Rendido al amor (El club de juego 1)

Evelin Mordán

Fragmento

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Capítulo 1

Solo había una cosa que a Olivia no se le daba bien: ser paciente. En cuanto vieron salir de la calle principal el añejo carruaje, un hormigueo de ansiedad por actuar cuanto antes le recorrió todo el cuerpo.

El plan estaba escrito: debían esperar y seguirlo durante exactamente cuarenta minutos, lo suficiente para no dar la voz de alarma en la ciudad mientras lo interceptaban, pero viendo al alcance de su mano el objetivo era muy difícil contenerse.

Lo cierto es que quería hacerlo rápido, no terminaba de acostumbrarse a ello.

—Vamos.

La voz de Pitt la sacó de sus pensamientos. Se pusieron en marcha: Pitt, su segundo al mando, y el joven Keiser, que no había querido quedarse pese a sus objeciones.

El carruaje negro y viejo siguió el camino que había previsto: tras salir de la calle principal de la ciudad, se adentró en una de las carreteras que dejaba la abarrotada ciudad de Londres atrás. Pronto a ambos lados del camino desaparecieron las casas y locales comerciales y llegaron los árboles y la frondosa hierba.

Mantuvieron una distancia prudencial, sin dejarse ver por el cochero cuando miraba por encima del hombro para contemplar el paisaje. Olivia sabía quién iba dentro, y estaba segura de que no tenía ningún miedo de ser asaltado; iba a llevarse una buena sorpresa.

Pitt ojeó el reloj de bolsillo que siempre colgaba de su malogrado chaleco, asintió en su dirección y Olivia supo que había llegado el momento. Como hacía siempre, cerró los ojos con fuerza unos segundos y respiró profundo: nunca sabía si sería la última vez que respirara.

Debían ser ágiles para que todo saliera bien. Se cubrieron el rostro hasta la altura de los ojos con los pañuelos que colgaban de sus cuellos. Olivia intentó que la melena no le molestara, así que la atrapó en el nudo posterior del pañuelo, a la altura de la nuca. Pitt dio su primer paso situándose justo detrás del carruaje, a continuación, Keiser avanzó a hurtadillas hasta el cochero y, sin pensarlo dos veces y con una agilidad que la asustó, subió de un salto hasta la base y lo apuntó con el arma. El hombre jadeó asustado y detuvo los caballos en seco, fue entonces cuando Pitt pasó a la segunda fase del plan y se introdujo en el interior del carruaje para atrapar al objetivo. Era su turno. Solo esperaba que las cosas que se decían de aquel hombre no fueran todas ciertas.

***

La situación era casi graciosa. Casi.

No sabía qué estúpido era capaz de intentar robarle, pero desde luego era alguien con muy poco cerebro. Robarle a Ezra Walter, nada más y nada menos. Admiraba su ambición, eso sí que era cierto.

Iba a seguirles el juego, cómo no, tampoco quería que lo acribillaran sin antes ver por lo menos algo del numerito. El hombre que lo obligó a bajarse del carruaje a punta de pistola no le llegaba ni a los hombros, y era tan delgado que Ezra podía desarmarlo en el momento que quisiera. Los jadeos nerviosos del señor Crowen, su cochero, le quitaron parte de la diversión: no era justo que lo asustaran así. Bastante le había costado conseguirlo como cochero oficial como para que ahora le diesen este susto.

—¡Levanta las manos! Mírame a mí, bastardo, haz todo lo que te digamos y nadie saldrá herido.

Uno, dos y tres. El tercero era apenas un crío de media estatura, observó Ezra. Era el encargado de encontrar en el carruaje su gran botín. Cuando desapareció en el interior para rebuscar centímetro a centímetro incluso debajo de los asientos, no sintió ninguna preocupación. Puede que perdiese las ganancias de dos semanas, pero esos sinvergüenzas perderían mucho más. Buscó marcas en los trozos de piel visibles, amuletos, algo que ayudara a identificarlos entre las muchas bandas de asaltacaminos que había en el barrio, pero se habían cubierto bien, incluso llevaban guantes, algo que no todo el mundo podía permitirse en esos tiempos.

El tercero salió del interior del carruaje y miró al segundo, negó con la cabeza.

—¿Dónde está? —le preguntó.

—Sí te dijera dónde está mi dinero, no serviría de mucho con vida.

—Te mataré de todas formas si no me lo dices.

—Acostumbro a guardar muy bien mis cosas, así que lo dudo. —Acentuó bien las palabras mientras hablaba, sin quietarle los ojos de encima a ninguno de los dos que tenía delante.

—Busca tú, yo me quedaré con él —gruñó el tercero.

«Esa voz…». Pero no era posible, pensó, y lo miró con más atención mientras cambiaban de posición y ahora era él quien lo apuntaba.

Tenía los ojos pequeños, oscuros, y la cara debía de ser muy pequeña también porque era prácticamente lo único que quedaba a la vista a causa del pañuelo que lo cubría y el pelo sobre la frente. Entonces se dio cuenta: mechones de pelo negro que se habían salido del pañuelo y caían sobre su rostro y sus hombros, de una forma que solo a una mujer pueden caerle.

Maldita sea.

—No me lo puedo creer —masculló bajando los brazos, hastiado de pronto ante aquella situación.

—¡Levanta los brazos! ¡No te muevas!

Voz de mujer, cómo no.

—¿Es que habéis perdido el juicio? —le preguntó directamente a ella, porque ya estaba convencido de que era ella—. Ni si quiera sabéis quién soy, ¿verdad?

—Claro que lo sabemos —replicó ella, altiva y sin dejar de apuntarlo con un arma que era más grande que su mano—. Haces este recorrido cada vez, a veces más de una vez, sabemos perfectamente quién eres y lo que haces.

Él arqueó una ceja, francamente sorprendido por su desvergonzada valentía.

—No debéis saber tanto sobre mí, porque está claro que me habéis tomado por un idiota si pensabais que ibais a hacer lo que os diera la gana conmigo.

Aprovechando el momento de duda que había provocado en ella, Ezra dio un fugaz paso adelante y le arrebató la pistola con un grácil movimiento. Ella dejó escapar un grito y los otros dos cómplices acudieron a su encuentro dispuestos a ayudar, pero Ezra ya los había dejado divertirse bastante a su costa. Sin tacto, la arrastró hacia él y la retuvo con la espalda contra su pecho mientras la apuntaba con el arma.

—¡Mierda! —gritó desesperado el que había estado aterrorizando al cochero—. ¡Suéltalo!

—¿Soltarlo? —gruñó Ezra, mirándolos alternativamente—. Debéis pensar con cabeza fría a quién atacáis en mitad de un camino, ¿sabéis?

—Eres Ezra Walter —dijo el segundo, el que lo había apuntado al principio—, no tienes nada que perder. El negocio que tienes te multiplicará lo que nos llevemos en menos de una semana.

—No va a multiplicarme nada porque no os vais a llevar nada, mal nacidos. ¿Por qué no le robáis a los hombres ricos aristócratas? ¡Ellos sí están podridos en oro!

—Pero acabaríamos en la horca —masculló el primero.

Una sombra de pena cruzó el pecho de Ezra, por un momento se compadeció de ellos. Maldición, eran unos completos inexpertos. Y tenían la indecencia de hacer algo tan peligroso con una mujer.

—Dadle las armas al cochero —ordenó, ignorando cómo se removía la mujer entre sus brazos—. ¡Ahora!

Ambos obedecieron y el señor Crowen las cogió y luego se alejó de ellos todo lo posible.

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