Ahora y entonces

Jamaica Kincaid

Fragmento

cap-1

1

Vemos, ahora y entonces, a la querida señora Sweet, que vivía con su esposo, el señor Sweet, y sus dos hijos, la bella Perséfone y el joven Heracles, en la casa de Shirley Jackson, situada en un pueblecito de Nueva Inglaterra. La casa, la casa de Shirley Jackson, se encontraba en lo alto de una loma, y desde una ventana la señora Sweet veía, abajo, las aguas impetuosas del río Paran, que descendía veloz y con furia del lago, un lago artificial que también se llamaba Paran; y si alzaba la vista veía, alrededor, unas montañas que se llamaban Bald y Hale y Anthony, que formaban parte de la cordillera de las Green Mountains; y veía el parque de bomberos donde a veces asistía a reuniones sociales y oía al representante del Gobierno decir algo susceptible de afectarla gravemente y afectar el bienestar de su familia, o veía a los bomberos sacar los camiones de bomberos y desmontar varias partes y volver a montarlas y luego lavar los camiones y luego montarse en ellos y dar toda la vuelta al pueblo provocando un gran alboroto y luego volver a guardarlos en el parque de bomberos, y a la señora Sweet le recordaban al joven Heracles, porque muchas veces él hacía eso con sus camiones de bomberos de juguete; pero ahora, es decir, cuando la señora Sweet miraba por una ventana de la casa de Shirley Jackson, su hijo ya no hacía eso. Desde esa ventana, la misma, veía la casa donde vivía el hombre que había inventado la técnica de cámara rápida pero que ahora estaba muerto; y veía la Casa Amarilla, la casa que Homer había restaurado con tanto cuidado y tanto cariño: había pulido los suelos, pintado las paredes, cambiado las cañerías, había hecho todo eso el verano anterior a aquel otoño espantoso, cuando salió a cazar y después de disparar con arco y flecha al ciervo más grande que jamás había matado, cayó fulminado mientras intentaba cargarlo en la trasera de la camioneta. Y la señora Sweet lo vio en su ataúd en el tanatorio Mahar, y se preguntó, entonces, por qué los tanatorios siempre parecen tan acogedores, tan agradables desde el exterior, por qué las butacas del interior parecen tan cómodas, y por qué el precioso resplandor dorado de la lámpara envuelve suavemente todos los objetos de la sala donde el objeto principal es el difunto, por qué será, se preguntó la señora Sweet mientras veía a Homer, que yacía solo y encajadito en su ataúd, vestido con ropa de caza nueva, una chaqueta de lana de cuadros rojos y negros y un gorro de punto rojo, todas ellas prendas de Woolrich o Johnson Bros o de alguna otra marca de ropa para deportes al aire libre parecida; y la señora Sweet quería hablar con él, porque él estaba como siempre, para preguntarle si iría a pintarle la casa, la casa de Shirley Jackson, o si podía ir a hacer algo, cualquier cosa, arreglar las cañerías, limpiar los canalones del tejado, comprobar si había alguna gotera en el sótano, porque él estaba como siempre, pero su mujer le dijo: Homer mató el ciervo más grande de su vida y murió tratando de subirlo a la trasera de la camioneta; y la señora Sweet se compadeció de la carnalidad del difunto, porque imaginó el ejército de gusanos, de parásitos, que, sin premeditación, habrían empezado a alimentarse de Homer y pronto lo reducirían al reino del misterio y la desilusión; muy triste, todo eso que la señora Sweet veía entonces era muy triste, de pie junto a la ventana de la casa en la que había vivido Shirley Jackson, frente a la casa donde había muerto la anciana señora McGovern, que había vivido allí muchos años antes de envejecer, había vivido en su casa, una casa de una especie de estilo neoclásico que recordaba a otra época, una época lejana, mucho antes de que la señora McGovern naciera y se convirtiera en una mujer adulta que se casó y vivió con su esposo en la Casa Amarilla y cultivó un jardín solo de peonías, unas grandes flores blancas cuyos pétalos más cercanos a los estambres tenían unas rayas de color rojo oscuro, como una noche imaginada cruzando un día imaginado, así eran las peonías del jardín de la señora McGovern, y también cultivaba otras cosas, pero nadie se acordaba de qué eran, solo sus peonías permanecían en la memoria, y cuando murió la señora McGovern y por lo tanto se esfumó de la faz de la tierra, la señora Sweet arrancó aquellas peonías de aquel jardín, Festiva Maxima se llamaban, y las plantó en su jardín, un sitio que el señor Sweet y la bella Perséfone e incluso el joven Heracles odiaban. Los Pembroke, padre e hijo, cortaban el césped, aunque a veces el padre se iba a Montpelier, la capital, a votar a favor o en contra, pues creía que eso beneficiaba a los habitantes de aquel pueblo de Nueva Inglaterra, que sigue, ahora, situado a orillas del río Paran; y los otros habitantes de aquel pueblo, como los Woolmington, siempre habían vivido en su casa, y los Atlas también, igual que los Elwell, los Elkin y los Power; la biblioteca estaba llena de libros, pero nunca iba nadie, solo padres con sus hijos, padres que querían que sus hijos leyeran libros, como si leer libros fuese una misteriosa forma de amor, un misterio que debía seguir siéndolo. El pueblecito de Nueva Inglaterra contenía todo eso y mucho más y todo eso y mucho más pasaba entonces y ahora, y el tiempo y el espacio se entremezclaban, y se convertían en una sola cosa, todo en la mente de la señora Sweet.

La señora Sweet veía todo eso por la ventana, de pie junto a la ventana, pero había otra cosa que no veía entonces; la tenía delante, clara y palpable, como atrapada en un lienzo, enmarcada en un rectángulo hecho de ramas secas de Betula nigra, pero ella no la veía ni la habría entendido aunque la hubiera visto: su esposo, su querido señor Sweet, la odiaba con toda su alma. Y a menudo deseaba verla muerta: una vez, entonces, una noche, cuando llegó a casa después de tocar un concierto de piano de Shostakóvich para un público formado por vecinos que vivían en los pueblos de los alrededores a quienes les apetecía salir de su casa de vez en cuando, pero que en cuanto salían de su casa querían regresar inmediatamente, porque no había nada cerca y nada era tan bonito como su casa y cuando oían al señor Sweet tocar el piano les entraba sueño y a veces de repente daban una cabezada y se esforzaban para que la barbilla no les tocara el pecho y de todas formas pasaba y había sacudidas y oscilaciones y carraspeos y toses y aunque el señor Sweet estaba de espaldas a su rural audiencia percibía todo eso y sentía cada leve temblor, cada estremecimiento que se producía en cada individuo. Le encantaba Shostakóvich y mientras tocaba la música compuesta por aquel hombre («Juramento al comisario del pueblo», «La canción de los bosques», «Ocho preludios para piano») las tremendas penas e injusticias que le habían acaecido fluían por el señor Sweet, y lo conmovían muchísimo aquel hombre y la música que componía aquel hombre, y lloraba mientras tocaba, vertiendo todos sus sentimientos de desesperanza en aquella música, pensando que estaba desperdiciando su vida, su preciosa vida, con aquella mujer horrible, su esposa, la querida señora Sweet, a quien le encantaba preparar tres platos de comida francesa a sus hijitos y le encantaba estar con ellos y le encantaban los jardines y le encantaba él y él era el menos digno de su amor porque era un hombre muy menudo y a veces la gente lo confundía con un roedor por cómo correteaba. Pero él no era ningún roedor, él era un hombre capaz de entender a Wittgenstein y a Ein

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