A la caza de un libertino (Hermanas Ramsbury 1)

Claudia Cardozo

Fragmento

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Prólogo

Londres 1898

No podía soportarlo. No de nuevo. No después de...

¡Podría matar a su madre!

Jane aspiró una y otra vez para controlar su enfado, pero le pareció que según pasaba el tiempo este no hacía más que incrementarse. El viaje de regreso a casa desde la residencia del primo Edward había sido un suplicio y si no se echó a gritar más de una vez fue gracias a las miradas de advertencia que le dirigió todo el tiempo su hermana Constanza.

¿Cómo era posible que ella no lo entendiera? ¿Que no viera también lo injusto de todo?

El traqueteo del vehículo al transitar sobre el camino empedrado que conducía a su casa una vez que dejaron atrás las altas verjas que delimitaban la mansión de las calles aledañas le provocó una pequeña sacudida y no tuvo más opción que hacer a un lado su irritación para sujetarse del asiento con un bufido.

Un par de sirvientes salieron de la mansión para recibirlas y se contuvo de hacer un solo comentario en tanto no se encontraran a solas, porque sabía que, sin importar cuán tolerante se mostrara su madre en público, jamás le perdonaría que hiciera una escena frente a nadie que no perteneciera a la familia.

Aguardó con impaciencia a entrar a la casa y se despojó de la capa y los guantes, que dejó en manos de su doncella mientras su madre y hermana hacían otro tanto.

Se había sentido tan feliz cuando dejó la casa unas horas antes...

Ahora, en cambio, el enojo empezaba a disolverse, reemplazado por una sensación de hastío y desesperanza que le provocó un molesto escozor en los ojos. Su mirada se encontró con la de Constanza y advirtió un leve rastro de compasión en el rostro, por lo general, inmutable de su hermana mayor.

Algo como aquello, en lugar de enternecerla, encendió nuevamente los rescoldos de la furia que no habían dejado de humear desde hacía horas.

Una vez que se encontraron las tres a solas en medio del vestíbulo, Jane apretó los labios y se dirigió a su madre con ojos centelleantes.

—Madre...

—Aquí no, Jane. Acompáñame un momento al salón; quiero ir por mi labor. Algo me dice que no podré dormir esta noche y voy a necesitar algo en lo que entretenerme —la dama habló con una serenidad que su hija menor habría alabado en otras circunstancias, pero ella apenas la miró y se dirigió a Constanza—. Tú sube a cambiarte, Connie querida, y métete a la cama. Estás un poco pálida.

Pareció que ella estaba a punto de discutir, pero entonces apretó los labios y, tras intercambiar una rápida mirada con su hermana, que se veía demasiado alterada como para captar ese leve matiz en su rostro, asintió y se dirigió escaleras arriba.

Jane mantuvo los labios fuertemente apretados durante todo el camino al salón y, cuando al fin ella y su madre se encontraron dentro, la segunda cerró la puerta tras ella y solo entonces, por primera vez en lo que iba de la noche, la miró a los ojos con esa impavidez que a su hija le provocaba unas irremisibles ganas de echarse a gritar.

La condesa de Riddlinton entreabrió los labios, pero su hija se adelantó a cualquier cosa que pudiera decir.

—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Cómo pudiste? Creí...

—¿Qué fue lo que creíste, Jane? ¿Que estaría dispuesta a permitir que arruinaras tu vida?

—¡Eso no es cierto! Yo solo quería...

—¿Casarte con el primer mequetrefe que pida tu mano?

Jane apretó las manos a los lados y se mordió los labios con fuerza. ¿Cómo era posible que hacía un momento tuviera tan claro lo que deseaba decir a su madre, las elaboradas razones que pensaba echarse a la cara para comprobar que era ella quien tenía razón, y en ese momento se hubiese convertido en una tonta que solo atinaba a balbucear sinsentidos?

La condesa, que pareció advertir la confusión de su hija, fue hacia ella y dulcificó algo el tono al continuar.

—Jane, querida, tienes que entender que todo lo hago por tu bien. Solo quiero que seas feliz —dijo ella.

Jane cerró los ojos durante un par de segundos y, cuando volvió a abrirlos, todo rastro de enojo había desaparecido, reemplazado por una casi palpable expresión de tristeza.

—¿Pero cómo podría serlo si no me dejas?

Un suspiro escapó de labios de la condesa y, al sacudir la cabeza de lado a lado, algunos rizos de su elaborado peinado rozaron su sien y cubrieron su frente. Era aún una mujer atractiva pese a que se encontraba ya en lo más entrado de la madurez. Su piel apergaminada y el cabello de un tono plateado que destellaba a la luz de las lámparas acentuaron su edad, mucho más avanzada de la que ella estaría nunca dispuesta a reconocer.

—Oh, cariño, ¿de verdad pensaste que podrías ser feliz con alguien como ese señor Baker? Pero si es el hombre más pusilánime con el que he tratado en mi vida.

—Estás siendo injusta; es solo que se siente un poco intimidado por ti.

Su madre hizo como si no la hubiese oído.

—Te aburrirías de él en un mes. No tendrían de qué hablar, no sabría de qué forma estimular tu mente... —La condesa suspiró—. Jane, las he criado a ti y a tu hermana para que sean unas jóvenes cultivadas e inteligentes; estoy convencida de que has leído más libros la última semana de los que ese hombre ha tocado en toda su vida. Para ser honesta, no tengo idea de en qué pensabas al permitir que él creyera que podría tener una oportunidad de casarse contigo.

Jane se llevó las manos a la cintura y observó a su madre con el mentón elevado. Sus ojos, de un tono gris verdoso, refulgieron por el enojo.

—Bueno, tal vez eso tenga algo que ver con el hecho de que no tengo muchas opciones —rumió ella de mala gana.

La condesa arqueó una de sus elegantes cejas, y cientos de años de aquella rancia aristocracia de la que ella se encontraba tan orgullosa parecieron planear entre ellas.

—¿Opciones? —repitió ella en tono cortante—. Pero si tienes todas las opciones...

Fue Jane quien esta vez interrumpió a su madre y lo hizo dejando de lado cualquier rastro de contención. Era allí a donde había deseado llegar.

—¡Sabes que eso no es cierto! ¡No tengo ninguna! Tú te has encargado de que así sea —exclamó ella—. No has hecho más que espantar a todos los hombres que se me han acercado.

Lady Riddlinton se envaró como si un hilo invisible hubiese tirado de ella hacia arriba.

—Yo no hice tal cosa.

—¡Claro que sí! He perdido la cuenta de las propuestas de matrimonio que me obligaste a rechazar desde que fui presentada a la reina —recordó ella—. Estuvo el conde Rudolph...

—Un tonto.

Jane ignoró el bufido de su madre.

—Y sir Alistair...

—Estaba arruinado. Solo quería nuestro dinero.

—¿Y lord Camell?

—¡Un enclenque! Hubieras enviudado en menos de tres años; lo que, viendo lo desesperada que pareces estar por casarte, tal vez no habría sido tan malo, supongo.

Jane se llevó las manos a los ojos y apretó los párpados con brusquedad hasta provocarse dolor, lo que en cierta forma le ayudó a centrar sus ideas antes de dejarse llevar por las palabras de su madre. Ya habían tenido esa conversa

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