harold.

—Imagino que lo de «dicha vulgar» es un eufemismo —dijo el chico—. ¿Se refiere Byron a las mujeres de mala reputación? No se me ocurre a qué otra cosa puede estar refiriéndose. Pero ¿por qué abandonar a la que amaba por una fulana, cuando se supone que ya está harto de fulanas? ¿Y por qué habla de «dicha» cuando se siente tan infeliz?

—No estoy seguro de que deba explicártelo —dijo Varian mientras se dejaba caer en un mullido sillón al lado del fuego—. Y no creo que tu padre aprobara que leas a lord Byron.

—Por supuesto que no lo aprueba —asintió Percival levantando la mirada del libro—. Pero papá no está aquí y tú sí. Y no te pareces en absoluto a él. De hecho, mamá decía que eres como Childe Harold, de modo que se podría concluir que eres la persona más apropiada para explicarme cómo debía de sentirse él. Parece una especie de héroe malhumorado. Ahora bien, si se pasa la vida disfrutando de los placeres, ¿cómo puede ser tan infeliz?

—Puede que se arrepienta de sus pecados.

—Yo creía que los hombres libertinos solo hacen eso cuando ya son unos viejos decrépitos. La gota, por lo que tengo entendido, ha reformado a muchos pícaros.

—Puede que Childe Harold tenga dolor de muelas —dijo Varian recostándose confortablemente contra el respaldo de su asiento.

Se sentía aliviado al darse cuenta de que Percival había vuelto de nuevo a ser él mismo. El chico había estado extrañamente tranquilo y se había comportado demasiado bien durante todo el camino hasta Bari, como un fantasma triste que miraba sin entusiasmo desde la ventanilla del carruaje durante horas y hacía todo lo que Varian le pedía sin protestar. Parecía que los crustáceos habían revivido el natural talante de Percival. Y no parecía que le hubieran afectado lo más mínimo el estómago. Por la noche, el chico había engullido comida suficiente para alimentar a un elefante. ¿Dónde demonios metía tanta comida? Era el chico más escuálido que Varian hubiera visto jamás fuera de los suburbios donde vivían los pobres.

—¿Has pecado con la señora Razzoli? —preguntó Percival al cabo de un momento—. Rinaldo decía que tú eras su caballero sirviente, pero eso no es más que una expresión idiomática, ¿no es así? Cuando la visitaste en su casa, ¿estuvisteis...?

—Conversando —dijo Varian—. Es una mujer muy leída. Y me parece algo vulgar cotillear con los criados, Percival.

—Sí, eso mismo dice mi abuela, pero también es muy interesante. Lo criados lo saben todo.

—Espero que tu abuela se alegre de teneros a ti y a tu padre de regreso en Inglaterra.

El chico siguió con amabilidad aquel giro en la conversación.

—Bueno, hace todo lo que puede, eso dice al menos ella, por lo menos desde que no tiene a nadie más a su lado. El tío John, al que todos llamaban Jack, era el mayor. Creo que murió antes de que yo naciera. Y el tío J... —Percival dudó por un instante, luego cerró el libro y acercó su sillón al de Varian. En un tono de voz bajo y confidencial, añadió—: Hacen ver que el tío Jason también ha muerto, pero no es verdad.

—¿El hermano de tu madre? —preguntó Varian. Ya sabía que el hermano mayor de sir Gerald había muerto a causa de la gripe años atrás. Pero no había oído hablar de ningún otro Brentmor.

—El hermano pequeño de papá —le explicó Percival—. Se marchó de Inglaterra hace muchos años y ellos siempre han hecho ver que había muerto, porque estaban muy enfadados con él. Pero no está muerto. Aún vive y... es un héroe.

—Debe de ser un héroe muy discreto —dijo Varian—. Nunca había oído hablar de él.

—¿Has oído hablar de Alí Pachá, el gobernador de Albania? —preguntó Percival golpeando con el dedo la tapa de su libro—. Por eso estoy leyendo este libro. Lord Byron habla de Alí Pachá y de los albaneses, y allí está mi tío. Hace muchos años que vive allí y le llaman el León Rojo. Le pusieron ese apodo por su valor y por ser pelirrojo. Tiene el mismo color de pelo que yo... y creo que eso es algo muy raro entre los albaneses.

—Perdóname, Percival, pero no veo la relación que hay entre ese poema y uno de tus familiares. Y nunca he oído hablar de ningún León Rojo. ¿Dónde has leído algo sobre ese tipo?

Percival alzó las cejas.

—No creo haber dicho que haya leído algo sobre mi tío.

—Entonces, ¿cómo sabes tantas cosas de un familiar al que todo el mundo da por muerto? —preguntó Varian dirigiéndole al muchacho una mirada interrogativa.

Percival se movió un poco, como intranquilo, pero al cabo de momento se echó hacia atrás en su sillón con expresión pensativa.

—Puede que sea un sueño —le sugirió Varian.

—No, no es un sueño.

—Entonces, un cuento de hadas.

—No. Es totalmente cierto. —Percival se mordió el labio—. Puedo demostrártelo —dijo—. Si es que me excusas durante un momento.

Percival salió corriendo a su habitación, dejando a Varian observando inquieto el fuego. Al cabo de un rato, el chico regresó trayendo consigo una pila de ropa. Colocó las prendas sobre el sillón: unos pantalones de lana adornados con unos trenzados de tela, una chaqueta negra con adornos dorados y una camisa ancha de algodón.

—Son un regalo de tío Jason —dijo Percival—. Así es como se visten los albaneses, o al menos algunos de ellos. Me dijo que había pensado que no querría vestir el traje típico escocés hasta que fuera viejo. Mamá me dijo que no debía enseñarle esta ropa a nadie, porque papá podría llegar a descubrirlo todo. Pero tú no vas a contarle nada a papá, ¿no es así?

—¿Contarle qué? —preguntó Varian, a pesar de que sospechaba cuál iba a ser la respuesta.

—Que vino a visitarnos el tío Jason.

Percival tomó un diminuto pedazo de hilas del bolsillo de la chaqueta y alisó una arruga que había en la camisa albanesa.

Al cabo de media hora Varian ya conocía más de la mitad de la historia. Jason les había visitado dos veces: una larga estancia en Venecia —mientras sir Gerald estaba de viaje buscando una villa en el sur de Italia— y una breve visita de pocos días antes de que lady Brentmor muriera. A partir de los comentarios inocentes que hacía Percival —entre ellos, los elogios de las interminables virtudes de su tío— Varian imaginó que Jason Brentmor había sido algo más que un cuñado para Diana.

Varian apenas podía culparla por haberle sido infiel a un marido como sir Gerald. Tampoco es que le sorprendiera que su amante fuera su cuñado. Al contrario, recibió bien la noticia. Varian ya había sospechado que llevaba una vida infeliz, incluso dejando aparte su enfermedad. Sintió un extraño alivio al saber que alguien la había hecho feliz durante un tiempo.

—Bueno, estoy encantado de que hayas tenido la oportunidad de conocer a tu maravilloso tío —dijo Varian cuando el chico terminó de contarle la historia—. Sin embargo, se nos ha hecho tarde y deberías levantarte mañana temprano si queremos ir a visitar la iglesia de San Nicolás.

Varian había planeado ya su propia visita para aquella misma noche: una relajada exploración de los encantos de cierta dama de ojos negros que se había encontrado en el castillo de Bari.

—Pero todavía no te he contado las cosas terribles que he hecho —dijo Percival bajando sus verdes ojos.

—Yo no soy tu padre confesor —contestó Varian con un timbre de impaciencia en la voz—. Mientras no hayas diseccionado tus variados especímenes a la hora de comer, o me hayas llenado la cama de piedras, tus pecados creo que son cosa sin importancia...

—Le di a él la reina negra —dijo Percival con voz ahogada—. Por accidente, quiero decir. Pero si papá llegara a descubrirlo sería capaz de... de mandarme a un colegio interno en la India. Me ha amenazado miles de veces con hacerlo, pero mamá nunca le dejaba.

Varian, que se había puesto de pie, dispuesto a llevar a Percival a la cama en brazos si era necesario, ahora se volvió a sentar. Después de una búsqueda sin fin, la reina negra que se suponía que había sido robada, y por la que sir Gerald había estado dispuesto a ofrecer mil libras de recompensa por su devolución, aparecía ahora. Varian no podía dar crédito a lo que acababa de oír. Se quedó mirando a Percival con los ojos entornados.

—¿Tú qué?

—Quiero decir que le di al tío Jason mi piedra..., la de vetas verdes y rugosas...

—No me parece que esa piedra de características tan especiales venga a cuento —le interrumpió Varian.

—Lo siento, señor. Tiene mucha razón. Eso no..., bueno, no viene a cuento en este momento. El hecho es que, estábamos en el estudio. El cómo habíamos llegado allí tampoco creo que sea pertinente en este momento, ¿no le parece? —preguntó Percival mirando hacia arriba esperanzado.

—No en este momento.

—Bien, eso es un alivio, porque...

—Percival.

—Sí, señor, es verdad. Para contarlo de la manera más sucinta que sea posible: tropecé con el juego de ajedrez y tiré varías piezas al suelo. En mi estado de agitación, por lo que podría hacerme papá si se enteraba... —dijo Percival apartando rápidamente la mirada de los ojos de Varian—, bueno, creo que metí la reina negra en el pañuelo del tío Jason, por error, porque más tarde me di cuenta de que la piedra de colores estaba todavía en mi bolsillo. Cuando papá nos dijo que había desaparecido la reina, me di cuenta de lo que había pasado. Pero no podía contárselo, ¿no es así?

Si la reina estaba en poder de Jason, quería decir que estaba ahora en Albania, desgraciadamente lejos del alcance de un joven noble sin un céntimo.

—Supongo que no. —Varian volvió a ponerse de pie—. Estoy seguro de que te habrás quedado emocionalmente más tranquilo después de esta confesión, Percival, y con más ganas de echarte a descansar.

Percival se lo quedó mirando pensativo.

—La verdad es que, ahora que me he confesado, me siento obligado a hacer algo.

—Sí. Vete a la cama.

—Lo que quiero decir es que deberíamos devolver la reina negra. Valga decir

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