De tu mano todas las canciones (Júpiter en Saturno 3)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

de_tu_mano_todas_las_canciones-3

Capítulo 1

Hay cosas que tendemos a idealizar, como si así pudiéramos conseguir que cambiasen su realidad para complacernos. Una relación que no funciona, la falta de cariño de un padre, esa amistad que a duras penas se mantiene. Atamos a nuestra memoria los recuerdos bonitos, desechando los que nos hieren, porque es más fácil engañarse que afrontar la realidad. Conformarnos con un «ya me llamará» o «seguro que no lo ha hecho a propósito». Pese a que siempre he pensado que conformarse es un gran error, de un tiempo a esta parte me había conformado. Un trabajo que no me llenaba, una relación a medias y un padre ausente. Aunque la ausencia, cabe decir, no era su peor crimen. Al menos, mientras no estaba, podíamos vivir conforme a nuestras reglas y no bajo su yugo.

En el diccionario, al lado de su nombre, aparecía la palabra «maldad». Puede sonar duro que un hijo diga esto de su padre, pero nunca lo consideré como tal. Había sido un proveedor de todo menos de lo más importante: el cariño. Con él no había otra cosa que reproches, culpas, gritos y problemas. Una soga al cuello que apretaba con sus exigencias, amedrentándonos. Sin embargo, las cosas estaban cambiando. Abríamos los ojos a una realidad que no era la suya y nos separábamos de su centro de gravedad, como si fuéramos planetas que le hubiéramos orbitado más por inercia que por voluntad propia. Al fin, el universo nos permitía alejarnos y vivir nuestra vida. Algo que no podíamos pretender que no tuviera consecuencias. Él tomaría represalias si nos veía sacar los pies del tiesto.

Pero no le tenía miedo. Ya no. Estaba dispuesto a luchar. Al menos en esa batalla, porque había otra en la que ya me había rendido. Mi relación con Cristina no funcionaba, por más que lo hubiéramos intentado.

Y bajo las preciosas luces del festival Júpiter en Saturno, con la música de Pablo Alborán de fondo, íbamos a poner fin a dos años de buenos y malos momentos. La había conocido siendo un adolescente y desde entonces había sentido algo por ella. Al principio fue una estrella inalcanzable, la típica amiga de un amigo a la que solo puedes admirar de lejos, porque no eres más que un crío. Hasta que un día, has pasado los dieciocho y ya no le pareces solo adorable: en sus ojos hay algo más. Y ese algo más nos llevó a momentos mágicos.

Había sido mi primer amor, y ni el tiempo ni la ruptura podrían quitarle ese lugar en mi corazón. Pero no podíamos seguir engañándonos. Después de meses de idas y venidas, fuimos conscientes de que, aunque teníamos muchas cosas en común, no estábamos hechos para estar juntos. Por más que nos empeñásemos, siempre estaríamos a medias, y ninguno merecía un amor así. Amar es arder con una llama que pueda verse desde todas partes; con el alma incandescente y la sonrisa brillante; con una felicidad capaz de cegar al sol. Eso es amar. Y nadie merece menos.

A pesar de todo, cuando la tuve enfrente, no pude evitar sentir cierto cosquilleo. Había estado un par de semanas fuera, pues fue a Galicia por asuntos de trabajo. Iba a estar incomunicada y habíamos hecho un pacto: nos daríamos tiempo para pensar en nuestra relación. Sin embargo, saltándose las normas, me llamó en una noche lluviosa. La misma en la que todo se torció para mi hermano. Esa en la que me había contado quiénes eran los padres de Nerea; en la que le había dicho que tenía que decirle la verdad, pues nada mata más el amor que la mentira. Desde entonces habían pasado muchas cosas. Algunas de ellas en nombre del cariño, otras en nombre del odio. No obstante, habíamos sobrevivido a todas y sobreviviríamos a las que vinieran.

La noche en la que Cristina me llamó ya presentía que lo nuestro había terminado. Pero una relación no puede acabarse por teléfono y habíamos quedado en reunirnos en el festival. Qué guapa estaba. Con el cabello suelto y unos shorts que dejaban ver esas piernas que tantas veces había recorrido con mis besos. Nos detuvimos a cierta distancia, mirándonos a los ojos, nerviosos. Sin atrevernos a dar el paso. Al final no pude reprimir las ganas de abrazarla. No éramos desconocidos. Solo dos almas que, aunque ya no irían más de la mano, no podían olvidar que un día se tocaron.

Cuando la tuve en mis brazos sonreí. Olía a ese perfume floral que tanto me gustaba.

—¿Cómo estás? —le pregunté cuando nos separamos.

—Bien. El viaje ha sido más corto que a la ida, y ya sabes que el sitio es precioso. Me he acordado mucho de ti, por cómo se ven la luna y las estrellas.

—¿Recuerdas cuando las vimos en Dovrefjell-Sunndalsfjella[1]?

—¡Si ya casi lo pronuncias bien! —celebró.

Era un desastre con su idioma y lo poco que había podido aprender gracias a ella lo parloteaba de forma torpe.

—Me van a mandar a enseñarlo a los colegios.

Rio. Su risa siempre me había parecido preciosa.

—Recuerdo la cara que pusiste al ver por primera vez a un buey almizclero —dijo.

—Me estaba mirando fijamente. Pensaba comerme.

—Son vegetarianos.

—Y yo vegano. Soy más hierba que otra cosa. Estaría en su menú.

—Cierto. No sé si habrías sobrevivido en Galicia.

—¿También hay bueyes con ganas de Jairo allí?

—No —dijo tras otra risa—. Me refiero a que he comido mucho marisco.

Le encantaba. A veces la acompañaba a una marisquería solo por hacerla feliz, aunque yo no comiese más que una ensalada.

Se hizo otro silencio que me puso un tanto nervioso. Mientras hablábamos, ya fuera de cosas triviales, podíamos fingir que la tormenta que amenazaba con la ruptura no se había dado y no nos había calado hasta los huesos.

—Oye, Cris, me encanta que podamos hablar sin más, pero... no hemos quedado en vernos hoy para charlar sobre bueyes y marisco, y no deberíamos prolongar esto.

—No. No deberíamos. Es que... hay una parte de mí que se niega a decirte adiós.

—No vamos a decir adiós. —La tomé de las manos—. Que no seamos pareja no significa que no volvamos a hablarnos. Eres mi mejor amiga. Eso no va a cambiar. Sabes que puedes contar conmigo cuando quieras.

—Lo sé. Es que odio que se acabe, después de todo. —Agachó la mirada y los ojos se le empañaron. Cuando alzó la vista, las lágrimas ya le caían por las mejillas—. Yo te quiero. ¿Por qué tiene que ser tan complicado?

Aunque quise ser fuerte, lloré al igual que ella. Que fuera una decisión meditada no la hacía menos dolorosa. Ni con todas las luces del festival, la música y su magia, la gente y su felicidad se mitigaba la aspereza del momento.

—Esa palabra deberían borrarla del diccionario. —Sequé su llanto con los pulgares y la besé en la mejilla—. Y yo también te quiero, Cris. Eso no cambiará. Algún día volverás a enamorarte. Sabes que creo en el amor y hay uno, increíble, esperándote.

—No quiero pensar en eso ahora. No me voy a olvidar de ti de la noche a la mañana.

—No te vas a olvidar de mí nunca —le dije con esa media sonrisa que a ella tanto le gustaba—. Ni yo de ti. Pero no vas a quedarte llorándome el resto de tus días. Tienes los ojos muy bonitos como para gastarlos en llanto. Así que deja de hacerlo de una vez.

—Tú también.

Trató de serenars

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos