Mi vida con los chicos Walter

Ali Novak

Fragmento

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Prólogo

Nunca he sentido lástima por Romeo y Julieta.

A ver si me explico. La obra es un clásico y Shakespeare era un genio literario de los pies a la cabeza, pero no entiendo que dos personas que apenas se conocían fueran capaces de renunciar a sus vidas sin más.

Fue por amor, dice la gente, por un amor eterno y verdadero. Pero, en mi opinión, todo eso son tonterías. El amor requiere algo más que un par de días y un matrimonio relámpago a escondidas para llegar a convertirse en algo por lo que merezca la pena morir.

Reconozco que Romeo y Julieta eran apasionados. Pero la pasión que los embargaba era tan intensa, tan destructiva, que acabó con sus vidas. O sea, la obra entera se basa en sus decisiones precipitadas. ¿No me creéis? Analicemos a Julieta, por ejemplo. ¿A qué chica se le ocurriría, de buenas a primeras, casarse con el hijo del enemigo mortal de su padre después de pillarlo espiando en la ventana de su dormitorio? A mí no, seguro. Por eso nunca he podido solidarizarme con ellos. No planificaron nada; ni siquiera se pararon a pensar, de hecho. Hicieron lo que les vino en gana, sin importarles las consecuencias. Cuando no planeas las cosas, todo se complica.

Y después de lo que pasó hace tres meses, cuando mi vida perdió el rumbo por completo, una vida amorosa complicada era lo último que necesitaba.

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Uno

Yo no tenía ni un solo pantalón vaquero. Es raro, ya lo sé, porque ¿qué chica de dieciséis años no tiene aunque sea un vaquero, quizá con la rodilla desgarrada o un corazón pintarrajeado en el muslo con rotulador?

No digo que no me gustara cómo quedaban puestos y tampoco tenía nada que ver con el hecho de que mi madre hubiera sido diseñadora de moda, sobre todo si tenemos en cuenta que sus colecciones casi siempre incluían vaqueros. Pero yo creía firmemente en la frase «la primera impresión es la que cuenta» y, en cualquier caso, aquel día estaba decidida a causar una impresión inmejorable.

—¿Jackie? —Katherine me llamó desde alguna parte del piso—. El taxi ya está aquí.

—¡Voy enseguida! —Cogí una hoja de papel de mi escritorio a toda prisa—. Portátil, cargador, ratón —musité mientras leía los últimos artículos de la lista de comprobación. Abrí la cartera y palpé el interior para asegurarme de que estaban allí—. Sí, sí, sí —susurré cuando rocé con los dedos los tres objetos. Con un rotulador rojo chillón, marqué una X junto al nombre de cada artículo.

Llamaron con los nudillos a la puerta de mi habitación.

—¿Estás lista, cielo? —preguntó Katherine asomando la cabeza. Era una mujer alta de cuarenta y pico años de edad, con el cabello dorado ya surcado de hebras grises y cortado a media melena como lo llevan las mamás.

—Me parece que sí —le dije, pero mi voz rota reveló lo contrario.

Me miré los pies a toda prisa porque no quería ver la expresión de sus ojos; la mirada compasiva que todo el mundo me lanzaba desde el funeral.

—Esperaré un momento —dijo.

Cuando la puerta se cerró, me ajusté la falda y eché un vistazo al espejo. Me había alisado los rizos, largos y oscuros, y me los había recogido con una cinta azul, como siempre, para que ni un solo mechón estuviera fuera de lugar. Tenía el cuello de la blusa torcido y lo estuve toqueteando hasta que el reflejo me devolvió una imagen impecable. Hice un mohín de irritación al descubrir que tenía ojeras, pero no podía hacer nada para reparar la falta de sueño que las provocaba.

Con un suspiro, eché una última ojeada a mi habitación. Aunque ya había marcado todos los artículos de la lista, no sabía cuándo volvería y no quería olvidar nada importante. Reinaba un vacío extraño allí dentro, pues casi todas mis pertenencias estaban en un camión de mudanzas de camino a Colorado. Había tardado una semana en guardarlo todo en cajas, aunque Katherine me había ayudado con el trabajo más pesado.

Las prendas de ropa ocupaban casi todas las cajas, pero también llevaba mi colección de obras de Shakespeare y las tazas de té que mi hermana, Lucy, y yo coleccionábamos de todos los países que visitábamos. Mientras hacía el último repaso, ya sabía que me estaba entreteniendo; teniendo en cuenta lo organizada que soy, no había ninguna posibilidad de que olvidase nada. El verdadero problema era que no quería marcharme de Nueva York, para nada.

Por desgracia, mi opinión al respecto no contaba, así que cogí mi equipaje de mano a regañadientes. Katherine me estaba esperando en el pasillo con una maleta pequeña a los pies.

—¿Lo tienes todo? —me preguntó, y yo asentí con un movimiento de la cabeza—. Muy bien, en marcha pues.

Echó a andar por el salón hacia la puerta principal y yo la seguí despacio, deslizando las manos por los muebles para tratar de memorizar hasta el último detalle de mi hogar. Me resultaba difícil, lo que es curioso si tenemos en cuenta que había vivido allí toda la vida. Las sábanas blancas que cubrían los muebles para evitar que el polvo impregnara los tejidos parecían murallas capaces de mantener a raya mis recuerdos.

Salimos del piso en silencio y Katherine se detuvo para cerrar la puerta con llave.

—¿Te la quieres quedar tú? —me preguntó.

Yo tenía mi propio juego guardado en la maleta, pero tendí la mano y acepté la pequeña pieza de metal plateado. Abrí el cierre del colgante de mi madre y dejé que la llave se deslizara por la delicada cadena para que descansara contra mi pecho, junto a mi corazón.

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Viajábamos en silencio, sentadas en el avión. Yo hacía esfuerzos por no pensar que me estaba alejando cada vez más de mi hogar y me negaba a concederme el lujo de llorar. Durante el primer mes después del accidente, no me levanté de la cama. Hasta que un día, milagrosamente, salí de debajo del edredón y me vestí. Me prometí que a partir de entonces sería fuerte y mantendría la compostura. No quería volver a ser la persona débil y demacrada en la que me había convertido y no lo sería en ese momento. En vez de eso, me dediqué a mirar cómo Katherine aferraba el apoyabrazos hasta que sus nudillos palidecían y luego lo soltaba.

Sabía muy poco de la mujer que se encontraba sentada a mi lado. En primer lugar, estaba al tanto de que mi madre y ella fueron amigas de infancia. Se criaron en Nueva York y asistieron juntas al internado Hawks, el mismo colegio en el que habíamos estudiado ha

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