Prólogo
Quiero un héroe...
LORD BYRON
Don Juan, Canto I
Roma
Julio, 1820
Subió la escalinata que conducía a su dormitorio, quitándose la ropa por el camino.
Marta Fazi era ágil, desde luego. Con esos ojos oscuros clavados en los de James, fue subiendo los escalones de espaldas sin dar un traspié. El tono aceitunado de su piel resaltó la blancura de sus dientes cuando, entre carcajadas, se quitó la máscara, el velo y la capa que ocultaba lo que supuestamente debía de ser un vestido: una prenda muy fina, poco más que una recargada camisola, con unas cuantas cintas y lazos fáciles de desatar.
Se dejó las esmeraldas puestas: el pesado collar con el enorme colgante que se balanceaba entre sus pechos, los pendientes a juego y la pulsera.
James se detuvo para quitarse la chaqueta y se tomó su tiempo. Se la echó sobre un hombro mientras subía tras ella, manteniendo en todo momento la pose de mera curiosidad que había utilizado como anzuelo.
Acostumbrada a conseguir lo que quería, Marta era incapaz de resistirse a un desafío, y a James no le hacía falta esforzarse en su interpretación para retarla. Si le daban a elegir, no la tocaría ni con un palo muy largo. Pero como no tenía esa opción, se había limitado a dejar patente su reticencia. Detalle que, tal como esperaba, había herido la vanidad de la mujer.
Era atractiva, tenía que admitirlo. Se decía que lord Byron le había escrito un poema, aunque no para publicarlo. Era la clase de mujer que el poeta admiraba: morena y apasionada. Lo que Byron llamaría «un magnífico animal».
A él no le gustaba tanto esa clase de mujer. Tenía treinta y un años, y Marta no era su primera aventurera apasionada, extranjera, desinhibida y sexualmente diestra. Sin embargo, y siempre y cuando sobreviviera a ese encuentro, sí sería la última. Si no sobrevivía, cosa igual de probable, también sería la última.
«Pase lo que pase, salgo ganando», pensó James.
Si no llevaba a cabo la misión con éxito, tendría una muerte lenta y dolorosa. No lo honrarían como a un héroe. Nadie sabría que había muerto intentando salvar el mundo. Seguramente nadie llegaría a encontrar su cadáver... o lo que quedara de él.
«Por el puñetero rey y la puñetera patria —se dijo cuando la puerta se cerró tras él—. Una última vez.»
Se quitó el chaleco y lo dejó, junto con la chaqueta, sobre una silla cercana a la puerta mientras continuaba avanzando y ella retrocedía sin pausa hacia la cama.
Era evidente que se conocía el camino de espaldas y en la penumbra, si bien el dormitorio no estaba sumido en la oscuridad. Los criados debían de haber pasado antes por allí, porque había velas encendidas. Y debían de saber que ella esperaba compañía, porque solo habían encendido dos.
De todas formas, esa luz bastó para reflejar la blancura de los dientes de Marta cuando esta separó los labios. Y bastó para que las esmeraldas relucieran y para arrancar destellos irisados a los pequeños diamantes que las rodeaban. Aun sin luz, James habría adivinado su posición, pues el perfume de la mujer inundaba la estancia con un toque demasiado dulzón, como el de las rosas marchitas.
Marta se acarició los voluptuosos pechos con las manos y luego las deslizó hasta las caderas. Su cuerpo era magnífico, y ella lo sabía.
—Ya lo estás viendo, no te oculto nada —dijo Marta—. Me entrego completamente a ti.
Su dicción le indicó que había pasado la mayor parte de su vida en el sur de Italia y que había recibido muy poca, más bien poquísima, educación. También detectó un deje extranjero, de su Chipre natal, sin duda alguna. Al igual que la suya, la herencia de Marta Fazi era mestiza; sin embargo, en su caso hablaba un italiano, la lengua de su madre, perfecto. Dado que había heredado el pelo negro y rizado de su madre, y el perfil aguileño de su abuelo materno, Marta no sospechaba que era el hijo de un aristócrata inglés, además de un agente del gobierno de Su Majestad.
En resumidas cuentas, James Cordier era un impostor mucho mayor que la incitante pantera que tenía delante. La cuestión era asegurarse de que ella no se enterara.
—No del todo —repuso al tiempo que se desabrochaba los pantalones—. Estas piedras son bonitas, pero tu belleza no necesita de adornos y lo sabes muy bien.
Por no mencionar que las pesadas joyas serían un incordio durante un buen meneo. «Verás cómo te quedas tuerta cuando esos pedruscos te aticen en un ojo», podría haberle dicho, empleando el lenguaje poco refinado que había aprendido durante su azarosa juventud.
La oyó reírse.
—Ah, un halago por fin. Creí que jamás iba a oírlo de tus labios.
Se quitó los pantalones.
—La imagen que tengo delante me estimula la lengua —le aseguró.
—Bien. —Bajó la mirada—. Y ya veo que tu hombrecito también se siente estimulado.
Por supuesto que lo estaba. Aunque estuviera harto de las mujeres como ella, no dejaba de ser un hombre y ella era una mujer muy excitante. Las más letales solían serlo.
La vio quitarse los pendientes, que dejó sobre la mesita de noche. A continuación se quitó la pulsera y la dejó caer al lado de los pendientes.
Él se sacó la camisa por la cabeza.
Se dio cuenta de que Marta estaba intentando quitarse el collar.
—Déjame a mí —le dijo.
Era un cierre antiguo, seguramente el original, y requería de mucho tiento y un buen ojo. El conjunto no se había diseñado para una cena ordinaria, sino para cenas de Estado. Había sido creado para una reina hacía más de dos siglos. Sus propietarios actuales, expulsados por Napoleón, tuvieron que esconder sus tesoros y huir a un lugar seguro. Los tesoros iban de camino a su nuevo hogar, protegidos por una persona de confianza, cuando Marta y dos compinches, disfrazados de monjas, las robaron.
La antigüedad y la historia de las esmeraldas no tenían la menor importancia para ella. Marta Fazi había crecido en las calles. Sabía leer, aunque a duras penas, y era amoral e implacable. Tenía debilidad por los hombres apuestos y adoraba las esmeraldas.
Eso era lo único que sabía de ella y lo único que necesitaba saber para realizar el trabajo que le habían encomendado.
Conseguir las joyas, salir de la casa, devolverlas a sus verdaderos dueños y dejar que los diplomáticos se encargasen de los detalles.
Una vez que las joyas estuvieron amontonadas sobre la mesita de noche, James entró en acción. O más bien se lanzó al combate.
Al fin y al cabo, aunque pertenecía a un ejército que nadie reconocía, era un soldado. Nadie colgaba medallas a los hombres como él, ni tampoco los mencionaban en la correspondencia oficial.
Y si lo capturaban, nadie acudiría a rescatarlo.
«Lo mejor, querido Jemmy, es que, hagas lo que hagas, nunca dejes que te atrapen», se dijo.
A continuación, procedió a dar a esa mujer lo que quería, y a manos llenas. Sintiera lo que sintiese por su trabajo, al menos seguía siendo capaz de disfrutar de una mujer atractiva y apasionada como cualquier otro hombre.
Cuando por fin pareció quedarse saciada, al menos de momento, le susurró:
—Me muero de hambre. ¿Y tú?
—Ah, sí —murmuró Marta—. Vino, algo de comer... así recuperaremos las fuerzas. La campanilla del servicio está en tu lado.
—Mejor que sigan durmiendo —dijo—. Prefiero encargarme de mi comida.
Ella soltó una carcajada soñolienta.
—Desde luego. Supe que eras un cazador nada más verte.
«Qué bien me has calado», pensó James.
Se levantó de la cama. Tenía los pantalones muy a mano, ya que se había asegurado de que así fuera. Se los puso antes de coger la camisa. De espaldas a ella, se la pasó por la cabeza antes de coger las joyas de la mesita de noche, aprovechando el movimiento de la tela para ocultar lo que estaba haciendo.
El resto fue absurdamente sencillo. El dosel de la cama impediría a Marta ver la puerta y la silla donde había dejado el chaleco y la chaqueta. Recogió las prendas y salió del dormitorio.
Cualquier otro habría esperado a que ella se durmiera para marcharse. Él, en cambio, era de la opinión de Macbeth: «¡Si todo acaba cuando se hace, será mejor hacerlo rápido».
Lo mejor sería quitarse de en medio rápido. Marta no tardaría en darse cuenta de que las joyas habían desaparecido, y se tomaría fatal la traición. El último hombre que la molestó había perdido sus partes íntimas. Las perdió muy despacio, trocito a trocito.
Tal vez disponía de unos minutos para escapar. Tal vez solo de unos segundos.
Bajó la escalinata a toda prisa.
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete...
—¡Detenedlo! —la oyó gritar—. ¡Cogedlo! ¡Rompedle las piernas!
James acababa de dejar atrás el descansillo cuando vio que un tipo muy corpulento subía la escalera. Alzó un brazo hacia el lado y lo tensó con todas sus fuerzas. El criado lo vio demasiado tarde. El musculoso brazo le dio de lleno en la nuez. Cayó de espaldas y rodó escalones abajo hasta aterrizar de cabeza.
En lo alto de la escalinata, Marta Fazi llamaba a gritos a sus hombres en griego, diciéndoles que no lo mataran, que tenía planes para él.
Un cuchillo pasó rozándole la cabeza.
A chillido limpio, Marta le describió lo que le haría, y las partes que le cortaría primero.
James sorteó el cuerpo inerte del criado y atravesó corriendo el vestíbulo en dirección a la puerta.
Oyó que alguien abría una puerta de golpe y otro de los secuaces de Marta salió en su persecución. Volvió a extender el brazo con todas sus fuerzas, pero en esa ocasión fue para asestar al rufián un golpe en el pecho. Al tipo se le doblaron las rodillas y cayó de espaldas.
Lo oyó lanzar un alarido de dolor. Seguramente se había roto una rodilla.
Claro que sus chillidos eran una minucia en comparación con los de Marta.
James siguió corriendo.
Salió por la puerta apenas un instante después.
En un abrir y cerrar de ojos, se había fundido con la noche.
1
¿Alguna vez has visto una góndola? Por temor a que no lo hayas hecho, te la describiré al detalle: es una embarcación alargada muy común aquí, con la proa esculpida, ligera pero compacta; conducida por dos remeros llamados «gondoleros», se desliza sobre el agua con un aspecto tétrico cual ataúd transportado en una canoa, y no se puede ver ni oír lo que sucede en su interior.
LORD BYRON
Beppo
Venecia
Martes, 19 de septiembre de 1820
Penes. Por doquier.
Francesca Bonnard observaba el techo con actitud pensativa.
Un par de siglos antes la familia Neroni se había dejado llevar por la fiebre ornamental. Las paredes y los techos del palazzo que había alquilado estaban cubiertos por un impresionante despliegue de frutas, flores y cortinajes esculpidos en yeso. Pero lo más fascinante eran los niños con alitas a los que los italianos llamaban putti. Gateaban por los techos, alzando las cortinas de yeso trepando por sus pliegues, buscando Dios sabría qué. Se aferraban a las molduras de los frescos y a los medallones dorados que adornaban los dinteles de las puertas. Su presencia eclipsaba a las cuatro mujeres de torso desnudo recostadas en las esquinas y a los cuatro hombres musculosos que aguantaban el peso de las paredes.
Todos eran niños y todos estaban desnudos. De ahí que al mirar hacia el techo la vista predominante fueran los penes. Penes diminutos cuyo número ascendía a cuarenta la última vez que lo comprobó, aunque ahora parecía haber más. ¿Se reproducirían de forma espontánea? ¿O estarían haciendo de las suyas las damas pechugonas y los viriles adultos cuando no había nadie en el palazzo?
A lo largo de los tres años que llevaba en Venecia, Francesca había entrado en un buen número de residencias ostentosas. Sin embargo, la suya se llevaba la palma en cuanto a desmesura ornamental; por no mencionar la increíble profusión de órganos reproductores masculinos inmaduros.
—No debería hacerles caso —dijo—, pero llaman mucho la atención. Las primeras visitas que recibí después de instalarme se pasaron todo el rato contemplando boquiabiertas las paredes y los techos. Tras meditar el asunto largo y tendido, he llegado a la conclusión de que a Dante se le ocurrió escribir su Infierno después de hacer una visita al palazzo Neroni.
—Que los miren todo lo que quieran —repuso su amiga Giulietta, quien, barbilla en mano, contemplaba el desquiciante techo sentada en un sillón—. Mientras las visitas están distraídas mirando los putti, tú puedes observarlas a placer sin temor a que te tachen de grosera.
Francesca y Giulietta se complementaban a la perfección en cuanto a su apariencia. La primera era alta y de aspecto exótico; la segunda, baja y de apariencia dulce. Giulietta tenía el rostro en forma de corazón y unos inocentes ojos castaños que le otorgaban el aspecto de una jovencita. Sin embargo, tenía veintiséis años, uno menos que Francesca, aunque en experiencia podría decirse que la superaba en siglos.
Francesca Bonnard sabía muy bien que nadie la tildaría de dulce. Había heredado los rasgos faciales de su madre, entre los que destacaban los ojos con su inusual color verde y su forma almendrada. Su abundante pelo castaño era herencia de su abuela paterna, una dama francesa. El resto procedía de sir Michael Saunders, el sinvergüenza de su padre, y de sus antepasados. Los Saunders eran altos y ella lo era; al menos comparada con la mayoría de las mujeres. Esos centímetros de más le habían otorgado el sobrenombre de «la Giganta» y «la Amazona» en las ofensivas caricaturas que inundaron los folletines durante su proceso de divorcio.
Habían pasado cinco años desde su divorcio, que puso fin a su matrimonio con John Bonnard —quien acababa de obtener el título de barón hacía poco tiempo, de modo que en esos momentos era conocido como lord Elphick—, al igual que había puesto fin a todas las tonterías que en aquel entonces creía sobre los hombres y sobre el amor. A esas alturas de la vida se conducía con la cabeza bien alta, con porte orgulloso y vestida en todo momento para resaltar todas y cada una de las curvas de su voluptuosa figura.
Los hombres la habían traicionado y abandonado en el pasado.
Ya no lo hacían.
En ese momento se postraban de rodillas suplicando su atención.
De hecho, aquel día aguardaba la visita de varios caballeros, impulsados por ese expreso propósito. De ahí que no estuviera charlando con su amiga en su gabinete privado, una estancia más pequeña y menos opresiva, contigua a su vestidor. El gabinete, prácticamente libre de putti, era mucho más cómodo, pero estaba reservado a los íntimos y todavía no había decidido quién ascendería a dicho estatus de entre los caballeros que estaban por llegar.
No tenía ganas de tomar ese tipo de decisión.
Abandonó el sofá donde había estado recostada (una postura que habría horrorizado a su institutriz) y se acercó a la ventana.
El canal que discurría bajo esta no era el Gran Canal, sino una de las vías secundarias o rii, como los llamaban los venecianos, que conectaban de forma laberíntica las distintas zonas de la ciudad. Aunque su residencia no estaba muy lejos del Gran Canal, el vecindario era uno de los más tranquilos de Venecia.
La tranquilidad quedaba interrumpida esa tarde por el repiqueteo de la lluvia en el balcón y, de vez en cuando, por las rachas de viento que azotaban los cristales. Miró hacia el exterior y parpadeó.
—Por el amor de Dios, creo que ahí en frente hay señales de vida.
—¿En Ca’ Munetti? ¿De verdad?
Giulietta se puso en pie para reunirse con ella frente a la ventana.
Entre la lluvia vieron que una góndola se detenía en el embarcadero de la casa que se alzaba en la orilla opuesta del estrecho canal.
Francesca sabía que el término «Ca’» era la apócope de «casa». En el pasado solo el Palacio Ducal ostentaba el título de palazzo, de modo que el resto de las residencias eran casas. En la actualidad, no obstante, cualquier casa era un palazzo, ya fuera grande o pequeña. La construcción que tenía enfrente podría denominarse de esa manera sin problemas. La fachada que daba al canal era similar a la suya, ya que contaba con un embarcadero por el que se accedía al vestíbulo de la planta baja y que estaba conectado al portón de la calle posterior. Los balcones del salón, situado en el primer piso, estaban orientados hacia el canal. En la segunda planta se encontraban las dependencias privadas; y encima, en el tercer piso, los aposentos de la servidumbre.
Ca’ Munetti llevaba un año desocupada.
—Un solo gondolero —dijo—. Y dos pasajeros, según parece. Es lo único que distingo con este dichoso diluvio.
—No veo ni rastro de equipaje —señaló Giulietta.
—Es posible que lo enviaran con antelación.
—Pero la casa está a oscuras.
—Eso significa que todavía no han contratado a la servidumbre.
La familia Munetti se había llevado a la servidumbre consigo cuando se mudó. Aunque no tenían tantos problemas económicos como el resto de la nobleza veneciana, la vida en Venecia les había resultado demasiado cara y aburrida por culpa de los austríacos que regían la ciudad. Al igual que los dueños del palazzo Neroni, preferían alquilar su casa a los extranjeros.
—Es extraño que vengan a Venecia en esta época del año —dijo Giulietta.
—Tal vez la hayamos puesto de moda —aventuró Francesca—. O, lo más probable y puesto que seguro que son extranjeros, no saben lo que les espera.
Todos los que podían permitírselo abandonaban la ciudad durante el húmedo verano y se trasladaban a sus villas en el mes de julio. Nadie solía regresar de su villeggiatura, de las vacaciones estivales, antes del 11 de noviembre, el día de san Martín, celebración que marcaba el inicio oficial del invierno.
Francesca había abandonado la villa que el conde de Magny tenía en Mira antes de tiempo, debido a un altercado con lord Quentin, un invitado inglés. Aquí, en su propia casa, podía hacer lo que quisiera sin que nadie especulara sobre su persona como si no hubiera otro entretenimiento mejor. De todas formas, nunca le había gustado la vida campestre. Prefería la ciudad. En ocasiones incluso echaba de menos Londres, aunque no tanto como al principio. Claro que jamás admitiría que añoraba algo relacionado con Inglaterra.
En ese momento entró un criado y se dispuso a preparar la mesa para el té.
—Arnaldo, ¿sabes algo sobre Ca’ Munetti? —le preguntó.
—El equipaje fue enviado con antelación y llegó ayer a última hora de la tarde —contestó el criado—. Poco más. El gondolero que han contratado, Zeggio, es primo de la prima política de nuestro cocinero. Según él, el nuevo inquilino está emparentado con los Albani y quiere estudiar con los monjes armenios, como su amigo lord Byron.
Giulietta la miró con las cejas enarcadas y ambas se echaron a reír.
—Byron estudió con los monjes armenios —recalcó Giulietta—, pero no tenía ni un pelo de monje.
—Solo tienen dos criados... —dijo Francesca, mientras veía que la puerta de la casa se abría.
—Es posible que el nuevo inquilino sea veneciano —añadió Giulietta—. Son demasiado pobres para poder permitirse una servidumbre numerosa. Solo los extranjeros y las putas pueden permitirse tener un buen servicio.
Arnaldo salió y ellas pasaron del italiano al inglés.
—Mi nuevo vecino podría ser un extranjero tacaño —dijo ella—, o un ermitaño.
—Ninguna de las dos posibilidades lo hace apto para nosotras.
—Desde luego que no —convino Francesca al tiempo que estallaba en carcajadas.
Su risa era tan famosa como su inusual físico; tal vez incluso más.
Después de que el divorcio la expulsara de los círculos respetables de la sociedad, había aprendido a manipular a los hombres. Y había aprendido rápido. Fanchon Noirot, su mentora francesa, afirmaba que poseía el don.
La lección más valiosa que aprendió con ella fue cómo hablar con los hombres. O, para ser más exactos, cómo escucharlos.
Sin embargo, cuando Francesca Bonnard reía, los hombres la escuchaban y se olvidaban de todo lo demás.
—Cuando te ríes —le había dicho Byron—, los hombres contienen el aliento.
—Si contuvieran otra cosa, sus bolsillos se lo agradecerían —fue su réplica.
Y Byron se echó a reír, porque, aunque triste, era cierto.
Francesca Bonnard era una cortesana, y tan cara que pocos hombres podían permitirse mantenerla. Lord Byron no era uno de ellos.
Mientras tanto, en la otra orilla del canal...
De todas las ciudades del mundo, esa mujer tenía que ir a parar a Venecia.
Terriblemente incómoda.
Y húmeda, para más inri.
La góndola en la que James viajaba había partido del puerto bajo una llovizna y había atravesado el Gran Canal bajo una lluvia torrencial tan intensa que les había obligado a cerrar las puertas batientes del felze, la cabina de la embarcación. Lo único que vislumbraba por la rendija eran las imágenes borrosas de las casas y de los pilares de piedra de los embarcaderos. No se oía absolutamente nada, salvo el repiqueteo de la lluvia en el techo de la cabina y en la cubierta de la góndola.
En ese momento casi podía imaginar que estaba en el inframundo en el que sus antepasados romanos creían; que la góndola surcaba las aguas del río Estigio, entre las almas de los muertos.
La imaginación se dio de bruces con la cruda realidad, o más bien cayó en picado al agua, cuando oyó que el golpeteo de los remos contra el agua reverberaba a su alrededor y la voz del gondolero anunciaba:
—Ponte di Rialto.
El gondolero se llamaba Zeggio. A simple vista parecía demasiado joven para ser un guía, demasiado guapo para realizar trabajos pesados y demasiado inocente para que alguien lo tomara en serio. Esa apariencia explicaba por qué sus asociados lo consideraban el mejor guía de la ciudad. En realidad, Zeggio tenía treinta y dos años, hacía mucho que había dejado atrás su inocencia y esa no era la primera vez que contaban con sus servicios.
Era un agente local altamente recomendado. Sin embargo, aspiraba a convertirse en la versión veneciana de James Cordier.
Pobre desgraciado.
Abandonaron el Gran Canal y enfilaron otro más pequeño, y después tuvieron que internarse en otro más estrecho aún antes de detenerse en Ca’ Munetti.
—¡Ah, Venecia...! —exclamó James mientras contemplaba la vista (lo poco que veía de la misma) a su alrededor. Los edificios y las góndolas solo eran oscuras manchas informes bajo la lluvia—. Maravillosa, sin duda, salvo por la humedad.
Su criado, Sedgewick, masculló algo al oírlo. Era un tipo bajo y de aspecto tan común que nadie solía reparar en él casi nunca. Craso error, y el último para muchos.
—¿Qué has dicho, Sedgewick? —le preguntó.
—Que me gustaría estar en Inglaterra —murmuró su antiguo ordenanza.
—¿A quién no? —respondió James.
En Inglaterra haría más frío y los días serían mucho menos soleados que en Venecia, pero a pesar de todo estarían en Inglaterra, no en otro dichoso país lleno de extranjeros.
Aunque no podía considerarse un extranjero en Venecia precisamente. Su madre estaba emparentada con la mitad de las familias importantes de Italia y su linaje era tan distinguido como el de su padre, lord Westwood.
Venecia, sin embargo, no era Italia.
Era... Venecia.
La góndola se detuvo en el embarcadero del palazzo y James alzó la vista hacia la casa situada frente a la suya, donde vivía ella.
Ella era, ni más ni menos, Francesca Bonnard, hija del infame y difunto sir Michael Saunders, el estafador; ex esposa de lord Elphick, reconocido por todos como el parangón de la moral; y en la actualidad, la puta más cara de Venecia.
Para algunos, ganarse ese último título carecía del lustre que conllevaba unos... trescientos años antes. Venecia había perdido la posición preeminente que ocupaba en el mundo, sobre todo en las últimas décadas. La Bonnard, como la conocían en la ciudad, sin embargo, ostentaba la fama de ser la más cara de las damas de su índole de todo el Véneto y posiblemente de toda Italia. Algunos incluso afirmaban que del continente entero.
La pregunta, por tanto, era qué se le había perdido a la reina de las cortesanas en Venecia. La afamada ciudad era pobre, gran parte de las familias de la nobleza la había abandonado y la afluencia de visitantes había quedado reducida a un patético goteo.
¿Por qué no se había marchado a París, ciudad donde había alcanzado su fama tres o cuatro años antes y donde podría elegir a su siguiente víctima de entre una multitud de acaudalados caballeros? ¿O a Viena? ¿O, al menos, a Roma o a Florencia?
Acabaría averiguando la respuesta tarde o temprano, en caso de que fuera necesario. Y mejor que fuese pronto, porque tenía planes y esa mujer los había interrumpido.
Después de recuperar las esmeraldas de manos de Marta Fazi y de entregarlas a su legítimo dueño, este había firmado un importante tratado con Inglaterra en reconocimiento por el favor prestado. A James le había correspondido una jugosa recompensa.
Supuestamente, esa iba a ser su última misión. Supuestamente, debía estar de camino a casa para disfrutar de una jubilación merecidísima.
Pero no.
Estaba mandando al infierno a la ex esposa de lord Elphick cuando la puerta del palazzo se abrió y la góndola se detuvo en el embarcadero.
Desembarcó directamente en las losas de piedra y mármol de la planta baja. Las paredes estaban forradas de madera oscura. La estancia era muy fría y el olor a humedad lo impregnaba todo.
Siguieron a Zeggio escalera arriba en dirección a la planta principal y se detuvieron al llegar a un amplio distribuidor, o portego, como lo llamaban los venecianos, que se extendía de un lado a otro de la casa. Saltaba a la vista que su fin era impresionar al visitante. Una hilera de arañas colgaba del centro del techo y a lo largo de una de las paredes se alineaban sobre sus respectivas consolas unos inmensos candelabros, realizados con el famosísimo e impresionante cristal de Murano. Cuando las velas estuvieran encendidas, su luz resaltaría de forma magnífica los tonos dorados, los bajorrelieves de las paredes, las esculturas y los cuadros.
—Y todo esto, encima del agua... —dijo Sedgewick, meneando la cabeza mientras echaba un vistazo a su alrededor—. Digo yo: ¿qué tipo de gente va y construye una ciudad en un grupo de islas en mitad de una zona pantanosa?
—Italianos —contestó James—. Hay un motivo por el que antiguamente dominaron el mundo y otro por el que Venecia dominó los mares. Al menos deberías reconocer su genialidad a la hora de construir.
—Reconozco que buscaban un modo fácil de contraer la malaria —repuso el antiguo ordenanza—. Y el tifus.
—Pero en esta época del año no hay enfermedades —les aseguró Zeggio—. La malaria llega en verano y el tifus en primavera. Estamos en la época más saludable del año.
—Bueno, siempre está la neumonía —señaló Sedgewick—. Las afecciones severas de la garganta. Las congestiones pulmonares...
—Ese es mi Sedgewick —terció James—. Siempre mirando el lado positivo de la vida.
Zeggio los condujo a través del gran recibidor hacia una de las estancias orientadas al canal.
—Ya lo verán —insistió—. Venecia es más agradable que cualquier otra ciudad de tierra firme durante el otoño y el invierno. Por eso todo el mundo vuelve el día de san Martín.
Todos, salvo ella.
Antes de regresar a la ciudad estaba en Mira, en la villa veraniega del conde de Magny, un amigo de su etapa parisina y posiblemente un antiguo amante... que todavía lo era. Había rumores contradictorios al respecto. El problema era que a finales de agosto y después de mantener una serie de conversaciones con el superior de James, lord Quentin, la «dama» había dejado a Magny al cuidado de las bellezas autóctonas de la población y había regresado a Venecia con todo su equipaje. Puesto que Quentin había sido incapaz de persuadirla de que le entregara ciertas cartas que obraban en su poder y un buen número de agentes habían sido incapaces de hacerse con ellas utilizando otros métodos menos directos, Su Ilustrísima había instado a James a que volviera al trabajo antes de que sus baúles estuvieran siquiera en la bodega del barco que lo llevaría a Inglaterra... lejos de una vez por todas de las conspiraciones, de los asesinos y de las putas despiadadas.
¿Cuándo había sido la última vez que habló con una persona respetable y normal, que tuviera secretos normales y corrientes? ¿Cuándo había sido la última vez que estuvo entre un grupo de hombres y mujeres que no tuviesen nada que ver con los aspectos más sórdidos de la existencia humana? ¿Cuándo había sido la última vez que miró a los ojos a una mujer inocente que no fuera su hermana? No lo recordaba.
Su mirada recorrió la estancia donde se encontraba.
Aunque las sedas, los terciopelos y el tono dorado abundaban por doquier, el salón era mucho más modesto que el portego. Y más acogedor en un día tan atípicamente frío, ya que habían encendido el fuego antes de que llegaran.
Sin embargo, en conjunto tenía un aire deslucido.
—Pasado de moda y deslucido —sentenció Sedgewick después de mirarlo todo con ojo crítico.
—Venecia es como una hermosa cortigiana, como una cortesana... —Zeggio hizo una pausa y frunció el ceño como si estuviera buscando las palabras adecuadas—, en la hora de la dificultad.
—En tiempos difíciles —lo corrigió James.
—En tiempos difíciles —repitió el gondolero, tras lo cual lo hizo unas cuantas veces más, pero en voz baja—. Lo entiendo. Es lo mismo, pero no es igual.
James se acercó a una ventana para mirar al otro lado del estrecho canal. Una silueta femenina pasó por delante de una ventana iluminada en el palazzo vecino y regresó poco después para detenerse tras el cristal. Aunque la lluvia lo oscurecía todo y tenía por costumbre mantenerse siempre alejado de la luz, por no mencionar que la tracería de la ventana lo mantenía prácticamente oculto, se internó en las sombras.
—La signora está hoy en casa —informó Zeggio, que se acercó a la ventana—. Su amiga también estará con ella. Sí, justo como pensaba. Esa es la góndola de la signorina Sabbadin. Toman juntas el té casi todos los días. Son así. —Alzó una mano y unió los dedos índice y corazón—. Como hermanas. Las amigas de madame la han seguido a Venecia, porque cuando ella se marcha, cualquier sitio es aburrido. Pero aquí nunca nos aburrimos. Aunque estemos a mediados de septiembre tenemos ópera, ballet, obras de teatro. Y poco después de Navidad, el carnaval.
James mantuvo la vista clavada en el exterior.
—Sedgewick, si el carnaval empieza antes de que nos marchemos —dijo—, haz el favor de pegarme un tiro.
—Sí, señor —respondió el criado—. En ese caso supongo que querrá ponerse manos a la obra de inmediato.
James asintió con la cabeza.
—Zeggio, averigua adónde irá esta noche. Quiero vestirme adecuadamente.
—A La Fenice, sin duda —respondió el aludido.
—Ah, sí. El espléndido teatro de Venecia —dijo James—. El mejor lugar para lucirse.
—Es que esta noche representan La Gazza Ladra —explicó Zeggio—, la obra de Rossini.
—La urraca ladrona —tradujo James para que Sedgewick lo entendiera, ya que entre los numerosos talentos de este no se encontraba el don de lenguas.
—Siempre, siempre va a esa ópera —dijo Zeggio—. Pero lo preguntaré para estar seguro. Después dispondré que alguien lr lleve a su palco para que los presente, ¿de acuerdo?
—No quiero tener contacto con ella hasta conocerla mejor —advirtió—. Primero quiero estudiar el terreno; con un par de días me bastará.
—El jefe quiere vigilar sus movimientos para conocerla mejor —explicó Sedgewick a Zeggio—. Pero las mujeres nunca han sido un problema para él. Estoy seguro de que la engatusaremos muy pronto.
—Más nos vale —señaló James justo cuando una góndola enorme conducida por dos remeros se acercaba al palazzo Neroni—. ¿Quién es?
Zeggio la observó un instante.
—¡Ah, ese! Llegó pocos días después de que ella volviera. Es el príncipe heredero de Gilenia. Muy guapo con sus rizos rubios. Un poco bobo, pero dicen que madame siente predilección por él.
Gilenia era apenas un puntito invisible en el mapa de Europa, pero parte del trabajo de James consistía en conocer todos esos puntitos invisibles.
—El príncipe Lurenze —dijo—. Un muchacho de veintiún años nada más, ¿no?
—Con todo el respeto, señor, usted tenía seis años menos cuando fue reclutado —le recordó Sedgewick.
—Cierto —confirmó Zeggio—. El signor Cordier es una leyenda. Yo casi lo creía un mito hasta que lo vi en persona.
—Entre el problemático hijo de un aristócrata inglés y el heredero de una de las monarquías más antiguas de Europa hay una considerable diferencia—apostilló él—. Los miembros de las casas reales están mucho más protegidos. Y los miembros de la casa real de Gilenia están protegidos entre algodones. Me sorprende que sus padres le hayan permitido volar lejos del nido.
—Lo han enviado con un numeroso séquito —dijo Zeggio—. Todos los diplomáticos intentan ganarse sus favores. Esa es una de las dificultades que tiene con las damas: nunca está solo.
—Eso debe de asegurarle experiencias muy interesantes en las dependencias íntimas de las damas —repuso—. Si acaso tiene alguna, cosa que me parece poco probable.
—¿Cree que el muchacho es virgen? —preguntó Sedgewick.
—Yo no apostaría por ello —contestó—. Pero sus experiencias en esas lides serán muy limitadas. —Hizo un gesto para restarle importancia—. No nos causará problemas. Y si Magny sigue en su villa como el resto de las personas sensatas, tampoco preveo dificultades por su parte.
—¿Y la dama? —preguntó Zeggio.
—¡Ah! El jefe nunca tiene problemas con las damas —respondió Sedgewick—. Ninguno.
Mientras tanto, en Londres...
John Bonnard, el barón Elphick, estaba sentado tras su escritorio. Aunque ya había cumplido cuarenta años, su cabello rubio oscuro seguía siendo abundante, tenía unos ojos verdosos de mirada clara, y prácticamente tenía todos los dientes. En definitiva, pese a su baja estatura y su complexión delgada, estaba considerado como uno de los hombres más atractivos de Inglaterra.
Si la gente tuviera oportunidad de ver al hombre que existía tras la fachada, tal vez cambiase de opinión.
En ese momento guardaba bastante parecido con su yo interno, ya que observaba ceñudo la carta que tenía delante. El papel estaba arrugado, como si lo hubiera reducido a una bola varias veces antes de volver a alisarlo.
La mayoría de las cartas procedentes de su ex esposa padecía el mismo destino. Aunque por extraño que pareciera, ninguna acababa en el fuego.
Frente a él había una mujer morena bajita, que observó la carta un instante antes de mirarlo a la cara. La expresión de Johanna Ide era la de alguien que había observado la misma escena en incontables ocasiones. Sin embargo, no llegó a poner sus hermosos ojos en blanco. La amante de Elphick, puesto que ocupaba desde hacía más de veinte años (junto con el de cómplice en todas sus conspiraciones), era muy consciente de que en ese caso en particular los planes no habían salido tal como ambos habían esperado que salieran.
Elphick había recibido otra carta de su esposa. Y, como era habitual, lo había puesto de mal humor.
—Esa zorra —espetó.
—Lo sé, querido, pero dentro de poco tiempo no te causará ningún problema más.
—Desde luego que no —convino él