Dos muertes en Belle-Île (Comisario Dupin 10)

Jean-Luc Bannalec

Fragmento

El primer día

El primer día

El comisario Georges Dupin tenía un nuevo amigo.

La primera vez que se vieron, Dupin había nadado hasta muy lejos, como ese mismo día. Al comisario le encantaba estar completamente solo en el mar. Allí reinaba una atmósfera muy especial, un silencio maravillosamente sordo. Sobre todo, le gustaba disfrutar de una perspectiva surrealista: con los ojos apenas encima del agua, el cielo y el océano parecían infinitos. De una vastedad sin fin. Y de un azul inagotable, en tonalidades distintas según se encontrara arriba o abajo. Aquel día, la franja de cielo era algo más clara. A veces ocurría al revés. En la Bretaña, el cielo y el mar competían entre sí al juego interminable de robarse la escala de azules. Había días en que adoptaban exactamente el mismo tono, desdibujando así la línea del horizonte, y días en los que se diluían en armonía el uno en el otro, provocando el delirio entre la gente. En esas ocasiones solo se veía un mar de cielo, un solo cielo de mar, y resultaba imposible distinguir dónde acababa uno y empezaba el otro.

Dos semanas atrás, mientras nadaba, algo de color gris asomó ante a él. Primero fue un hocico, un morro de tamaño considerable, a todas luces peludo, con unos pocos pelos largos y blancos a cada lado. El hocico se hundió muy despacio, inclinándose hasta mostrar un par de ojos oscuros y brillantes y una cabeza puntiaguda.

Una foca.

Más concretamente, una foca gris, un phoque gris, según le explicarían luego Le Ber y Nolwenn, su primer inspector y su inigualable secretaria, que trascendía cualquier definición de ese cargo. Afirmar que Dupin tuvo miedo en aquel primer encuentro sería mucho decir, pero, desde luego, sí sintió un gran respeto. Al principio se inquietó, claro. Al fin y al cabo, eran animales imponentes, enormes y a la vez muy rápidos, unos acróbatas marinos, bonitos de ver, sí, y adorables como un bebé, pero en esencia no dejaban de ser depredadores. Por otra parte, debía tener en cuenta la posibilidad de que en el mar también existiera una especie de rabia; en cualquier caso, aquel ejemplar apenas demostró temor alguno, lo cual, como todo el mundo sabía, resultaba muy inquietante en animales salvajes.

Dupin permaneció durante un rato lo más inmóvil posible; sin perder de vista a la foca, se había limitado a mantenerse a flote con movimientos suaves. Por fortuna, las aguas estaban muy tranquilas, como una sábana tirante, sin nada de oleaje. El mar llevaba varios días así, desde que la gran ola de calor, la canicule, se había apoderado de toda Europa occidental y, excepcionalmente, también de la Bretaña, una región que no acostumbraba a sufrirlas. Ce n’est pas normal, esto no es normal. La indignación general se percibía en todas partes: en el supermercado, en la peluquería, en la panadería, en la bodega, en la cafetería y en los encuentros casuales en la calle. Aquel día, Rennes había alcanzado un espantoso récord: 40,1 grados. En Concarneau habían sido 34,7 grados, que ya era mucho. Todo el mundo coincidía en que no se había visto nunca cosa igual.

La foca se había mantenido en posición vertical; de hecho, ambos habían permanecido el uno frente al otro en medio de las aguas cristalinas. El animal parecía curioso, tal vez desconcertado, como si se preguntara quién nadaba en su elemento. Durante un rato se habían mirado el uno al otro, hasta que Dupin decidió que lo mejor era nadar de vuelta a la orilla con tranquilidad y sin gestos nerviosos. Acompañado, según pudo comprobar, de la foca, que lo siguió hasta la playa manteniendo una distancia educada. Aquello había impresionado mucho a Dupin, que se había quedado un buen rato de pie junto a la línea del agua.

Esto había ocurrido dos jueves atrás. Desde entonces, todas las mañanas a las ocho en punto, cuando él, siguiendo un estricto ritual de verano, salía de su casa para bañarse en la playa de enfrente antes de ir al trabajo, la foca lo esperaba y lo acompañaba en el mar. Nadaba contenta sobre su vientre, sobre su espalda, se sumergía por debajo y en torno a él, cruzando las aguas de un lado a otro sin alejarse nunca. Cuando él salía del agua y abandonaba la playa, ella lo perseguía con la mirada durante un rato para luego alejarse con gesto decidido y dedicarse a otros menesteres hasta el día siguiente. De vez en cuando, mientras nadaban juntos, ella dejaba oír un chasquido penetrante, y cuando se despedían, emitía también una especie de silbido cantarín, que podía convertirse en un bramido grave, cuyo significado él aún no había comprendido.

También ese día, 7 de agosto, miércoles, la foca lo había esperado para nadar a su lado. El comisario admiraba su paciencia; para ella, él seguramente avanzaba a la velocidad de un caracol marino. Por alguna razón, tal vez un cambio en la corriente, el Atlántico se había enfriado durante la noche. Eso ocurría a veces, incluso cuando hacía mucho calor, y ahora mismo esa bajada de temperatura era muy bienvenida. A veintitrés grados, la bahía de Concarneau resultaba inusualmente cálida. Dupin regresaba ya de su baño cuando vio a alguien en la playa gesticulando con nerviosismo. Tardó un poco en reconocer la silueta. Le Ber.

—¡Jefe! ¡Jefe!

Dupin miró la hora. Las ocho y veinte. ¿Cuál era el problema? Habían quedado a las nueve menos cuarto, y la comisaría no estaba lejos. De hecho, incluso tenía tiempo aún de tomar un café rápido en el Amiral. Nolwenn y Le Ber querían hablar «de forma urgente y definitiva» de «la gran fiesta», la celebración de los diez años de servicio de Dupin. Aún faltaban dos días, sería el viernes por la noche. De forma excepcional, esta vez el convite no sería en el Amiral; tras semanas de deliberaciones, la elección había recaído en el Ty Mad de Douarnenez.

¿Acaso Nolwenn había enviado al inspector para asegurarse de que asistiría? «Me temo que no vamos a tener mucho tiempo», le había advertido ella el día anterior al ver que a las once y media Dupin tenía una reunión con el jefe de bomberos. De hecho, al comisario ese alboroto no le hacía mucha gracia; las discusiones se habían prolongado durante semanas y, al final, en algún momento, se había resignado y había aceptado celebrar la fiesta. No tenía ni la más remota idea sobre qué se suponía que debían hablar ese día durante tanto tiempo. Nolwenn exageraba. Y, además, mucho.

En la orilla, Le Ber agitaba los brazos cada vez con más desesperación. La foca también había reparado en el inspector. Se había detenido y parecía mirar hacia la playa con expresión claramente escéptica.

—¡Jefe! ¡Jefe! ¡Un cadáver!

Por un momento, Dupin no supo si le había oído bien.

—¿Cómo dice?

—¡Un cadáver! ¡Jefe, tenemos un muerto!

Las palabras resonaron en toda la bahía. No había duda.

¡Un cadáver!

Por suerte, a esa hora estaba todo tranquilo. Solo la vecina de Dupin, la anciana señora Claudel, andaba por el paseo marítimo con una baguete bajo

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