Sucia

Bárbara Mestanza

Fragmento

0. Suena el acúfeno jodido que tengo en mi oreja derecha

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Suena el acúfeno jodido que tengo

en mi oreja derecha

Estoy en el baño. Baldosas blancas cuadradas, sosas, de esas difíciles de mantener limpias. Suelo cubierto de pintura azul de aparcamiento, reluciente, supongo que para dar un toque de color. Puertas típicas de conglomerado blanco para los inodoros y pequeños lavabos en fila. Espejo largo, situado encima de los grifos, que para ser para niños tienen un toque demasiado industrial y son, objetivamente, gigantescos. Secador de manos que se enciende con un botón rectangular naranja y dispensador metálico de jabón que nunca nunca nunca tiene jabón. Un baño unisex, un baño para todes porque a esa edad, los cinco años, tienes derecho a entender tu cuerpo y el del otro como el mismo o no. A esa edad puedes sentirte todo y nada sin que nadie moleste demasiado. Al fin y al cabo, en esa edad es lícito no entender una mierda. Tu cuerpo y el del otro son solo un montón de carne cruda amontonada que recubre minúsculos y adorables huesecitos. Eres pura materia, sin identidad. O, al menos, eso puedes pensar en ese momento…

Estoy en el microbaño de mi escuela meando y, tras abrir ese pequeño compartimento, veo la cara de mi minúscula amiga también de cinco años llamada «I». I es esa niña que come sin ensuciarse, esa que no guarda gusanos en el bolsillo del uniforme, la que no dice palabrotas, no tiene moretones y esa con unos padres con una economía tan sólida como la de la puñetera Iglesia católica. Esa tan poco yo, esa justamente lo opuesto a mí. Ahora, al cruzarme con ella, veo en su cara un mapa. Con tan solo cinco añitos la niña ya ha sido capaz de acumular tanto retén y complacencia que es incapaz de sacar un hilo de voz para avisarme de que «M» acaba de entrar en el baño con actitud amenazante.

M es un niño-niño, uno de esos que han nacido niños, orgullosos de serlo. M es más alto que la mayoría (esos niños siempre son más altos que la mayoría), tiene los ojos azules (azul adorable para un adulto, pero aterrador para una niña como yo) y lleva unas zapatillas náuticas.

M tiene el pack completo. M cuenta en su haber con todo lo necesario para impactar y hacernos sentir a nosotras, las niñas-seudoniñas, notoriamente inferiores. M era un pijo y, sí, ya a los cinco años una es capaz de entender lo que significan unas zapatillas náuticas.

UNAS NÁUTICAS SIGNIFICAN: Mercedes, casa en Port de la Selva, perro grande con mucho pelo que suelta a destajo y que alguien llamada Damaris o Lupe limpia sin que se dé cuenta. UNAS NÁUTICAS SIGNIFICAN: padres de derechas o derechas ocultas tras un centro que todo el mundo sabe que no existe; misa a veces, bautizo, comunión, reloj caro de regalo en la comunión y unas expectativas demasiado altas que sí, seguramente ellos, los dueños de NÁUTICAS, SÍ van a poder cumplir. (OBVIAMENTE TÚ NO).

Y claro que los de las NÁUTICAS también tienen problemas, y lloran por las noches a veces, pero de eso ya nos han hablado demasiado, ¿verdad? Ya nos han contado esa historia, así que ahora mismo (al menos durante un rato o unas décadas) me declaro una intolerante ante los dolores del hombre cis blanco burgués.

Sorry.

Así que sí, una niña-seudoniña como yo ya desde los cinco años sabía que M era alguien muy distinto a ella. Él caminaba con la seguridad de estar pisando donde debía, mientras que yo ni siquiera sabía cómo había llegado a esa preciosa escuela privada teniendo dos padres sin carreras universitarias ni familiares metidos de algún modo en algún tipo de corrupción. Mi uniforme, una faldita mítica de cuadritos verdes y un polo amarillo, me hace sentir como una bola rechoncha poco digna de la elegante feminidad que el atuendo prometía. Soy más pequeña que el resto, con un pelo rizado que mi canguro doma alisándolo con el secador después de cada baño y estoy harta de que siempre digan mal mi apellido al pasar lista en la clase de natación.

—Bàrbara Mestranza, no, perdón, Maestranz, no, eh, BÀRBA MASTAN…

¡Mestanza, Bàrbara Mestanza, maldito monitor cabrón!

Soy la típica niña con una belleza de esas que te obligan a desarrollar una gran personalidad y humor si quieres sobrevivir en la jungla que supone un cole que todos, menos tus padres, pagan con facilidad.

Estoy en el baño, meo, termino de mear, abro la puerta y me encuentro, en medio del blanco aséptico de este baño típico y poco creativo, la cara de retén de I y PAM. M aparece de golpe, furioso, rojo, gritando. Me agarra del cuello, me arrincona contra la pared de baldosas blancas asquerosas, me escupe y empieza a farfullar como un loco.

Con las dos manos me estrangula. Lo hace fuerte, puedo notar sus dedos pulgares colocados con tanta presión que siento que en cualquier momento avanzarán para adentrarse en mi laringe y quedarse a vivir ahí. Con las dos manos me tiene ahí, minúscula, de puntillas, casi sin poder tocar con los pies el suelo.

I sigue mirándome con su cara de retén, todavía no sé si con miedo, placer o las dos cosas, y yo, mientras, me ahogo, me ahogo de cojones.

—Me han dicho que vas diciendo que yo y C —una niña-superniña— somos novios. Me han dicho que vas diciendo que nos casaremos y que somos novios. Te voy a matar, ¿me oyes? ¡TE MATARÉ, TE MATARÉ, TE MATARÉ! ¡¡¡Has dicho que somos novios y eso no es verdad, así que te voy a matar!!!

Uf… Realmente M era alguien especial. Y yo realmente me estaba quedando sin aire.

—¡No es verdad, yo no he dicho eso! —Maldita I, seguro que ha sido ella—. ¡¡Me estás haciendo daño, no puedo respirar, déjame, por favor, déjame!!

—¡Cállate, idiota, te mereces morir! ¡Eres una mentirosa! ¡YO NO TENGO NOVIA!

Ese fue uno de mis primeros contactos con la piel masculina. Un cuerpo a cuerpo fantástico y excitante. Lo tuvo todo: la emotividad, el peligro de muerte, la rabia, la impotencia y los clásicos etcéteras.

Se lo conté todo a mis padres en la cocina de mi casa. No, no soy una chivata y no, no lo hice queriendo. Me vieron rara antes de cenar y me pincharon hasta que lo solté y, aun ahora, haberme chivado me hace sentir culpable. Y culpable, también, por no haber hecho nada y culpable por haber necesitado a dos adultos para que castigaran a ese niño y me dejara en paz.

Me siento culpable por no haberme defendido.

No recuerdo haber dicho que él tuviera novia, no recuerdo haber mentido ni merecer ese castigo, pero supongo que eso ya da igual. Ha pasado el tiempo, ahora tengo treinta y dos años y escribo bien lejos de esa escuela pija de Barcelona. Ahora I está casada con un niño-niño y, al menos por Instagram, se la ve con el mismo retén. A M lo llevaron a terapia después de eso, espero que me perdonara o que le sirviera. Ahora es abiertamente gay y un defensor de las causas LGTBIQ+. De nada, M, gracias a mi agresión hoy eres el hombre que eres y yo… y yo… yo he necesitado conta

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