No se lo digas a nadie

Jaime Bayly

Fragmento

nadie

Lo que no le dije a nadie

Comencé a escribir esta novela en Madrid, en enero de 1991, y la terminé en Washington DC, en diciembre de 1993.

Quería contar la historia de Joaquín Camino, un joven bisexual que enfrenta la hostilidad de su familia, de sus amigos y amantes, y de un país como el Perú, prejuicioso y discriminatorio con las minorías sexuales, un joven díscolo que se niega a rendirse y convertirse en un farsante o un embustero y por eso se va a vivir a Miami, tan libremente como le dé la gana, mal que les pese a sus padres.

En cierto modo, desde luego, quería contar mi historia. En cierto modo, como es obvio, Joaquín Camino soy yo o yo soy (o fui) Joaquín Camino. Así se entendió la novela en el Perú y, por consiguiente, publicarla fue, por una parte, atreverme a ser (o comenzar a ser) un escritor y, por otra, atreverme a salir del armario y a contar las historias que yo sentía que el azar o el destino me había obligado a contar.

Casi con seguridad no hubiera escrito esta novela si no fuese bisexual y no hubiese pasado por los traumas y los desgarros de ser tal cosa en un país como el Perú. Tal vez no sería un escritor si no me hubiese tocado ser bisexual en una familia del Opus Dei en el Perú. Tal vez mi condición de marginal o disidente sexual despertó en mí la vocación de ser un escritor y contar estas historias marginales y disidentes. Todo tiene que ver con todo, y ahora creo que esta novela fue, a la vez, una revancha y un acto de supervivencia: una revancha contra las humillaciones que me infligieron por ser bisexual, y un acto de supervivencia porque escribirla me permitió creer que era posible ser bisexual y ser un escritor y vivir fuera del Perú y no sucumbir a la opresión trasnochada y prepotente de los intolerantes y los dictadores de la moral.

Toda novela esconde otra novela secreta y esta no es, por supuesto, una excepción. Mi familia (mis padres, mis hermanos) me pidió no publicarla sin haberla leído. Mi esposa me sugirió lo mismo para evitar el previsible escándalo y la vergüenza subsiguiente de verse casada con un bisexual. La familia de mi esposa me lo exigió en términos crispados. Un tío millonario me mandó una carta manuscrita recomendándome cordialmente no publicarla. Ninguna de esas personas, ni siquiera mi esposa, había leído la novela, pero todas sospechaban, con razón, que sería una bomba en Lima y que saldrían más o menos chamuscadas, como en efecto ocurrió.

Quien sí la leyó y me animó a publicarla fue Mario Vargas Llosa, que estaba dictando clases en la Universidad de Princeton en el otoño de 1993. Le envié el mamotreto desde Georgetown y Mario tuvo la nobleza de leerlo, tomar apuntes en el manuscrito y, reunidos una tarde en el hotel Palace de Madrid, sugerirme algunas enmiendas y correcciones que ciertamente enriquecieron la novela. No solo eso: Mario fue tan generoso como para llamar por teléfono a su amigo el poeta catalán Pere Gimferrer, y sugerirle que la editorial Seix Barral, en la que Gimferrer trabajaba como editor junto con Mario Lacruz, publicase la novela. No me cabe duda alguna de que esta novela, mi primera novela, no hubiera sido publicada en España de no haber mediado la intervención de Mario Vargas Llosa. Siempre le estaré agradecido por eso.

Cuando ya había firmado el contrato con Seix Barral y la novela había entrado a la imprenta, mi familia en Lima me citó a una reunión de urgencia. Acudí, atemorizado. En tono solemne y a ratos amenazador, mis padres y mis hermanos me amonestaron severamente por escribir esa novela que no habían leído, y me exigieron o me rogaron, según cada quien, que no la publicase porque sería un bochorno para la familia y el principal damnificado sería yo mismo. Curiosamente, ninguno había leído la novela, pero sabía de oídas por mi esposa que era una novela autobiográfica sobre la bisexualidad y por lo tanto presentía (bien) que los lectores pensarían que la vida de Joaquín Camino estaba inspirada en la mía y que los padres mojigatos de Joaquín se parecían mucho a los míos.

Atormentado por los reproches y amenazas de mi familia, una mañana me quebré y llamé desde Lima por teléfono a Barcelona y le pedí a Pere Gimferrer que no publicase esta novela. No quiero pelearme con toda mi familia, le dije. No quiero que mi familia se avergüence de mí, le dije desde una cabina telefónica de Miraflores. Sin perder el aplomo ni el buen humor, Gimferrer me dijo que ya era tarde para suspender la publicación de la novela y que las objeciones morales de mi familia eran erróneas y hasta pintorescas, y me animó a resistir dichas presiones y a perseverar en mi determinación de ser un escritor. Es justo decir entonces que esta novela fue publicada gracias a la generosidad de Vargas Llosa y a la lucidez de Gimferrer cuando me quebré en un momento de cobardía o debilidad. Mi gratitud con ambos es impagable, no tanto por la novela en sí misma o por los beneficios que ella pudo traerme, sino porque publicarla me afirmó en mi sueño de ser un escritor. Ahora creo que si hubiera cedido a las presiones de mi familia y metido la novela en un cajón, no me habría convertido en un escritor y no habría salido del armario (o de ese cajón en el que me querían engavetar).

Han pasado más de quince años desde que se publicó esta novela en España. La crítica española la elogió (el diario El País le dedicó una página entera del suplemento cultural Babelia y la calificó de «brillante y espectacular») y la crítica peruana la despedazó sin compasión (un crítico dijo que lo más escabroso de la novela no era la trama sino su prosa). Al releerla quince años después, me parece evidente que no es una gran novela, no es siquiera una muy buena novela. Quizá sea medianamente aceptable para ser una primera novela y ocasionalmente divertida en ciertos diálogos chispeantes. No he sentido nada parecido al orgullo releyéndola y a ratos he sentido pudor o vergüenza, y por eso he suprimido algunos capítulos que ahora me parecen vulgares, prescindibles, demasiado explícitos sexualmente.

Hoy no podría escribir esta novela. Pero hace quince años o más no pude dejar de escribirla. Esta era la novela que, para bien o para mal, me sentía urgido, desesperado por escribir. Si algo salva a esta novela, me parece, es que al menos fui fiel a mis demonios literarios, a mis fantasmas y obsesiones, a los temas más o menos sórdidos que azuzaban mi imaginación y hacían impostergable la tarea de volcarlos en una ficción. Tengo para mí que yo no elegí escribir esta novela: me resigné a hacerlo porque sentía que tal era mi destino y no podía escapar a él.

No seré yo quien juzgue los dudosos méritos literarios de esta novela: que de ello se ocupen, si acaso, los críticos y los lectores. Solo puedo decir que al releerla me he sentido más o menos avergonzado y por eso he suprimido las páginas que me han parecido más impresentables. Pero han pasado quince años y el escritor que soy ahora es alguien bien distinto del escritor que era o quería ser cuando, en 1991, 1992 y 1993, en Madrid y en Washington, me encerré, afiebrado, en una cruzada quijotesca contra el mundo, a escribir esta novela. Puedo decir entonces, aunque parezca contradictorio, que ahora, en 2010, leo la novela y me asalta el pudor o un leve bochorno, pero al mismo tiempo me enorgullezco de no haber cedido a las presiones familiares que me exigían no publicarla y, gracias a la complicidad de Vargas Llosa y Gimferrer, haber resistido, haberla defendido, haber peleado por esta novela, mi primera novela,

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