Emmett
12 de junio de 1954
El trayecto desde Salina hasta Morgen había durado tres horas y Emmett no había dicho una palabra en todo el camino. Durante los cien primeros kilómetros, el alcaide Williams se había esforzado por mantener una conversación cordial. Le había contado unas cuantas historias de su infancia en el este y le había hecho algunas preguntas sobre la suya en la finca. Pero era la última vez que iban a estar juntos y Emmett ya no le veía mucho sentido a todo aquello. Por eso, cuando cruzaron la frontera y pasaron de Kansas a Nebraska y el alcaide encendió la radio, se puso a mirar la pradera por la ventanilla y se guardó sus pensamientos para sí.
A unos ocho kilómetros al sur de la ciudad, Emmett señaló hacia el parabrisas.
—Tuerza por la siguiente a la derecha. Es la casa blanca que hay seis kilómetros más allá.
El alcaide redujo la marcha y tomó el desvío. Pasaron por delante de la casa de los McKusker y de la casa de los Andersen, con sus idénticos graneros rojos y enormes. Al cabo de unos minutos vieron la de Emmett, junto a un bosquecillo de robles, a unos treinta metros de la carretera.
A Emmett todas las casas de aquella parte del país le parecían como caídas del cielo. La de los Watson era la que peor había aterrizado. Tenía la línea del tejado hundida a ambos lados de la chimenea y los marcos lo bastante torcidos para que la mitad de las ventanas no pudieran abrirse del todo y la otra mitad no cerrase bien. En un momento ya podrían ver que la pintura se había desprendido de los listones de madera de la fachada. Pero a pocos metros del camino de acceso el alcaide detuvo el coche en el arcén.
—Emmett, antes de entrar quiero decirte una cosa —dijo con las manos sobre el volante.
No le sorprendió demasiado que el alcaide Williams tuviese algo que decirle. Cuando Emmett llegó a Salina, dirigía el centro un alcaide de Indiana llamado Ackerly, un tipo poco inclinado a expresar con palabras ningún consejo que pudiese dar de forma eficaz con un bastón. Pero el alcaide Williams era un hombre moderno, con estudios universitarios, buenas intenciones y una fotografía enmarcada de Franklin D. Roosevelt detrás del escritorio. Sus ideas se habían forjado con libros y experiencias y disponía de muchas palabras para enunciar sus consejos.
—La serie de acontecimientos que trae a algunos jóvenes a Salina no es más que el comienzo de un largo viaje por una vida sembrada de problemas. Son chicos a los que nadie enseñó el sentido del bien y del mal de pequeños y que ya no tienen ningún interés por aprenderlo. En cuanto dejemos de vigilarlos, lo más probable es que desechen los valores y ambiciones que intentamos inculcarles. Por desgracia, tarde o temprano esos chicos acabarán en el correccional de Topeka o en algún sitio peor.
El alcaide miró a Emmett.
—Lo que quiero decirte, Emmett, es que tú no eres uno de ellos. No hace mucho que nos conocemos, pero por el tiempo que llevamos juntos sé que la muerte de ese chico supone una pesada carga en tu conciencia. Nadie piensa que lo que sucedió aquella noche sea el reflejo de una maldad intrínseca o una expresión de tu personalidad. No fue más que un horrible producto del azar. Aun así, como sociedad civilizada, exigimos que incluso aquellos que han participado de manera involuntaria en el infortunio de otros paguen algún tipo de castigo. Como es lógico, el cumplimiento del castigo sirve, en parte, para satisfacer a quienes han sufrido el embate del infortunio, como es el caso de la familia de ese chico. Pero también exigimos que se cumpla por el bien del joven que fue agente del infortunio. Porque, al tener la oportunidad de saldar su deuda, él también puede hallar consuelo, cierta sensación de redención, y así iniciar el proceso de renovación. ¿Me comprendes, Emmett?
—Sí, señor.
—Me alegro. Sé que ahora debes cuidar de tu hermano y que quizá el futuro inmediato te parezca abrumador, pero eres un joven muy inteligente y tienes toda la vida por delante. Ahora que ya has saldado tu deuda, espero que le saques un buen partido a tu libertad.
—Eso es lo que me propongo hacer, alcaide.
En ese momento lo dijo de corazón, ya que estaba de acuerdo con casi todo lo que había dicho el alcaide. Era plenamente consciente de que tenía toda la vida por delante y sabía que debía encargarse de su hermano. También sabía que había sido el agente de aquel infortunio y no su autor. Sin embargo, no estaba de acuerdo en que su deuda estuviese saldada. Por mucho que hubiese intervenido el azar, cuando has puesto fin con tus propias manos al tiempo que otro hombre tenía asignado en esta tierra, demostrarle al Todopoderoso que mereces su misericordia no debería llevarte ni un solo día menos que el resto de tu vida.
El alcaide volvió a arrancar y entró en el camino de casa de los Watson. Delante del porche había dos vehículos: un sedán y una ranchera. Aparcó al lado de la ranchera. Cuando Emmett y él bajaron del coche, un hombre alto que llevaba un sombrero vaquero en la mano salió por la puerta principal.
—Hola, Emmett.
—Hola, señor Ransom.
El alcaide le tendió la mano al ganadero.
—Soy el alcaide Williams. Le agradezco que se haya tomado la molestia de venir.
—No ha sido ninguna molestia, alcaide.
—Tengo entendido que conoce a Emmett desde hace mucho tiempo.
—Desde el día de su nacimiento.
El alcaide apoyó una mano en el hombro de Emmett.
—Entonces no hará falta que le explique lo buen chico que es. En el coche venía diciéndole que, ahora que ya ha saldado su deuda con la sociedad, tiene toda la vida por delante.
—Así es —coincidió el señor Ransom.
Se quedaron callados los tres.
Hacía menos de un año que el alcaide vivía en el Medio Oeste, pero había estado en el porche de otras fincas y sabía que, llegados a ese punto de la conversación, lo más habitual era que te invitaran a entrar y te ofrecieran un refresco, y que si recibías esa invitación debías aceptarla, porque rechazarla se habría considerado de mala educación, aunque todavía te quedaran tres horas al volante. No obstante, ni Emmett ni el señor Ransom hicieron amago de invitar a entrar al alcaide.
—Bueno, creo que será mejor que me ponga en marcha —dijo al cabo de un momento.
Emmett y el señor Ransom volvieron a darle las gracias, le estrecharon la mano y lo vieron meterse en el coche y arrancar el motor. El alcaide ya se había alejado unos cuatrocientos metros por la carretera cuando Emmett señaló el sedán con la barbilla.
—¿Es el de Obermeyer?
—Te está esperando en la cocina.
—¿Y Billy?
—Le he pedido a Sally que lo traiga en un rato, para que Tom y tú podáis resolver tranquilamente vuestras cosas.
Emmett asintió con la cabeza.
—¿Estás preparado para entrar? —preguntó el señor Ransom.
—Cuanto antes mejor —respondió Emmett.
Encontraron a Tom Obermeyer sen