Yorkshire, Inglaterra,
24 de mayo de 1812
—¿Puedo verlo? —preguntó la joven. En realidad era una niña, porque acababa de cumplir los diecisiete. Desde un rostro blanco como la pared, sus enormes ojos azules contemplaban el mundo con expresión dolorida y fatigada, y parecían pertenecer en ese momento a una mujer demasiado joven para ser madre.
Había sido un parto largo y el peligro todavía no había pasado.
Las dos mujeres que la atendían (una saltaba a la vista que era una dama, pese a la sencillez de su atuendo; la otra, una sirvienta) intercambiaron una mirada preocupada.
La dama se había convertido en la marquesa de Lithby y en la madrastra de la joven hacía poco menos de un año. Sin embargo, su actitud era tan cariñosa y compasiva como si fuera su propia madre o su hermana. Se inclinó para acercarse a la rubia cabeza que descansaba sobre la almohada.
—Cariño, sería mejor que no lo hicieras —murmuró—. Es mejor que descanses.
—Está callado —dijo la joven—. ¿Por qué está tan callado?
Lady Lithby le acarició la frente.
—El bebé... no es muy fuerte, Charlotte.
—Va a morir, ¿verdad? ¡Tengo que verlo! Aunque solo sea un momento, por favor, Lizzie. Siento muchísimo haberte creado tantos problemas...
—Tú no tienes la culpa —le aseguró lady Lithby con brusquedad—. Te lo aseguro.
—Hazle caso a Su Ilustrísima —dijo la criada—. La culpa es de ese malnacido. Y de esa inútil que se hace llamar institutriz. Su trabajo era mantenerte alejada de los lobos con piel de cordero. Pero ¿lo hizo? No. Lo dejó en tus manos. ¿Cómo va a ver una chiquilla inocente la maldad de los hombres?
El lobo con piel de cordero estaba muerto. De un disparo, en un duelo... por culpa de una mujer, naturalmente. Lady Charlotte Hayward no era ni la primera ni la última mujer que Geordie Blaine había mancillado, aunque quizá sí la más joven y la más encumbrada en el escalafón social.
—¿Lo ves? —replicó su madrastra—. Molly está de tu parte. Yo también lo estoy. —Una lágrima resbaló por su mejilla y cayó sobre la almohada—. Nunca lo olvides, cariño. Siempre podrás contar conmigo.
«Ojalá lo hubieras hecho el verano pasado.»
Lady Lithby no hizo ese comentario en voz alta; sin embargo, pareció flotar en la silenciosa habitación como si fuera un fantasma.
—Lo siento —dijo la joven—. Fui una tonta. Y lo siento muchísimo. Pero, Lizzie, por favor, ¿puedo verlo? Solo un momento, por favor.
Hablaba con la voz entrecortada. Tenía los ojos llenos de lágrimas y su pecho subía y bajaba con demasiada rapidez. Las dos mujeres que la atendían seguían preocupadas por la posibilidad de perderla, aunque se esforzaron para disimular sus temores.
—No quiero que se ponga nerviosa —dijo lady Lithby a la doncella en voz baja—. Que lo vea.
Molly salió en dirección a la habitación contigua, donde el ama de leche ya se había hecho cargo del bebé.
Los preparativos se habían llevado a cabo con sumo cuidado y discreción. La partera, el ama de cría y el carruaje que llevaría a la criatura con sus nuevos padres. Habían ocultado por completo la indiscreción de su madre.
La doncella volvió al cabo de unos minutos con el recién nacido. Charlotte sonrió y se incorporó un poco sobre los almohadones cuando Molly lo dejó en sus brazos. El bebé pareció dispuesto a buscar su pecho, pero desistió con un suspiro.
—¡No te mueras! —exclamó su madre mientras acariciaba su rubia cabecita. Le pasó el dedo índice con cuidado por la nariz, los labios y la barbilla. Le acarició una mano y esos deditos se cerraron en torno al suyo—. No puedes morirte —susurró—. Hazle caso a mamá. —Añadió algo más en voz tan baja que nadie alcanzó a oírlo. Alzó la cabeza para dirigirse a su madrastra—. ¿Lo cuidarán bien?
—Es una buena familia —le aseguró lady Lithby—. Llevan mucho tiempo esperando tener un bebé. Van a quererlo muchísimo.
«Si vive.»
Comentario que también se guardó.
Tal vez fueran demasiadas cosas las que se quedaron sin decir, pero Charlotte era muy consciente del error que había cometido y de la posición tan incómoda en la que había colocado a su madrastra. En definitiva, era muy consciente de lo mucho que debía a esas mujeres, y el dolor que embargaba su joven corazón era tan profundo que la dejaba sin palabras.
Se limitó a contemplar a su bebé y a sufrir en silencio. Un sufrimiento que jamás habría creído posible. Contempló a su hijo, a su precioso hijo, y meditó acerca de lo mucho que iba a defraudarlo.
Hasta entonces había creído que Geordie Blaine le había roto el corazón, pero ese dolor no era nada comparado con el que sentía en esos momentos. Acababa de dar a luz a un niño inocente. Un niño débil. Que necesitaba a su madre. Pero su madre no podía quedarse con él.
El amor.
Por culpa del amor había defraudado a muchas personas. Pero, sobre todo, iba a defraudar a un ser inocente a quien deseaba proteger por encima de todos los demás.
El amor.
La había cegado. Por completo. La había cegado a las advertencias. Le había impedido ver el pasado, el presente y el futuro. Le había impedido ver todo lo que no fuera ese desalmado y los vergonzosos sentimientos que había despertado en ella: deseo... pasión...
Nombres poéticos para impulsos animales. Por fin lo comprendía, aunque era demasiado tarde. Y esos sentimientos ya se habían desvanecido hacía mucho.
Lo que quedaba era el sufrimiento. Un sufrimiento insoportable.
El amor.
Nunca más. Su alma no podría soportarlo.
Besó la frente de su bebé y después miró a la doncella con los ojos azules llenos de lágrimas.
—Ya puedes llevártelo —le dijo.
1
El problema de Darius Carsington era que no tenía corazón.
Todos los miembros de la familia estaban de acuerdo en que el benjamín del conde de Hargate nació con uno. Todos estaban de acuerdo, al menos lo estuvieron en un principio, en que no parecía destinado a ser el más irritante de los cinco hijos de lord Hargate.
En lo referente a su aspecto ciertamente no se diferenciaba mucho de sus hermanos.
Dos de ellos, Benedict y Rupert, habían heredado el pelo oscuro de lady Hargate. Darius, al igual que Alistair y Geoffrey, tenía el cabello castaño claro y los ojos ambarinos de su padre. Al igual que sus hermanos, era alto y fuerte. Al igual que los otros, era apuesto.
A diferencia de los otros, era estudioso y siempre lo había sido. Comenzó a irritar a su padre cuando insistió en ir a Cambridge, a pesar de que todos los miembros de la familia habían asistido a Oxford. Cambridge tenía más rigor intelectual, afirmó. Se podía estudiar botánica, la fundición del acero y otros temas de filosofía natural o práctica.
La verdad es que le había ido bien en Cambridge. Por desgracia, desde que terminó sus estudios parecía haber dejado que su intelecto gobernara tanto sus emociones como su moralidad.
En resumidas cuentas, Darius dividía su vida en dos partes: la primera en estudiar el comportamiento animal, en especial todo lo relacionado con la cría y con los rituales de apareamiento, y la segunda en dedicar sus horas de asueto a imitar dichos rituales.
Esa segunda parte era el problema.
Los otros cuatro hijos de lord Hargate no habían sido unos santos en sus relaciones con las mujeres... salvo Geoffrey, claro, que era monógamo desde el día de su nacimiento. En lo referente a la cantidad, sin embargo, ninguno se equiparaba a Darius.
De todas maneras, el hecho de que fuera un libertino era un asuntillo sin importancia, ya que sus padres y el resto de la familia no tenían ni un pelo de puritanos. Dado que se negaba a seducir a inocentes, no podían reprocharle que fuera un canalla. Dado que era lo bastante astuto para limitar sus relaciones a las cortesanas y a las mujeres de mala vida, no podían reprocharle de que provocara escándalos. La moralidad no estaba en boga en esos círculos, y su comportamiento no resultaba sorprendente ni aparecía en los folletines de cotilleos.
Lo que molestaba a su familia era el afán metódico e impersonal que impulsaba su libertinaje.
Los animales a los que estudiaba eran muchísimo más importantes para él que las mujeres con quienes se acostaba. Era capaz de enumerar todas las diferencias, por insignificantes que fueran, entre las diferentes razas de ovejas. Sin embargo, era incapaz de recordar el nombre de su última conquista, y mucho menos el color de sus ojos.
Tras haber esperado en vano que su hijo de veintiocho años sentara la cabeza, se dejara de correrías o, al menos, mostrara algún atisbo de humanidad, lord Hargate decidió que ya era hora de tomar cartas en el asunto.
Convocó a Darius a su despacho.
Todos los hijos de lord Hargate sabían que cuando el conde los convocaba a su despacho significaba una cosa: estaba a punto de caer sobre ellos como «una tonelada de ladrillos», tal como decía Rupert.
Sin embargo, Darius entró en lo que Alistair llamaba la «Cámara de la Inquisición» como si fuera a dar una conferencia: hombros rectos, cabeza alta y un brillo inteligente en sus ojos dorados.
Rebosante de arrogancia y seguridad, se colocó delante del escritorio de su padre y lo miró a los ojos sin pestañear. Cualquier otra actitud supondría un error garrafal. Cualquiera que hubiera crecido con cuatro hermanos de fuerte carácter habría aprendido la lección, aunque fuera corto de entendederas, que no era el caso.
Además, se aseguró de aparentar que no se había tomado muchas molestias con su apariencia, dado que se entendería como un intento de apaciguar a la bestia.
Darius siempre era muy consciente de lo que hacía y de la impresión que daba.
Aunque solo se hubiera cepillado al descuido su pelo castaño, un buen observador se daría cuenta de que el corte resaltaba los mechones dorados, que habían adquirido un tono trigueño debido al tiempo que pasaba al aire libre (sin sombrero, casi siempre). El sol también había otorgado un tono bronceado a su rostro. El atuendo elegido, a simple vista sencillo, resaltaba su fornida complexión.
No parecía un erudito ni mucho menos. Ni siquiera parecía estar civilizado. Y no por la complexión fuerte y por el aura de fuerza y de vitalidad, sino por la energía animal que exudaba, por la sensación de que algo salvaje acechaba bajo la superficie.
Lo que muchos observadores, sobre todo del género femenino, veían no era un caballero de buena cuna, sino una fuerza de la naturaleza.
Las mujeres se dejaban arrastrar por dicha fuerza o intentaban domesticarla. Sin embargo, sería más fácil domesticar al viento, a la lluvia o al Mar del Norte. Darius aceptaba lo que le ofrecían sin preocuparse de quien se lo entregaba, lo mismo que haría el viento, la lluvia o el Mar del Norte.
No veía motivos para comportarse de otra manera. Sus relaciones con las mujeres eran, al fin y al cabo, temporales por definición. No tendrían el menor impacto en la sociedad, en la agricultura ni en ningún otro asunto de importancia.
Su padre lo entendía de un modo diferente, como bien se lo hizo saber. Afirmó que el libertinaje era muy ordinario y una demostración de vulgaridad, y que la cantidad de relaciones que llevaba a sus espaldas lo ponía a la altura de otros muchos hombres sin oficio ni beneficio, incapaces de hacer nada de provecho con sus vidas.
El sermón siguió por esos derroteros un buen rato, con el estilo conciso y devastador que había convertido a lord Hargate en uno de los oradores más temidos del Parlamento.
La razón le decía a Darius que el sermón no era más que una diatriba ilógica. Aun así, resultaba hiriente, como su padre pretendía. Sin embargo, un hombre racional no dejaba que sus emociones dictaran sus actos, ni siquiera tras una provocación extrema. Si su gran delito era impedir que sus emociones dictaran sus actos, que así fuera. Hacía mucho tiempo que había aprendido que la lógica y la distancia eran armas muy poderosas. Evitaban que los miembros más abrumadores de la familia lo anularan con sus fuertes personalidades, impedían la manipulación (femenina, sobre todo) y le granjeaban respeto (de sus colegas intelectuales, al menos).
Por ello se desquitó con la respuesta más irritante que se le ocurrió con tan poco tiempo de preparación:
—Con todo respeto, señor, no veo qué relación tienen los sentimientos con estos asuntos. El macho tiene el instinto natural de copular con los miembros del sexo opuesto.
—También es cierto, tal como has afirmado en varios artículos sobre el cortejo animal, que el instinto natural de varias especies es elegir a una compañera y permanecer a su lado —replicó lord Hargate.
Bueno, por fin habían llegado al meollo de la cuestión... cosa que no lo tomó por sorpresa.
—En otras palabras, quieres que me case —dijo. Jamás le había gustado andarse por las ramas... otro de sus muchos rasgos irritantes.
—Decidiste no continuar una carrera académica en Cambridge —adujo su padre—. De haberlo hecho nadie habría esperado que te casaras, como es natural. Pero no tienes oficio ni beneficio.
¿Que no tenía oficio? Con tan solo veintiocho años, Darius Carsington era uno de los miembros más aclamados de la Sociedad Filosófica.
—Padre, si me permites decirlo, mi trabajo...
—Tal parece que la mitad de la aristocracia se pasa la vida escribiendo panfletos y estudios para impresionar a una sociedad u otra —lo interrumpió lord Hargate, que le restó importancia al asunto con un gesto de la mano—. Sin embargo, la mayor parte de esos caballeros tiene una fuente de ingresos... que no es el bolsillo de sus padres.
Ese comentario le molestó, y tuvo que morderse la lengua para no rechistar.
«¿Qué querías que hiciera con mi vida? —le habría gustado preguntar—. ¿Cómo iba a diferenciarme de los demás? Benedict es el parangón y el filántropo; Geoffrey, el perfecto padre de familia; Alistair, el héroe de guerra y el romántico empedernido; Rupert, el sinvergüenza encantador y, de un tiempo a esta parte, el arrojado aventurero. ¿Cómo iba a destacar sino cultivando mi única ventaja: mi intelecto? ¿Cómo si no iba a lograr que no me hicieran sombra?»
Aunque todas esas preguntas eran más que razonables, no las hizo en voz alta. Se negaba a morder el anzuelo y defenderse de una acusación tan injusta ilógica.
En cambio, compuso una expresión socarrona.
—En ese caso, padre, podrías hacerme el favor de buscarme una novia con una buena dote. Mis hermanos parecen satisfechos con las damas que elegiste para ellos, y a mí me trae sin cuidado.
Y realmente le daba igual. Cosa que, estaba seguro, molestaba muchísimo a su padre. Era un consuelo, aunque menor, dado que lord Hargate era un experto en ocultar sus sentimientos.
—No he tenido tiempo de buscarte una novia adecuada —replicó Su Ilustrísima—. De cualquier modo, no comenté el tema del matrimonio con tus hermanos hasta que llegaron a los treinta. Para ser justos, tengo que concederte otro año. También debo darte la oportunidad de hacer algo de provecho, al igual que hice con mis demás hijos salvo con el primogénito.
El primogénito, Benedict, no tenía que buscarse una profesión ni una esposa rica dado que lo heredaría todo. Hasta la fecha, sus otros hermanos se habían casado con mujeres adineradas. También se habían casado por amor, pero lord Hargate se guardaba mucho de mencionar ese asunto.
Darius clasificaba el amor romántico en la categoría denominada «Superstición, mitos y otras tonterías poéticas». A diferencia de la atracción, de la lujuria e incluso del amor filial y del afecto, cosas que podían observarse en el reino animal, el amor romántico se le antojaba una emoción concebida principalmente en la imaginación.
Aunque en esos momentos no pensaba en el amor. Se preguntaba qué estaba tramando su maquiavélico padre.
—¿Qué clase de oportunidad?
—Hace poco he conseguido hacerme con las escrituras de una propiedad —respondió lord Hargate—. Te concederé un año para que consigas hacerla productiva. Si lo haces, no tendrás que casarte nunca.
El corazón le dio un vuelco. Un desafío, un desafío en toda regla. ¿Había descubierto por fin su padre de lo que era capaz?
No, claro que no. Eso era imposible.
—No puede ser tan sencillo —repuso—. Me pregunto dónde está la trampa.
—No será sencillo en absoluto —replicó su padre—. La propiedad ha estado en manos de la Cancillería durante diez años.
La Cancillería era el tribunal de equidad de Londres. Era fácil llevar un caso ante la Cancillería, pero mucho más difícil lograr una sentencia al respecto, según habían comprobado a su pesar muchos interesados.
—¿Diez años? —preguntó—. Entonces te refieres a la propiedad de Cheshire. Las tierras de esa vieja loca. ¿Cómo se llama?
—Beechwood.
La «vieja loca» era prima de lord Hargate, una tal lady Margaret Andover que cuando murió no se hablaba con ningún miembro de su familia, ningún vecino ni ninguna persona, al parecer. Solo con su perro faldero, Galahad (muerto hacía ya varios años), a quien le había legado la propiedad en un codicilo de un testamento de doscientas ochenta páginas. Dichos codicilos se contradecían unos a otros, como sucedía con los numerosos testamentos que la dama había redactado en los últimos años de su vida. Por esa razón la propiedad había acabado en manos de la Cancillería.
Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar.
—¿Sigue en pie la casa? —preguntó.
—A duras penas.
—¿Y las tierras?
—¿En qué estado te imaginas que están después de una década de desatención?
Asintió con la cabeza.
—Entiendo. Me estás ofreciendo uno de los trabajos de Hércules.
—Precisamente.
—Debes de estar convencido de que requerirá no uno, sino varios años reparar el daño —dijo—. Esa es la guinda del pastel.
—En otra época fueron tierras muy productivas y aún conservan el potencial de volver a serlo —replicó su padre—. Lord Lithby, que posee la propiedad colindante al este de Beechwood, lleva años intentando hacerse con ella. Si no te sientes a la altura del desafío, estará encantado de quitártela de las manos.
Eso, como bien sabía ese demonio manipulador, le dio en la fibra sensible. Y funcionó, como dicho demonio sabía que haría. Ni el más poderoso intelecto le ganaba la partida al orgullo masculino.
—Sabes perfectamente que no me negaré, que no puedo negarme, si me lo planteas así —afirmó—. ¿Cuándo comienza mi año?
—Ahora —contestó lord Hargate.
Cheshire, sábado, 15 de junio de 1822
La cerda se llamaba Jacinta.
Estaba en su pocilga amamantando con paciencia a su numerosa prole. Dado que era la cerda más gorda y más prolífica del condado, era el orgullo de su propietario, el marqués de Lithby, y la envidia de sus vecinos.
Lord Lithby estaba apoyado en la cerca, admirando a su cerda preferida.
La joven que estaba su lado pensaba que ese animal y ella tenían muchas cosas en común, ya que ambas eran especímenes codiciados y mimados por Su Ilustrísima.
Lady Charlotte Hayward tenía veintisiete años. Era la única hija del primer matrimonio de lord Lithby. De hecho, era la única hija de lord Lithby, y también su mayor tesoro.
Las arpías de la alta sociedad no podían encontrarle defectos a su apariencia. Coincidían en que no era demasiado alta ni demasiado baja, ni demasiado regordeta ni demasiado delgada. Su cabello dorado enmarcaba un rostro que aglutinaba los estándares de la belleza clásica: ojos azul cielo, nariz elegante y labios carnosos, rasgos resaltados a la perfección por un cutis de alabastro. Las mujeres que la envidaban acababan descubriendo, para su total exasperación, que resultaba imposible odiarla, ya que era amable, generosa y muy agradable.
No tenían la menor idea del esfuerzo que representaba ser lady Charlotte Hayward, y se quedarían de piedra si llegaran a averiguar que envidiaba a una cerda.
Se estaba preguntando qué se sentiría al revolcarse por el barro y hocicar entre la basura sin importarle lo que opinaran los demás cuando su padre habló:
—Charlotte, tienes que casarte, lo sabes, ¿verdad?
Se quedó paralizada. «Lo que tengo que hacer es suicidarme», pensó.
Tuvo la sensación de estar mirando por el borde de un abismo hacia la nada. Sin embargo, no mostró signo alguno de intranquilidad. Al fin y al cabo, ocultar emociones indeseadas le resultaba tan natural como respirar.
Miró a su padre con una sonrisa cariñosa. Sabía que la quería con locura. No era su intención hacer que se sintiera desesperada. Pero no tenía ni idea de lo que le estaba pidiendo.
¿Cómo iba a casarse y a arriesgarse a que se descubriera su secreto en la noche de boda? Y el hombre que sería su esposo... ¿cómo iba a reaccionar si descubría que su novia no era virgen? ¿Cómo reaccionaría ella? ¿Sería capaz de mentir lo bastante bien para convencerlo de que se había equivocado? ¿Estaba dispuesta a comenzar su matrimonio con una mentira? Pero ¿cómo confiar la verdad a un hombre? ¿Cómo revelarle semejante secreto? ¿Cómo admitir todas las traiciones que había cometido y arriesgarse a traicionar aún más a sus seres queridos?
Eran preguntas que se había formulado hacía muchos años. Junto con otras muchas. Había imaginado todos los resultados posibles.
Y había llegado a la conclusión de que era preferible morirse como una solterona.
Claro que no podía decirle eso a su padre. Era antinatural que una mujer quisiera quedarse soltera.
Dado que resultaba igual de antinatural que un padre deseara semejante destino para su hija, era imposible que ella se sorprendiera porque hubiera sacado a colación el tema. Cualquier otro padre lo habría hecho años atrás. Debería dar las gracias por el intervalo de libertad del que había disfrutado. Aun así, se preguntaba por qué en ese momento. Y tampoco podía dejar de preguntarse, por desgracia, por qué no podía esperar para siempre.
—Una muchacha debe casarse, ya lo sé, papá —dijo.
«Pero yo no —pensó—. No puedo casarme con este secreto a mis espaldas y tampoco puedo revelarlo.»
—Has sido generosa durante mucho tiempo —comentó su padre, ajeno por completo a lo mucho que sus palabras aguijoneaban su conciencia—. Sé que has dejado de lado tu propia felicidad para ayudar a tu madrastra durante sus embarazos. Sé que la quieres mucho. Sé que quieres mucho a tus hermanos. Pero, querida, ya es hora de que tengas una casa propia, de que tengas hijos propios.
En ese momento la pena y el dolor la atravesaron con más fuerza que en el pasado.
Hijos propios.
El problema era que su padre desconocía lo que había sucedido diez años antes. No sabía lo que le estaba diciendo. No sabía lo mucho que le dolía. No podía saberlo nunca.
—Y sé que yo tengo la culpa —prosiguió—. Adopté la mala costumbre de tratarte como el hijo que creí que nunca tendría. Incluso ahora, a pesar de que tienes cuatro hermanos en la habitación infantil, es una costumbre muy difícil de cambiar.
Su madre había muerto antes de que ella cumpliera los quince años. Para su absoluta sorpresa, su padre se había casado apenas un año después. Su madrastra, Lizzie, que apenas era nueve años mayor que ella, era más una hermana que una madre... si bien ese hecho se le escapó en aquel entonces. Tonta. Había sido tan tonta...
—Me has malcriado, ese es el problema —prosiguió su padre—. No me has dado ni un solo disgusto desde la espantosa época de tu enfermedad. Al contrario, te has entregado... a todos nosotros.
Después de dar a luz al bebé cuya existencia su padre desconocía, había estado enferma, muy enferma, durante mucho tiempo. Pasada esa espantosa época de su vida, se juró que jamás volvería a causarles dolor, ni ansiedad ni vergüenza a sus seres queridos. Ya había hecho demasiado daño, un daño que jamás podría reparar en toda una vida.
—Tal vez porque creí que ninguno de los caballeros que revoloteaban a tu alrededor pudieran apreciarte como te mereces —aventuró su padre, explicándole lo que pensaba como siempre había hecho con ella—. Por supuesto, eres amable con todos tus pretendientes; lo justo, claro, ya que tu comportamiento siempre ha sido intachable. Sin embargo, ninguno ha logrado llegarte al corazón, ¿verdad?
—Ninguno —contestó—. Supongo que es cosa del destino.
—No estoy muy seguro de que se deba confiar en el destino —replicó él—. Admito que sin duda jugó a mi favor. Me sentía muy solo después de la muerte de tu madre. Pero podría haber cometido un error.
Ella también se había sentido sola después de la muerte de su madre. Cuando su padre volvió a casarse, se había sentido... Bueno, apenas lo recordaba con claridad, salvo que todo le parecía muy triste. Había sido vulnerable, cuanto menos. Y Geordie Blaine había aprovechado la oportunidad.
Su padre era demasiado bueno para recordarle el error que creía que había estado a punto de cometer. Porque estaba convencido de haberse librado de Blaine antes de que pudiera hacer algo irreparable.
Ni siquiera las dos personas que sabían la verdad se lo recordaban.
No necesitaba recordatorios.
Su padre se volvió hacia ella con una expresión inusualmente seria en sus ojos grises. Lord Lithby era un hombre risueño, y el buen humor solía brillar en sus ojos.
—La vida es impredecible, querida. No podemos estar seguros de nada, salvo de que algún día nos llegará la muerte.
Una fiebre había estado a punto de matarlo pocos meses antes.
Charlotte se aferró a la cerca con fuerza.
—Ay, papá, no me gusta que digas esas cosas.
—La muerte es inevitable —le recordó él—. Este invierno, cuando estuve tan enfermo, pensé en todo lo que me quedaba por hacer. Una de mis mayores preocupaciones eras tú. ¿Quién iba a cuidar de ti cuando yo ya no estuviera?
Los criados, pensó. Los abogados. Los albaceas. Una heredera podría pagar a cualquiera para que la cuidase, y nunca faltaría gente ansiosa por aceptar el trabajo. Una muchacha rica era la última mujer que necesitaba un marido en ese mundo.
Y ella era muy rica. La dote de su madre había incluido un fideicomiso muy generoso para sus descendientes. Como el matrimonio solo había tenido un descendiente, ella, la parte que le correspondía era inmensa, incluso para la hija de un marqués.
—Siento ser una carga para ti —dijo.
Su padre restó importancia a sus palabras con un gesto de la mano.
—Se supone que los padres deben preocuparse por sus hijos. Pero no es una carga. Solo es un problema que tengo que resolver. Aunque jamás he hecho de casamentero, le he dado muchas vueltas a la idea. En cuanto me recuperé, comencé a prestar mucha atención a los eventos de la temporada social.
La temporada social londinense era, entre otras muchas cosas, el momento que aprovechaban los aristócratas solteros para encontrar pareja. Al igual que otras damas solteras, Charlotte asistía como era su deber a todos los eventos sociales en los que se requería su presencia. Al igual que las demás, se dejaba ver en los bailes que se celebraban todas las semanas en Almack’s, donde solo estaba admitida la flor y nata de la sociedad... con el único y meritorio propósito (o al menos esa era su impresión) de atormentar con el aburrimiento a un selecto y minúsculo grupo de personas.
—La mayoría de las jóvenes encuentra marido durante la temporada social —siguió su padre—. Pero tú ya has pasado por ocho temporadas. Como tu comportamiento es irreprochable, el problema debe de ser otro. Tras haber estudiado el asunto, he llegado a dos conclusiones: la primera es que el método es del todo imprevisible y la segunda es que Londres ofrece demasiadas distracciones. Verás, tenemos que afrontar el problema de forma científica.
Lord Lithby era un agrónomo. Como miembro de la Sociedad Filosófica, leía un sinfín de artículos sobre agricultura. A continuación, procedió a explicar cómo algunos de los principios utilizados en esa materia podían aplicarse a los seres humanos. Lo que hacía falta era un sistema, y él había diseñado uno.
No podía imaginarse el esmero con el que su hija había evitado conseguir el desenlace deseado. No podía imaginarse el método tan científico con el que había encarado su particular problema: eludir el matrimonio. Charlotte había diseñado un plan años atrás y no dejaba de mejorarlo.
En una ocasión la cegó un hombre. Nunca más.
Gracias a la prolongada enfermedad (mental y física) resultante de su error, había efectuado su presentación en sociedad a la avanzada edad de veinte años. Sin embargo, llevaba mucho tiempo estudiando a los caballeros de su mismo círculo social, sopesando sus caracteres con el mismo cuidado con el que su padre sopesaba las características de sus nabos y sus guisantes, de sus vacas, sus ovejas y sus cerdos. Mientras su padre estudiaba la forma de hacer que sus cosechas y sus rebaños crecieran, ella estudiaba la manera de hacer que los hombres perdieran el interés en ella.
Aprendió a ser aburridísima con este, indiferente hasta hacerse invisible con aquel. Con uno hablaba por los codos. Con otros no decía absolutamente nada. En ocasiones perdía el hilo de la conversación y se distraía con el vuelo de una mosca. Alguna que otra vez se le olvidó reconocer a un hombre al que conocía de hacía tiempo. Y en más de una oportunidad condujo a su pretendiente a los brazos de otra mujer.
Esa última maniobra requería extrema pericia y sutileza.
Todas requerían extrema pericia y sutileza, de hecho. Con indiferencia de la técnica que usara, siempre debía parecer dulce y agradable.
Para una joven atractiva y rica era una tarea muy ardua evitar casarse y, además, evitar que la pillaran intentando no casarse.
Debería avergonzarse por engañar a su padre de esa manera, pero la verdad era muchísimo más vergonzosa.
—Lizzie y yo hemos redactado una lista de caballeros que creemos que serán de tu agrado —dijo su padre—. En cuestión de un mes llegarán a Lithby Hall para quedarse dos semanas. Por supuesto, algunas de tus primas y amigas también vendrán para igualar las filas. Así tendrás la oportunidad de conocer a los caballeros. Además, sin las distracciones de la capital, ellos tendrán una oportunidad de ganarse tu afecto. —La miró con una sonrisa radiante.
Cuando lord Lithby sonreía así, daba la sensación de que los rayos del sol brotaban de su alma.
Le devolvió la sonrisa. ¿Cómo no hacerlo cuando su padre estaba encantadísimo con su aterradora idea?
—Si no sale bien esta vez, lo volveremos a intentar durante la temporada de caza —prosiguió—. Tampoco es tan raro que tengamos invitados en algunos eventos.
Aunque no había añadido un «pero», supo que había uno.
Se había propuesto encontrarle un esposo gracias a su método, y dijera lo que dijese, estaba seguro de que lo conseguiría a la primera. Se llevaría una terrible desilusión si no era así.
Decepcionarlo la mataría.
Complacerlo la mataría igualmente.
—Estoy segura de que saldrá bien, papá —afirmó—. Por supuesto que confío en tu buen juicio.
—Buena chica. —Le dio unas palmaditas en el hombro.
Una vez zanjado el asunto, y ajeno por completo a la bomba que había lanzado, siguió con otros temas: algo acerca de una propiedad colindante... La Cancillería había resuelto el asunto con milagrosa rapidez... pero lord Hargate... sus hijos... el artículo de Carsington sobre la sal... el gabarro en las ovejas...
Charlotte intentó prestarle atención, pero su cabeza era un hervidero y le resultaba imposible. Pasaba de un pensamiento aterrador a otro, de un recuerdo indeseado a otro. Miró a la cerda y envidió su felicidad porcina. Envidió la certeza inamovible que tenía Jacinta acerca de su lugar y de su función en el mundo.
Lord Lithby se marchó enseguida para hablar con el guardabosques y Charlotte se fue por su lado, llevándose su atribulada mente con ella.
Lord Lithby había intentado hablar a s