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Otoño de 1952
Muy bien, si queréis una historia, os contaré una historia. Pero sólo una. Que ninguno de los dos me pida más. Ya es tarde, y tú y yo tenemos un largo día de viaje por delante, Pari. Esta noche tendrás que dormir. Y tú también, Abdulá. Cuento contigo, hijo, mientras tu hermana y yo estemos lejos. Y tu madre también. Vamos a ver. Una historia. Escuchadme los dos, escuchadme bien y no me interrumpáis.
Había una vez, en los tiempos en que divs, yinns y gigantes vagaban por estas tierras, un granjero cuyo nombre era Baba Ayub. Vivía con su familia en una aldea llamada Maidan Sabz. Como tenía una numerosa familia que alimentar, Baba Ayub se dejaba la piel trabajando. Cada día, desde el alba hasta la puesta de sol, araba sin descanso, revolvía la tierra y cavaba y se ocupaba de sus escasos pistacheros. A todas horas podía vérselo en su campo, doblado por la cintura, con la espalda tan curvada como la hoz que blandía el día entero. Sus manos estaban siempre llenas de callos y a menudo le sangraban, y cada noche el sueño se lo llevaba en cuanto su mejilla tocaba la almohada.
Debo decir que, en ese aspecto, no era el único, ni mucho menos. La vida en Maidan Sabz era dura para todos sus habitantes. Hacia el norte había aldeas más afortunadas, situadas en valles con árboles frutales y flores, donde el aire era agradable y los arroyos traían aguas frescas y cristalinas. Pero Maidan Sabz era un lugar desolado que nada tenía que ver con la imagen que evocaba su nombre, Prado Verde. Estaba emplazada en una llanura polvorienta y rodeada por una cadena de escarpadas montañas. El viento era caliente y te arrojaba polvo a los ojos. Encontrar agua era una lucha cotidiana, porque los pozos de la aldea, incluso los más profundos, solían estar casi secos. Sí, había un río, pero los aldeanos tenían que caminar medio día para llegar hasta él y sus aguas discurrían lodosas todo el año. En aquel momento, tras diez años de sequía, también el río estaba prácticamente seco. Digamos pues que la gente de Maidan Sabz trabajaba el doble para arañar la mitad.
Sin embargo, Baba Ayub se consideraba afortunado, porque tenía una familia a la que adoraba. Amaba a su mujer y nunca le levantaba la voz, y mucho menos la mano. Valoraba sus consejos y su compañía le producía verdadero placer. En cuanto a hijos, Dios le había dado tantos como dedos tiene una mano, tres varones y dos niñas, y los quería muchísimo a todos. Las hijas eran obedientes y bondadosas, tenían buen carácter y eran muy decentes. A los varones, Baba Ayub les había enseñado ya valores como la honestidad, la valentía y el trabajo duro sin rechistar. Lo obedecían como hacen los buenos hijos, y ayudaban a su padre con la cosecha.
Aunque los quería a todos, en su fuero interno Baba Ayub sentía una debilidad especial por el más pequeño, Qais, de tres años. Qais tenía los ojos de un azul oscuro. Cautivaba a quienes lo conocían con su pícara risa. Era uno de esos niños que rebosan tanta energía que consumen la de los demás. Cuando aprendió a caminar, le gustó tanto que se dedicó a hacerlo el día entero, pero entonces, por inquietante que parezca, empezó a caminar también por las noches, mientras dormía. Se levantaba sonámbulo y salía de la casa de adobe para vagar por la penumbra iluminada por la luna. Eso preocupaba a sus padres, como es natural. ¿Y si se caía a un pozo, o se perdía o, peor incluso, lo atacaba una de las criaturas que acechaban en la llanura por las noches? Probaron muchos remedios, pero ninguno funcionó. Por fin, Baba Ayub encontró una solución muy simple, como suelen serlo las mejores soluciones: cogió un pequeño cascabel que llevaba una de sus cabras y se lo colgó del cuello a Qais. De ese modo, el cascabel despertaría a alguien si el niño se levantaba en plena noche. Al cabo de un tiempo dejó de caminar sonámbulo, pero le había cogido apego al cascabel y no quiso que se lo quitaran. Y así, aunque ya no cumpliera con su cometido original, el cascabel siguió sujeto al cordel que rodeaba el cuello del niño. Cuando Baba Ayub llegaba a casa tras una larga jornada de trabajo, Qais corría hasta hundir la cara contra el vientre de su padre, con el cascabel tintineando al compás de sus pequeños pasos. Baba Ayub lo cogía en brazos y lo llevaba al interior. Qais miraba con mucha atención cómo se lavaba su padre, y luego se sentaba a su lado en la cena. Cuando acababan de comer, Baba Ayub tomaba el té sorbo a sorbo, observando a su familia e imaginando que un día sus hijos se casarían y le darían nietos, y él se convertiría en orgulloso patriarca de una extensa prole.
Pero, ¡ay!, Abdulá y Pari, entonces los días de felicidad de Baba Ayub tocaron a su fin.
Resultó que un día llegó un div a Maidan Sabz. Se acercaba a la aldea desde las montañas y la tierra se estremecía con cada una de sus pisadas. Los aldeanos soltaron sus palas, azadas y hachas y huyeron corriendo. Se encerraron en sus casas y se acurrucaron con los suyos. Cuando los ensordecedores pasos del div se detuvieron, su sombra oscureció el cielo sobre Maidan Sabz. Según se dijo, de su cabeza brotaban unos cuernos curvos y tenía los hombros y la robusta cola cubiertos por un áspero pelo negro. Se dijo también que sus ojos eran rojos y brillantes. Comprenderéis que nadie supo si era así en realidad, al menos nadie que viviera para contarlo: el div se comía en el acto a quienes osaran mirarlo, aunque sólo fuera una rápida ojeada. Como lo sabían, los aldeanos tuvieron el buen tino de mantener la vista clavada en el suelo.
En la aldea todos sabían a qué había ido el div. Habían oído historias sobre sus visitas a otras aldeas, y sólo podían agradecer que Maidan Sabz hubiera pasado tanto tiempo sin atraer su atención. Quizá, supusieron, las vidas pobres y rigurosas que llevaban habían sido un punto a su favor, pues sus hijos no estaban bien alimentados y no tenían mucha carne en los huesos. Aun así, se les había acabado la suerte.
Todo Maidan Sabz temblaba y contenía el aliento. Las familias rezaban, suplicando que el div no se detuviera en su puerta, porque sabían que, si lo hacía, daría unos golpecitos en el techo y tendrían que entregarle un niño. El div metería entonces al niño en un saco, se lo echaría al hombro y se marcharía por donde había venido. Nadie volvería a ver nunca a aquel pobre crío. Y si una familia se negaba, el div se llevaba entonces a todos sus hijos.
¿Y adónde se los llevaba? Pues a su fortaleza, emplazada en la cima de una escarpada montaña. La fortaleza del div estaba muy lejos de Maidan Sabz. Para llegar hasta ella había que atravesar valles, varios desiertos y dos cadenas montañosas, ¿y qué persona en su sano juicio haría una cosa así, sólo para encontrar la muerte? Decían que allí había mazmorras con cuchillos de carnicero en las paredes y que grandes ganchos pendían de los techos. También que había hogueras y gigantescos pinchos para asar. Y era sabido que, si el div pillaba a un intruso, olvidaba su aversión a la carne de los adultos.
Supongo que ya adivináis en qué techo resonaron los temidos golpecitos del div. Al oírlos, un grito de angustia brotó de los labios de Baba Ayub y su esposa se desmayó. Los niños se echaron a llorar, de miedo y de pena, conscientes de que la pérdida de uno de ellos era inevitable. La familia tenía hasta el amanecer del día siguiente para hacer su ofrenda.
¿Qué puedo deciros sobre la angustia que Baba Ayub y su mujer padecieron esa noche? Ningún padre debería afrontar una elección como ésa. Sin que los niños los oyeran, ambos debatieron qué hacer. Hablaron y lloraron, hablaron y lloraron. Durante toda la noche se pasearon de aquí para allá, y cuando el alba se acercaba no habían tomado aún una decisión; quizá era eso lo que quería el div, pues su vacilación le permitiría llevarse a los cinco hijos en lugar de uno. Por fin, Baba Ayub salió de la casa y cogió cinco piedras de forma y tamaño idénticos. Sobre cada una de ellas garabateó el nombre de uno de sus hijos, y luego las metió en un saco de arpillera. Cuando le tendió el saco a su mujer, ella retrocedió como si contuviera una víbora.
—No puedo hacerlo —le dijo a su marido negando con la cabeza—. No puedo ser yo quien elija. No lo soportaría.
—Yo tampoco —repuso Baba Ayub, pero vio a través de la ventana que sólo faltaban unos instantes para que el sol asomara por las montañas del este.
Se les acababa el tiempo. Miró a sus cinco hijos, sintiéndose muy desdichado. Había que cortar un dedo para salvar la mano. Cerró los ojos y sacó una piedra del saco.
Supongo que también adivináis qué piedra sacó Baba Ayub. Cuando vio el nombre escrito en ella, levantó el rostro hacia el cielo y soltó un alarido. Con el corazón destrozado, cogió en brazos a su hijo más pequeño, y Qais, que tenía una confianza ciega en su padre, le echó los brazos al cuello, feliz. Entonces, cuando su padre lo dejó en el suelo fuera de la casa y cerró la puerta, el niño por fin comprendió que algo no iba bien. Baba Ayub, con los ojos cerrados y las lágrimas derramándose, permaneció de espaldas contra la puerta mientras su querido Qais la aporreaba con sus pequeños puños, llorando y pidiéndole que lo dejara entrar.
—Perdóname, perdóname —musitó Baba Ayub cuando la tierra retumbó con las pisadas del div.
Su hijo gritaba desesperado y el suelo siguió estremeciéndose mientras el div se marchaba de Maidan Sabz. Después, todo quedó inmóvil y reinó el silencio, un silencio sólo roto por Baba Ayub, que continuaba llorando y pidiéndole a Qais que lo perdonara.
Abdulá, tu hermana se ha quedado dormida. Tápale los pies con la manta. Así, muy bien. Quizá debería dejarlo aquí, ¿no crees? ¿Quieres que siga? ¿Estás seguro, hijo? De acuerdo.
¿Por dónde iba? Ah, sí. Tras esos hechos terribles hubo un período de cuarenta días de luto. Todos los días, los vecinos preparaban comida para la familia y velaban con ellos. La gente les llevaba todo lo que podía: té, dulces, pan, almendras, y les ofrecía sus condolencias y su compasión. Baba Ayub apenas era capaz de pronunciar una palabra de agradecimiento. Sentado en un rincón, lloraba a mares, como si con sus lágrimas pretendiera mitigar la sequía que sufría la aldea. Nadie le habría deseado un tormento y un sufrimiento como los suyos ni al más vil de los hombres.
Transcurrieron varios años. Seguía sin llover y Maidan Sabz se volvió aún más pobre. Muchos niños murieron de sed en sus cunas. El nivel del agua en los pozos bajó todavía más y el río se secó, pero no el río de la angustia creciente de Baba Ayub, cada vez más dolorosa. Ya no era útil para su familia. No trabajaba, no rezaba, apenas comía. Su esposa y sus hijos le suplicaban, pero no servía de nada. Los varones que le quedaban tuvieron que ocuparse de su trabajo, pues día tras día Baba Ayub no hacía otra cosa que sentarse en el linde de su campo, una figura solitaria y desdichada con la mirada fija en las montañas. Dejó de hablar con los aldeanos porque tenía la sensación de que murmuraban a sus espaldas. Decían que era un cobarde por haber entregado voluntariamente a su hijo, que no tenía aptitudes para ser padre. Un padre capaz se habría enfrentado al div, habría muerto defendiendo a su familia.
Una noche le comentó esas cosas a su mujer.
—No dicen nada de eso —respondió ella—. Nadie piensa que seas un cobarde.
—Pero yo los oigo —insistió él.
—Lo que oyes es tu propia voz, esposo mío —repuso su mujer.
No obstante, no le contó que los aldeanos sí andaban susurrando a sus espaldas, pero lo que decían era que quizá se había vuelto loco.
Y entonces, un día, Baba Ayub les demostró que así era. Sin despertar a su esposa ni a sus hijos, metió unos mendrugos de pan en una bolsa de arpillera, se puso los zapatos, se ató la hoz al cinto y partió.
Anduvo durante días y días. Caminaba hasta que el sol no era más que un leve resplandor rojizo en el horizonte. Pernoctaba en cuevas con el viento silbando fuera. Otras veces dormía en las riberas de los ríos, bajo los árboles y al abrigo de peñascos. Se acabó el pan y entonces comía lo que encontraba: bayas, hongos, peces que atrapaba con las manos en los ríos, y algunos días ni siquiera comía, pero continuó caminando. Si pasaba gente y le preguntaba adónde iba, él se lo contaba; algunos se reían, otros apretaban el paso temiendo que fuera un loco, y otros rezaban por él porque el div también les había arrebatado un hijo. Baba Ayub seguía caminando, cabizbajo. Cuando los zapatos se le deshicieron, se los ató con cordel a los pies, y cuando los cordeles se rompieron, siguió adelante descalzo. Y así cruzó desiertos, valles y montañas.
Por fin llegó a la montaña en cuya cima se emplazaba la fortaleza del div. Tan ansioso estaba por concluir su misión que no se detuvo a descansar, sino que emprendió de inmediato el ascenso, con la ropa hecha jirones, los pies ensangrentados y el cabello lleno de polvo, pero sin que su resolución se hubiera quebrantado un ápice. Las ásperas rocas le lastimaban los pies, unos halcones le picotearon la cara cuando pasó junto a su nido, y violentas ráfagas de viento amenazaban con arrancarlo de la ladera de la montaña. Mas él siguió trepando, de una roca a la siguiente, hasta que por fin se encontró ante las enormes puertas de la fortaleza del div.
Baba Ayub arrojó una piedra contra las puertas y entonces oyó el bramido del div:
—¿Quién osa molestarme?
Baba Ayub pronunció su nombre y añadió:
—Vengo de la aldea de Maidan Sabz.
—¿Tienes ganas de morir? ¡Sin duda las tienes, si has venido hasta mi morada a importunarme! ¿Qué se te ofrece?
—He venido a matarte.
Hubo un breve silencio al otro lado de las puertas. Y entonces, con un chirriar de goznes, los batientes se abrieron y apareció el div, alzándose imponente sobre Baba Ayub en toda su espeluznante envergadura.
—No me digas —repuso con su voz de trueno.
—Así es —confirmó Baba Ayub—. De un modo u otro, uno de los dos va a morir hoy.
Por un instante pareció que el div iba a derribarlo y acabar con él de un solo mordisco con aquellos dientes afilados como dagas. Pero algo hizo titubear a la criatura, que entornó los ojos. Quizá fue la locura que traslucían las palabras de aquel anciano. Quizá fue su aspecto, con su atuendo hecho jirones, el rostro ensangrentado, el polvo que lo cubría de la cabeza a los pies, las heridas que le laceraban la piel. O quizá fue que el div no captó el menor miedo en los ojos de aquel hombre.
—¿De dónde dices que vienes?
—De Maidan Sabz —declaró Baba Ayub.
—Pues debe de estar muy lejos esa Maidan Sabz, por la pinta que tienes.
—No he venido hasta aquí para charlar. He venido a...
El div levantó una garra.
—Sí, sí. Has venido a matarme. Ya lo sé. Pero sin duda me concederás unas últimas palabras antes de acabar conmigo.
—De acuerdo —repuso Baba Ayub—. Pero que sean pocas.
—Te lo agradezco. —El div sonrió de oreja a oreja—. ¿Puedo preguntarte qué mal te he infligido para merecer la muerte?
—Me arrebataste mi hijo pequeño. Era lo que más quería en el mundo.
El div soltó un gruñido y se dio unos golpecitos en la barbilla.
—He quitado muchos niños a muchos padres —repuso.
Furioso, Baba Ayub empuñó la hoz.
—Entonces los vengaré a ellos también.
—Debo decir que tu valor me produce cierta admiración.
—Tú no sabes nada sobre el valor —replicó Baba Ayub—. Para que exista el valor tiene que haber algo en juego. Yo he venido aquí sin nada que perder.
—Aún puedes perder tu vida —le recordó el div.
—Eso ya me lo quitaste.
El div volvió a soltar un gruñido y estudió a Baba Ayub con expresión pensativa. Al cabo, dijo:
—De acuerdo. Te concederé batirte en duelo conmigo. Pero, primero, te pido que me sigas.
—Date prisa —repuso Baba Ayub—, se me ha acabado la paciencia.
El div se dirigía ya hacia un gigantesco corredor, así que no le quedó otra opción que seguirlo. Fue detrás del div a través de un laberinto de pasillos, de techos tan altos que casi rozaban las nubes y sostenidos por enormes columnas. Pasaron por muchos huecos de escaleras y cámaras suficientemente grandes para contener toda Maidan Sabz. Siguieron caminando hasta que por fin el div se detuvo en una espaciosa habitación, al fondo de la cual había una cortina.
—Acércate —pidió.
Baba Ayub así lo hizo, hasta que estuvo a su lado.
El div descorrió la cortina. Tras ella había un ventanal de cristal que daba a un gran jardín bordeado de cipreses y lleno de flores multicolores. Había estanques de azulejos azules, terrazas de mármol y exuberantes explanadas verdes. Baba Ayub vio setos bellamente recortados y fuentes que borboteaban a la sombra de granados. Ni en tres vidas enteras podría haber imaginado un lugar tan hermoso.
Pero lo que de verdad desarmó a Baba Ayub fue el espectáculo de los niños que corrían y jugaban felices en aquel jardín. Se perseguían unos a otros por los senderos y en torno a los árboles. Jugaban al escondite entre los setos. Baba Ayub buscó con mirada ansiosa y por fin encontró lo que buscaba. ¡Allí estaba! Su hijo Qais, vivo y con un aspecto inmejorable. Había crecido y tenía el cabello más largo de lo que su padre recordaba. Vestía una preciosa camisa blanca y unos bonitos pantalones. Y reía encantado mientras perseguía a un par de compañeros de juego.
—Qais —susurró Baba Ayub empañando el cristal con su aliento, y luego repitió el nombre de su hijo a pleno pulmón.
—No puede oírte —dijo el div—. Ni verte.
Baba Ayub empezó a dar saltos haciendo aspavientos con los brazos y golpeó con los puños el cristal, hasta que el div volvió a correr la cortina.
—No lo entiendo —dijo Baba Ayub—, creía que...
—Ésta es tu recompensa —interrumpió el div.
—Explícate —exigió Baba Ayub.
—Te sometí a una prueba.
—¿A una prueba?
—Una prueba de tu amor. Fue un reto muy severo, lo reconozco, y no creas que no sé lo mucho que te ha hecho sufrir. Pero has superado la prueba. Ésta es tu recompensa, y la suya.
—¿Y si no hubiera elegido? —exclamó Baba Ayub—. ¿Y si no hubiera querido saber nada de esa prueba tuya?
—Entonces todos tus hijos habrían muerto, pues habría caído sobre ellos la maldición de tener un padre débil; un cobarde que preferiría verlos morir a todos antes que llevar una carga en la conciencia. Has dicho que no tienes valor, pero yo lo veo en ti. Es necesario valor para hacer lo que has hecho, para que decidieras llevar esa carga sobre las espaldas. Y te honro por ello.
Baba Ayub blandió débilmente la hoz, pero se le escurrió de la mano y cayó al suelo de mármol con estrépito. Las rodillas le flaquearon y tuvo que sentarse.
—Tu hijo no se acuerda de ti —prosiguió el div—. Ésta es ahora su vida, y ya has visto qué feliz es. Aquí se le proporcionan la mejor comida y las mejores ropas, amistad y cariño. Se lo instruye en las artes y las lenguas, en las ciencias y en el e
