Feliz año nuevo

Malin Stehn

Fragmento

1. Fredrik

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Fredrik

Cuando Nina entra en la habitación, estoy delante del armario.

—¿Me hace gorda este vestido? —me pregunta.

Echo un rápido vistazo a mi esposa.

—Estás muy guapa.

Vuelvo la mirada al armario y a las tres corbatas que cuelgan allí. Queda descartada la de color verde menta, que llevé en la graduación del Bachillerato. La corbata para funerales hace juego con mi humor, pero no con la camisa. Suspiro y saco la azul claro con rayas plateadas. Fue un regalo de mi suegra y parecía pasada de moda ya cuando me la dio hace cinco o seis años.

—Si apenas me has mirado.

Nina ha ido a mirarse en el espejo grande. Gira el torso, contemplándose con el ceño fruncido.

—Te está perfecto —le digo.

Nina tira de la tela verde del vestido. Me acerco a ella y noto la habitual fragancia. Mi esposa lleva muchos años con el mismo perfume, tantos que incluso yo me acuerdo de su nombre: Acqua di Giò. Vuelve a tirar de la tela, bufa un poco y masculla algo inaudible. Trato de hacerme el nudo de la corbata adecuadamente, pero no me sale demasiado bien.

—¿Te vas a poner otra vez esa?

Nina sigue frente al espejo, pero en lugar de concentrarse en su vestido ya está mirando mi corbata.

—No tengo otra.

Da un paso largo hasta el armario, pero deja sus planes al ver lo que queda en la percha.

—Tendrías que comprarte una nueva para el año que viene.

Asiento con la cabeza y oigo el timbre de la puerta.

—Será Jennifer. —Nina se gira hacia la puerta abierta—. ¡Smilla! ¿Abres?

Se oye un golpe sordo desde la planta de arriba. Los pies de Smilla martillean los peldaños de la escalera y poco después se pueden oír dos voces en la entrada. Nina me mira.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y veinte.

—¿Y veinte? —Se acerca apresuradamente al armario y comienza a hurgar entre las medias. Un par tras otro aterrizan en el suelo junto a sus pies—. Joder. ¿Por qué siempre me olvido de comprar medias?

Un minuto más tarde, Nina sale de la habitación con algo negro en una mano.

—¿Cómo van los chicos? —me pregunta, camino de la entrada—. ¿Ya están vestidos?

—Voy a echar un vistazo.

—¡Que Vilgot se ponga la camisa! —grita Nina desde el baño—. Está colgada sobre la silla.

Me abotono los pantalones, me pongo la americana y me miro en el espejo. La corbata me hace parecer un payaso. Solo falta la nariz roja.

Vilgot y ropa de vestir no casan bien. Nuestro hijo de seis años podría pasarse la vida entera en pantalones de chándal y a veces me pregunto para qué insistimos en ponerle ropa formal. Anton, en cambio, se ha vuelto menos intransigente en cuanto a eso. Le gusta ponerse ropa chula y últimamente se queda delante del espejo por la mañana, arreglándose el pelo. El efecto de la Secundaria.

—Guapa, la camisa —le digo mientras bajamos por las escaleras.

Anton se encoge de hombros, pero esboza una de sus escasas sonrisas.

Me paro a la altura de la cocina y miro a las dos chicas que están junto a la encimera. Trato de calmar los violentos latidos del corazón. Jennifer no es un monstruo. Es una chica adolescente perfectamente normal, la amiga de mi hija. Tengo que aclararme la voz varias veces antes de poder hablar.

—Adiós.

Jennifer no responde, parece que ha tomado la decisión de no escuchar. Sigue cortando lechuga, dándome la espalda. El ajustado vestido corto no deja mucho para la imaginación y hago lo imposible por no quedarme mirando donde no debo. Aun así tengo la sensación de haber sido pillado cuando Smilla se da la vuelta. Se le ilumina la cara, baja el volumen del altavoz portátil y se acerca a mí.

—Adiós. —Me da un abrazo fuerte—. Gracias por ayudarme a convencer a mamá.

Como si tuviera elección.

Con mi hija de diecisiete años entre los brazos, se me ocurre una idea chiflada pero recurrente, la de buscar una manera de mantener a los hijos siempre con nueve años de edad. Las criaturas de nueve años son perfectas. Son listas y razonables, pero siguen conservando una fe inquebrantable en que sus padres son capaces de arreglarlo todo. Una tarde en el parque de juegos de Leo es suficiente para saciar la sed de entretenimiento.

—Ya sabes lo que hemos acordado. —Doy un paso hacia atrás y busco la mirada de mi hija—. No dejes entrar a nadie que no esté invitado, no puede...

Smilla se tapa los oídos.

—¡Lo sé! —Deja caer las manos—. Lleváis dos semanas diciendo lo mismo.

La suelto.

—Es que nos preocupamos por ti.

2. Nina

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Nina

El coche está aparcado junto a la puerta de entrada. El habitáculo está iluminado por la luz azul de tres pantallas. Abro la puerta, entro en el asiento del copiloto y coloco la bolsa con el postre entre los pies para que no se vuelque el bol que hay dentro.

—Uf. —Miro a mi marido—. Creo que me voy a arrepentir de esto.

Fredrik pulsa el botón y el coche arranca.

—¿Arrepentirte de qué?

—La fiesta. ¿Cómo podemos ser tan inocentes como para dejar que veinte adolescentes celebren la Nochevieja en casa?

Fredrik suspira.

—Todo irá bien. Smilla y Jennifer sabrán manejarlo.

Entramos en la calle Agnesfridsvägen, pasamos por delante del instituto y de la plaza de Videdals. Al otro lado de la rotonda se atisba el edificio de Vita Höja, de nueve plantas. Las ventanas iluminadas crean un mosaico amarillo detrás de la señal del supermercado Coop, de un color verde chillón.

Noto una punzada en la tripa. No quiero estropear la velada preocupándome por las chicas, pero la inquietud crece a medida que nos alejamos de la casa.

Hace un momento me he quedado de pie fuera de la puerta de entrada de la casa. De repente tenía que decirle tantas cosas a mi hija. De lo traicionero que es el licor, de la necesidad de nunca hacer nada que no quieres, de lo guapa que es ella y que todos, en un mundo perfecto, deberían poder vestirse como les da la gana, pero que un top transparente puede enviar señales no deseadas. Y otras cosas. Pero, claro, ya es tarde para soltar todos esos consejos. Además, las chicas conocen perfectamente las reg

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