Prólogo
Granada, verano de 1606
Los ojos de Simón, como venía sucediendo cada mañana de cada día y así durante los últimos cinco años, lucían enrojecidos. Un incesante lagrimeo se había instalado en ellos desde hacía horas, poco después de que comenzaran a despuntar las primeras luces del alba. El picor que se había adherido no solo a su vista, sino también a su garganta, no le daba tregua. En esa ocasión, el causante de su malestar era el polvo de la berberina, que más tarde daría un color amarillento a las telas. Pese a llevar tanto tiempo trabajando en el barrio de los Tintoreros, dedicándose a la ingrata labor de machacar las rocas de alumbre que servirían más tarde para dar color a las sedas, no se acostumbraba a los fuertes olores de los ácidos y de las sales envasados en cubas y tinajas que había dispuestas a su alrededor. La palidez de su rostro había quedado impregnada por pequeñas salpicaduras provenientes de los pigmentos con que se habían teñido las madejas puestas a secar en los colgadores, suspendidos sobre braseros cilíndricos que desprendían vapor de azufre, lo que hacía que el ambiente estuviera aún más cargado y que la vista llegara a nublarse. Elvira de Sandoval, su señora, para quien trabajaba a cambio de disponer de un techo bajo el que dormir y un plato de comida que llevarse a la boca, solía pedirle que ayudara a los hombres a empaquetar los tintes que acababan de llegar del norte de Europa, como era el caso de la orchilla, de la que se obtendrían los tonos rojos más vivos, o la púrpura real venida de las costas de Tiro.
A Simón le gustaba su vida. La creía mejor que antaño, cuando se ganaba unas míseras monedas como ganapán de la Plaza Nueva, llevando los bultos de las gentes acaudaladas o haciendo sus recados. Había días en los que llegaba a recorrer la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Podía decirse que conocía Granada, con cada una de sus zonas, desde el barrio de Axares al barrio de la Churra, pasando por las Casas del Gallo, el distinguido barrio de la Duquesa, la Alhambra o la Medina, como la palma de su mano. No en vano, había pasado dos largos años malviviendo en sus calles.
El barrio de los Tintoreros, como tantos otros, se disponía a lo largo del Zacatín, calle medianamente ancha en la que se podían encontrar toda suerte de tiendas. El bullicio, que podía llegar a ser molesto a la par que fascinante, se adueñaba, desde muy temprano, del lugar. A este se añadía el colorido de las telas que adornaban las callejas y que más tarde se venderían en la Alcaicería o serían exportadas al resto de la Corona de Castilla, llegando incluso a cruzar fronteras, para arribar en las costas de Italia.
Pese a que el negocio de la seda había experimentado una ostensible decadencia en las últimas décadas, las rentas de muchos mercaderes y de familias enteras aún dependían en exclusividad de él. Nadie estaba dispuesto a perder los privilegios y la posición social que el trabajo de las telas le había conferido. Ese era el caso de Elvira de Sandoval, una mujer que nunca contrajo nupcias. Renunciando a llevar una vida de esposa y madre, decidió continuar el negocio familiar que heredó de su progenitor y, aunque mal visto por la sociedad que la rodeaba, ni se amedrentó ni claudicó. No solo continuó con el legado de su padre, sino que lo supo llevar adelante con férreo pulso, hasta ganarse el respeto de hombres y de mujeres; así como la gratitud y el cariño de Simón.
***
Acababa de comenzar el nuevo siglo y un pequeño de tan solo ocho años, con ojos vivarachos del color de la tierra, sostenido sobre sus pies descalzos, rebuscaba entre la basura que había quedado apilada en el extremo más alto de la cuesta María la Miel, en el arrabal del Albaicín. Ajeno a la presencia de una señora mayor, de cabello blanqueado por el paso del tiempo y mirada compasiva, se afanaba en encontrar algo que calmara un dolor de estómago que amenazaba con volverse crónico. Pasados unos minutos, aquel muchacho soltó un profundo gemido. Entre los dedos de su mano derecha, huesuda, temblorosa, sostenía tres gusanos. Frunció el ceño antes de armarse de valor y llevarlos hasta sus labios. Vaciló unos instantes. Entonces, el rugido de sus tripas le recordó que no probaba bocado desde hacía dos mañanas, cuando robó una pieza de fruta de uno de los muchos mercados que se distribuían a lo largo de la ciudad. Estaba cansado de robar y de huir, de pernoctar en cualquier sitio, a cual más peligroso e insalubre, de que nadie lo tuviera en cuenta, de que otros huérfanos de más edad hubieran tomado por costumbre quedarse con las pocas monedas que percibía por su trabajo de ganapán. A Simón le daba pavor empezar a ser visto como un simple ladrón. Decidido a alimentarse con esos diminutos y nada apetecibles seres, tragó saliva y abrió la boca.
—Detente, pequeño —escuchó decir a sus espaldas.
El sobresalto lo llevó a perder los tres gusanos que iban a servirle de alimento. Simón se giró sobre sí mismo y observó a la mujer que se había tomado la molestia de verlo y, lo que era aún más reseñable, de dirigirse a él.
—Estás en los huesos —volvió a decir Elvira, clavando su clara mirada en la de él y sobrecogiéndose—. Sígueme, veré qué puedo hacer por ti.
Simón no articuló palabra. Se limitó a deambular por las estrechas e intrincadas callejas del Albaicín, observándola con detenimiento y en el más absoluto silencio. El rostro de aquella señora había sido tomado por pronunciados surcos. En su cabello apenas había cabida para el color negro con el que un día se vio bendecido. Era menuda, apenas unos centímetros más alta que él y caminaba algo encorvada. Pese a ello, su paso era ligero. Vestía un traje de dos cuerpos, de tonalidades oscuras. La falda le acariciaba los tobillos y, aunque austera, saltaba a la vista la calidad de su tejido. No se detuvieron hasta hallarse en la plaza de San Luis, junto a la parroquia, frente a la fachada, blanqueada con cal, de un edificio de dos alturas en el que se disponía una única puerta de madera además de dos ventanucos en la planta baja y un balcón de hierro forjado en la superior. Accedieron al interior a través de un angosto zaguán que conectaba con un patio porticado de medianas dimensiones, adornado con un total de ocho columnas de mármol blanco, en cuyo centro se hallaba una fuente de piedra y, escorado hacia una esquina, un aljibe con el que se dispondría de agua fresca todo el año. Alrededor del patio se ubicaba el salón, la cocina, la bodega, unos cuartos que debían estar destinados a los criados y una letrina. A las piezas principales, como eran las alcobas y dos pequeños salones más, se accedía a través de una escalera de madera que había sido construida justo en frente del zaguán. De todo, lo que captó la atención de Simón fue el jardín que se podía entrever más allá de una puerta de hierro, al margen derecho de la escalinata, y en el que se apreciaban árboles frutales como naranjos, cidros, melocotoneros, ciruelos o higueras. El efluvio de los arrayanes, de los rosales y de las numerosas hierbas aromáticas, que la señora de Sandoval había sembrado y se había esmerado en cuidar, inundaba cada rincón de la vivienda. Sin duda, la compleja red de acequias y cañerías que se distribuía por cada rincón de la ciudad, y que en esa zona provenía de la acequia de Aynadamar, a una legua de Granada, contribuía de manera notable a que tal belleza fuera posible. Simón no recordaba haber visto una casa morisca más hermosa. Al menos, no desde hacía años.
Elvira le pidió que la acompañara hasta la cocina. Ella misma se encargaría de llenarle un cuenco con un caldo que había sido aderezado con carne de pollo, zanahoria y especias. Tomó una pieza de pan que había comprado aquella misma mañana en una de las tahonas que se repartían a lo largo y ancho del Albaicín y la fue haciendo pedazos al tiempo que la añadía a la sopa. Simón volvió a tragar saliva. Esperaba paciente a que aquella mujer terminara de prepararle aquel suculento plato de comida, aunque su estómago ni quería ni podía esperar más. Pese a que habría devorado aquel manjar de dos o tres cucharadas, tomó el cubierto y comió pausadamente, degustando cada bocado, sintiendo cómo su tripa daba gracias por cada pizca de comida que iba a parar a ella. Elvira marchó a la bodega para volver con varias piezas de fruta, que ella misma se encargaría de pelar, y que depositó sobre la mesa de madera que ocupaba la parte central de la cocina. En torno a ella se disponían media docena de sillas con respaldo. Una de ellas estaba ocupada por aquel muchacho de mirada vivaz, de tez pálida y de cabello alborotado, de color castaño, que mantenía la compostura y mostraba una educación impropia para un chico de la calle.
La señora de Sandoval le ofreció un vaso de agua fresca y esperó a que terminara de comer. Ese crío despertaba un profundo interés en ella. Por sus ropajes, el mal olor que desprendía y su extrema delgadez, estaba claro que se trataba de un huérfano más, de uno de tantos como podían verse vagar y delinquir a diario por cada recodo de la ciudad. Sin embrago, sus modales parecían refinados. No recordaba haberse cruzado con él. Elvira no olvidaba una cara o al menos no una que le llamara la atención. Las facciones del muchacho se asemejaban a sus modales. Finas y armónicas, de una belleza que no pasaba desapercibida, a pesar del mal estado en el que se encontraba.
—¿Cuál es tu nombre, muchacho? —quiso saber Elvira una vez que su invitado hubo dado un último sorbo al vaso de agua y se hubo limpiado la boca con un paño.
—Simón, señora… Me llamo Simón —obtuvo por respuesta.
—¿Y tienes apellido, Simón? —volvió a ser preguntado.
—No lo sé, señora —dijo tras vacilar unos instantes—. Lo único que sé es que mi abuelo se llamaba Juan Belvís.
—Juan Belvís… Ya veo —masculló entre dientes doña Elvira—. ¿Y dónde está él ahora?
—Murió, señora —respondió Simón, viéndose asaltado por un halo de tristeza—. Mi abuelo está muerto.
Elvira hizo la señal de la cruz antes de volver a dirigirse a su acompañante.
—¿Recuerdas dónde vivíais, Simón?
Era como si quisiera cerciorarse de algo.
—Él siempre decía que teníamos la suerte de vivir en la zona más bonita de la ciudad, aunque solo tuviésemos un cuarto para los dos. Éramos felices en la Alhambra. Era muy feliz con él… —Al pequeño se le empañó la mirada.
—¿Estás bautizado en la fe cristiana, muchacho? —inquirió una vez más la señora de Sandoval.
—Claro que sí —afirmó con rotundidad el niño, y le dedicó una amable sonrisa que también la hizo sonreír a ella quien, decida a creerle, dio por buena su respuesta.
Simón no tuvo reparos en desnudarse delante de una extraña y en dejar que esta le ayudase a desprenderse de toda la mugre que atesoraba en cada recoveco de su enjuto cuerpo. En el tiempo que duró el baño, Elvira trató de sacarle toda la información posible. Supo que llevaba dos terribles años sobreviviendo en una ciudad que empezaba a no sentir como su hogar, en la que nunca encontró una mano amiga, nadie que se apiadara de él. Su trabajo como ganapán se había convertido en una pesadilla en los últimos meses, cuando le era quitado todo cuanto era capaz de recaudar. Tanto así que había decidido no volver a ejercer ese oficio. Creía innecesario pasar una jornada tras otra pateando las calles para acabar el día como lo había comenzado, con los bolsillos vacíos y, para colmo de sus males, golpeado y ultrajado.
La señora de Sandoval se adentró en una de las salas de la planta baja para regresar pasados unos minutos con una muda de ropa limpia. El aspecto de Simón en nada se parecía al que había tenido hacía un par de horas. Aún tendría que reponer fuerzas y ganar peso pero, al menos, ya no estaría condenado a vagar por una Granada que no le había mostrado misericordia. Siguiendo de nuevo las directrices de Elvira, subió tras ella los peldaños de las escaleras y accedió a una de las habitaciones que se disponían en una de las galerías. El dulce aroma que entraba a través de la ventana se coló en sus fosas nasales. Simón lo exhaló y se sintió todavía más reconfortado.
—Esta será tu recámara, Simón —comenzó a explicarle aquella pequeña gran mujer—. Podrás quedarte conmigo el tiempo que desees. No te obligaré a hacerlo. Las puertas de mi casa están abiertas para ti, tanto para permanecer entre sus paredes como para salir de ellas. Tú decides.
Simón no dijo nada. Permaneció de pie, observándola, tratando de adivinar qué la había llevado a recoger a un huérfano de la calle y llevarlo a su hogar, sin conocerlo, sin saber si no se trataba nada más que de un ladronzuelo. En definitiva, depositando en él toda su confianza. Sin embargo, antes de verla abandonar aquel cuarto, se vio en la necesidad de dirigirse a ella.
—No me ha dicho su nombre, señora.
—Siempre se me ha conocido como Elvira de Sandoval —dijo, acompañando sus palabras de una sonrisa.
—Gracias, Elvira de Sandoval —dijo al tiempo que avanzaba unos pasos y se abrazaba a la mujer que con toda probabilidad había salvado su vida—. Gracias, señora.
Esperó con parsimonia a que Simón se desahogara y le reiterara una vez tras otra su gratitud. Elvira terminó por acariciarle el cabello, rindiéndose a un chiquillo que bien merecía la oportunidad que ella estaba dispuesta a brindarle. No lo dudó un solo instante. Nada más verlo y verse en su mirada, en una mirada terrosa que la trasladó al pasado, se sintió en la obligación de ayudarle.
—Ahora, descansa —le pidió antes de dejarlo a solas.
Simón se tumbó sobre la cama. El simple roce de las sábanas limpias sobre su piel le hizo apretar los ojos y sonreír para sus adentros. Evocó a su abuelo y al amor tan especial que ambos se habían profesado. Recordó sus paseos por los jardines de la Alhambra, abarrotados de limoneros y de arrayanes, se vio caminando junto a sus palacios, embellecidos con blanquísimo mármol, bordeando sus estanques y maravillándose con sus innumerables aljibes. Simón era uno de esos pocos privilegiados que conocían la entrada secreta que llevaba hasta el jardín que pertenecía a otro palacio, construido sobre una colina, y que recibía el nombre de Generalife. Tenía prohibido salir de la fortaleza de la Alhambra, pero tan pronto como aprendió a caminar, comenzó a explorar los rincones ocultos del hogar en el que había nacido. Su mente se detuvo en uno de esos atardeceres en los que decidió desavenir las órdenes de su abuelo y traspasó la puerta prohibida. Al día siguiente tendría lugar su sexto cumpleaños. Sucedió una semana antes de perderlo y de perderse. Zigzagueó por bellos huertos y jardines hasta detenerse junto a una fuente. Tal era la fuerza con la que salía el agua de su caño que las gotas saltaban y se esparcían por todas partes. Simón, imantado al brocal, se mojaba y se refrescaba. Continuó caminando hasta toparse con una escalera labrada, sin reparar en que las horas de sol estaban llegando a su fin. El agua corría entre sus peldaños y por una especie de pasamanos. Simón decidió subir para descubrir de dónde procedía aquel manantial. Al llegar a la cima se encontró con una explanada y, ante él, se dibujó un peñasco del que emanaba todo el líquido cristalino que corría por el palacio. Se frotó los ojos y, al volver a abrirlos, tomó conciencia de que se le había hecho tarde. Volvió tras sus pasos o eso creía. De repente, se vio dando vueltas, y llegaba siempre al punto de partida. El cansancio empezaba a hacerse notable y, con la firme creencia de que el abuelo lo encontraría, se adentró en una galería repleta de mirtos tan espesos que habían convertido aquel túnel en un prado. Buscó el lugar más acogedor y se recostó en él. Horas después, sintió el tacto de unas manos firmes sobre su rostro. Al enfocar la mirada, se encontró con aquel a quien veía como su ángel de la guarda. No hubo reproches. Tan solo la promesa de que siempre cuidarían el uno del otro. Fue al recordar aquellas palabras cuando su faz fue tomada por un torrente de lágrimas. Aquel juramento ya no tenía sentido. El abuelo ya no estaba. Todo sucedió una noche del mes de diciembre, cuando el frío despertó a Simón en mitad de la noche y corrió a acurrucarse junto a él, como había hecho tantas madrugadas. Pero ninguna sería como aquella. El candente cuerpo del abuelo había perdido todo su candor. Al pequeño le recorrió un escalofrío. Pese a verse presa del pánico, trató de serenarse. Observó aquella figura inerte iluminada por los tenues destellos de una luna creciente, casi llena. Se arrodilló a su lado y, armándose de valor, fue aproximándose a su pecho. No había latidos. No había respiración. No había signo alguno de vida.
—Abuelo —articuló en un susurró—. Abuelo… ¡Abuelo! —terminó gritando, ahogado en lágrimas, mientras le golpeaba el torso en un intento desesperado por hacerlo despertar.
Entendió que él había partido, que no volverían a pasear por esos jardines, que ya no tendría motivos para reprenderle y que tampoco volvería a escuchar sus cánticos ni sus consejos, ni sus historias acerca de reyes moros y cristianos, ni contemplaría una vez más sus reflejos en las aguas de la alberca que se disponía justo en frente de su puerta. Acababa de perder a un padre, al único que había conocido. Acababa de perder a un amigo, al único que había tenido. El jardinero de la Alhambra había fallecido y con él había muerto también un pequeño de tan solo seis años que, temeroso del futuro que le pudiera aguardar en la fortaleza, sintiéndose desvalido, a merced de la voluntad de otros, huyó antes de que el cuerpo sin vida de su abuelo fuera encontrado, dejando atrás la habitación de la calle Real Alta que habían compartido. Desde ese día, no había vuelto a poner un pie en aquella zona de la ciudad, ni tan siquiera se había aproximado a sus murallas.
De sus padres, nada supo. A Juan Belvís le dolían demasiado las heridas del pasado y su nieto nunca quiso causarle ningún daño añadido. Se secó sus gotitas de dolor y se asomó a la ventana. Una reparadora brisa cargada de aromas le hizo templar los nervios que aquel aciago recuerdo le había traído de vuelta. En sus labios se dibujó una triste mueca al recordar que por ese entonces soñaba con ser soldado. A sus ocho años, nada quería saber de conflictos ni de guerras.
***
Habían pasado siete años desde ese día, cuando una desconocida acogió a un desconocido en su casa y, desde entonces, habían convivido en completa armonía. Simón pasó los dos primeros años dedicándose a las tareas del hogar. Incluso había aprendido a preparar la comida. Él hacía de recadero, visitando las tahonas, de las que compraba pan recién hecho. Raro era el día en el que aquella hogaza llegaba de una pieza a casa. No podía evitar pellizcarla en el trayecto de vuelta. Que aquel gesto le acarreara más de una reprimenda no lo persuadía. Volvía a repetirlo una jornada tras otra. También acudía a los mercados, donde se hacía con carne y pescado frescos. En ocasiones atravesaba toda la ciudad para acudir a la pescadería del barrio de la Magdalena, por petición de Elvira, quien solía decirle que allí se vendían los mejores ejemplares de toda Granada. Fue en una de esas salidas, después de internarse en la calle Mesones, donde conoció a Álvaro de Luna. Simón iba con prisas, como de costumbre, y no reparó en su presencia. No fue consciente de que había chocado contra alguien hasta que no escuchó el estrépito causado por una tinaja al caer al suelo y hacerse añicos. La reacción de Simón fue encogerse de hombros y disponerse a recibir una bofetada. No había olvidado cómo se saldaban las cuentas. Lo había experimentado demasiadas veces en su cuerpo. Sin embargo, aquel impacto nunca llegó. En su lugar, se encontró con una afable sonrisa y, detrás de ella, con un muchacho que le restaba importancia a lo sucedido y que lo animaba a relajarse. Su oficio era el de aguador, acarreaba agua desde las fuentes públicas, los ríos o los canales hasta las casas que no disponían de aljibes y desde las que demandaban sus servicios. Simón no pudo evitar sentir lástima por él. Por un momento creyó estar viendo su propio reflejo. Sin embargo, saber que Álvaro sí tenía unos padres y una hermana con los que vivir y crecer le reconfortó el alma.
El cuidado del huerto también era cosa suya. Demostrando ser un buen hortelano, Simón recolectaba tomates, lechugas o nabos; además de las más variadas y exquisitas frutas de temporada. Cuando Elvira regresaba del Zacatín o de la Alcaicería comentaba con su muchacho todo cuanto había dado de sí la jornada, con las nuevas disputas que habían surgido en torno al negocio de la seda, tan querido y tan odiado en una ciudad para la que un día lo fue todo y que en los últimos años subsistía a costa de unos pocos mercaderes que se negaban a darse por vencidos.
La casa del barrio de San Luis no era la única propiedad de la señora de Sandoval. De su padre había heredado la almacería del Zacatín, en el barrio de los Tintoreros, donde había prometido a Simón que empezaría a trabajar al cumplir los diez años. Más tarde, se había hecho en propiedad con varias tiendas emplazadas en la Alcaicería, donde no solo se vendían telas, sino que también se podían adquirir cintas, galones, trencillas, cordones, flecos o cacharros de cobre, cerámica azulada, estampas de santos, jarros de vidrio, velas, flores de plástico y toda clase de pasamanería.
Tras llevar un lustro machacando rocas de alumbre, el muchacho, que acababa de cumplir quince años, reclamaba ascender de categoría. Nada quedaba en él del chiquillo famélico que había rebuscado entre la basura para engañar a su desnutrido estómago. Había crecido hasta superar a la gran mayoría de los chicos de su misma edad. Su aspecto era fuerte, y en su cabello, siempre desordenado, a juego con su iris, se entremezclaban mechones lisos con otros ondulados. Su mirada lucía tan plena de vida que a Elvira le confería las energías que el paso del tiempo pretendía irle quitando. Gracias a ella conocía al detalle el negocio de la seda. Sabía de qué polvo se obtendría cada tonalidad. La cúrcuma, traída de la China y de la India, les daría el amarillo rojizo; el índigo, el azul más hermoso; y la cochinilla, el color escarlata y el carmesí. Del mismo modo, era capaz de distinguir cada tipo de seda y cómo se obtenía cada una de ellas. La seda conchal era considerada la superior al ser hilada de capullos escogidos. La seda de candongo podía llegar a ser incluso más fina que la conchal. Cuando el gusano aún estaba vivo dentro del capullo, se obtenía la seda verde. La seda ahogada se hilaba después de haber sumergido el capullo en agua hirviendo mientras que aquella que se conocía con el nombre de azache, de menor calidad, se obtenía de las primeras capas del gusano. Las cualidades de la seda ocal tampoco eran las mejores; sin embargo, era una de las más fuertes. Por su parte, la seda joyante era muy fina y de mucho lustre. La seda natural, la cruda y aquella otra más basta y gruesa que se obtenía de los capullos de menor calidad llegaban a la ciudad en mazos, algunos de ellos sin torcer; otros, llegaban ya cocidos y listos para ser cosidos. Conocía al detalle el prodigio que para él suponía tejer las telas, desde que las madejas se iban devanando hasta que el telar, golpe a golpe, iba transformando simples hilos en tejido compacto. Siempre había admirado a los tundidores. Le maravillaba observar cómo aquellos hombres alisaban e igualaban las telas que otros se encargarían de labrar. Todos esos gremios, y otros muchos, se reunían en el Zacatín, donde Elvira disponía de una de las más importantes almacerías y desde la que, pasado todo el proceso, se pasarían a vender las mejores piezas en los soportales y en las tiendas de la Alcaicería.
A pesar de no haberle conseguido plaza en una de las escuelas de la ciudad, reservadas únicamente para los hijos de la clase más privilegiada, había pagado los servicios del padre Hernando de la Cruz, de la parroquia de San Bartolomé. Él se había encargado de instruir a Simón en gramática, retórica, filosofía y álgebra. Esta última, a petición propia. Aunque en un principio se mostró reacio, al no poder dejar de preguntarse dónde habían estado los sacerdotes y las monjas cuando él vagabundeaba por las calles y era maltratado, finalmente acató el deseo de la mujer que sí había apostado por él. De sus labios había escuchado decir que un buen hombre ha de empezar desde el escalafón más bajo, como único modo de entender cuánto cuesta conseguir ascender en un mundo en el que primaba la ley del más poderoso, que venía a ser la ley del más rico. Ellos vivían en un mundo en el que valía y riqueza mantenían una relación intrínseca. Sin importar nada más. Pese a ello, Elvira se había molestado en criar a un jovencito que valorase a las personas por lo que atesoraban en su interior, nunca por el tamaño de su bolsillo. Algo que, en realidad, parecía innato en él. De ahí que le hubiese encomendado aquella tediosa tarea. Él no lo sabía, pero esta estaba llegando a su fin. Pronto pasaría a controlar el negocio por el que la señora de Sandoval había dado tanto al sacrificar buena parte de su vida. La hora en la que Simón habría de codearse con otros mercaderes, vendiendo y comprando las mejores sedas, estaba cada vez más próxima en el tiempo.
También había sido suya la demanda que había llevado a Álvaro de Luna, el aguador, a trabajar a las órdenes de la señora de Sandoval. Desde aquella mañana en la calle Mesones y tras su aparatoso encuentro, los dos jóvenes se habían seguido viendo y, entre ellos, se había fraguado una noble amistad.
—No está a tu alcance —le había repetido Álvaro hasta la saciedad.
—Algún día seré mercader, como su padre. Entonces sí me respetarán y seré bien recibido en su familia —era la respuesta constante de Simón.
Guiomar de la Fuente era una de las tejedoras más prestigiosas de toda Granada. A pesar de su juventud, todo hombre o mujer que se dedicara al negocio de la seda conocía de su existencia. Era hija de Gaspar de la Fuente, un mercader que había conseguido amasar una suculenta fortuna en muy poco tiempo. Se decía que la procedencia de su patrimonio no estaba del todo clara. Unos aseguraban que había sido heredada; otros, que aquel repentino ascenso se debía al favor de la Corona, a la que había servido fielmente durante años. Sin embargo, la teoría más extendida era aquella que atribuía su riqueza al engaño y a las malas artes con las que acostumbraba a desenvolverse. A Simón no le importaban las habladurías. Lo único que él pretendía era tener una oportunidad para poder estar con Guiomar, la chica que le había robado el corazón.
Se cruzó con ella, por primera vez, en la plaza de Bibarrambla, cuando ambos caminaban junto a la insigne fuente que había en una de sus cabeceras. El agua, que era expulsaba con energía por una decena de caños, acababa estancada en el fontanal, en la que adquiría una tonalidad olivácea. De todos los tubos, destacaba uno más grande y bello que el resto, como fue a destacar ante la mirada de Simón una muchacha de cabello oscuro, recogido en un moño alto, y ojos verdes. Era menuda, aunque no tanto como Elvira, y de tez canela, en contraposición con la palidez de él. Sus facciones eran delicadas y sus labios voluptuosos. Parecía caminar franqueada por dos jóvenes. Se trataba de sus hermanos, Bernardo y Jerónimo, nacidos con media hora de diferencia, y cuatro años mayores que ella. Una corriente sutil hizo que los mechones que caían a ambos lados del rostro de la chica se mecieran al viento y desprendieran una fragancia a jazmín que nada tenía que ver con el fuerte olor a almizcle con que solían rociarse las mujeres. No pudo evitar mirarla, hasta verla perderse por el Zacatín, y deleitarse con aquella dulce fragancia. Su figura destacaba entre las casas emblanquecidas de aquella explanada que actuaba como zona de esparcimiento y como mercado. No tuvo nada que pensar. Sus pies comenzaron a seguirla, y él se dejó llevar. Creyó que la perdería tras verla girar hacia su izquierda y atravesar la puertecilla que conectaba aquella calle con la Alcaicería. Sus innumerables callejas y el gentío que se aglomeraba en ellas no se lo pondrían nada fácil. No obstante, conocía muy bien aquel barrio, con sus más de doscientas tiendas en las que se vendían sedas y paños todo el año. Contaba aquel singular espacio con diez puertas que habían sido atravesadas con cadenas de hierro para impedir así el paso de la gente a caballo. Por la noche eran veladas por guardias que se hacían acompañar de perros y, como en cualquier pueblo o ciudad perteneciente a la Corona que se preciase, cobraba la renta y el tributo de cada establecimiento en nombre del rey. Su altura le estaba facilitando el seguimiento. Simón no pretendía acercarse a ella. Pensaba que de modo alguno podría hacerlo. Sus hermanos, ambos de estatura media, recios y de pelo oscuro, no se apartaban de ella. Simón pensó que aquellos dos actuaban como si les pagaran por custodiarla. Una aglomeración de gente que parecía aguardar para entrar en una de las joyerías, hecho que llamó poderosamente la atención del muchacho, le hizo relajar su persecución. Maldijo su mala suerte o, más bien, su torpeza. Aunque, decidido a no darse por vencido, continuó con su andadura hasta que, arrastrado por el tumulto, se vio en el interior de un callejón sin salida. Fue al darse media vuelta para reconducir su camino cuando se topó con los guardaespaldas. La joven estaba detrás de ellos.
—¿Por qué nos sigues? —inquirió uno de ellos.
—No sé de qué me hablas —le restó importancia Simón.
—No te hagas el tonto —intervino el otro, dando un paso hacia delante—. Nos estabas siguiendo.
—Dejadle en paz —decidió poner algo de cordura la muchacha.
—No te metas en esto, Guiomar —le reprendió aquel que respondía al nombre de Jerónimo.
—Padre nos está esperando. Se hace tarde, y aún nos queda una buena caminata hasta llegar a la calle del Realejo —dijo, clavando su verde mirada en la de Simón.
—Guiomar tiene razón, hermano. Ya hemos comprado lo que necesitábamos. Ahora, vámonos.
—Cierra la boca, Bernardo —trató de dejar claro quién mandaba el primogénito de Gaspar de la Fuente—. No quiero volv
