El sueño de Sophia (Los colores de la belleza 2)

Corina Bomann

Fragmento

Capítulo 1

1

1929

El cielo de enero se cernía denso y plomizo sobre el mar. Únicamente en el horizonte asomaban aquí y allá tenues resplandores rosados entre las nubes. Un viento gélido me acariciaba el rostro y se colaba por debajo de mi abrigo.

Me podría haber quedado sentada en el camarote, a salvo del frío, pero su espacio reducido me agobiaba, y tampoco me apetecía entretenerme en el salón que a esa hora estaba muy concurrido. Lo único que quería era llegar e iniciar por fin las pesquisas.

Llevábamos casi una semana de navegación. En la cena del día anterior había oído decir que llegaríamos a Dover en dos días. Al llegar ahí un ferri me trasladaría a Calais y, desde esa ciudad, seguiría hasta París en tren.

Me admiraba que madame Rubinstein fuera capaz de hacer esa travesía varias veces al año. ¿Cómo lo resistía? Me acordaba muy bien de la primera vez que crucé el océano con ella. Madame, una empresaria de éxito en el mundo de la cosmética, me acababa de conceder la oportunidad de cumplir el sueño de mi vida: fabricar cosméticos y, de ese modo, proporcionar a las mujeres belleza y confianza en sí mismas. Me sacó de París para que trabajara como química en su fábrica. Por primera vez, después de una temporada aciaga, yo había recuperado la esperanza.

No tenía noticias de ella desde que, apenas unas semanas atrás, me habían despedido de ese trabajo. ¿Habría logrado salvar su matrimonio? A fin de cuentas, había vendido su participación americana de Rubinstein Inc. para dedicar más tiempo a mister Titus, su marido. Me habría gustado saber algo más al respecto, pero a bordo de un barco las noticias llegaban de manera irregular. Solo había prensa al arribar a un puerto. Nos encontrábamos en medio del océano, en el territorio de la ignorancia y el desconocimiento.

Me llevé la mano al bolsillo del abrigo. Tenía siempre junto a mí la carta mecanografiada donde se afirmaba que mi hijo estaba vivo. ¿Podía permitirme esa esperanza?

Mi pensamiento giraba en torno a los días en el hospital tras su nacimiento. La noticia de su muerte, la depresión que le siguió. ¿Había algo a lo que debería haber prestado atención? ¿Había pasado por alto alguna señal? En mi memoria había un agujero oscuro. Por mucho que lo intentara, no había nada que pudiera hacer para iluminar esa oscuridad.

—Una vista fantástica, ¿no le parece? —preguntó una voz.

Saqué la mano del bolsillo y miré a mi alrededor. El hombre se me había acercado por detrás sin que yo me diera cuenta; tenía los pómulos altos y una mirada penetrante. Sus ojos eran oscuros como el carbón, y su frente alta le daba la apariencia de un intelectual. En la nariz llevaba unas gafas de níquel con cristales redondos.

Era el tipo de hombre que seguramente en otros tiempos no habría reparado en mí. Su sonrisa me dio a entender muy claramente la intención que escondían sus palabras.

—En efecto —respondí con indiferencia—. Pero, si no le importa, prefiero disfrutarla sola.

Darren, mi pareja, acababa de dejarme, y mi alma se resentía aún del recuerdo de nuestra última noche juntos. Todavía no tenía el corazón listo para insinuaciones.

El hombre soltó una risa algo ofendida a la vez que con ademán inseguro hacía girar el anillo de oro que llevaba en el dedo. Una alianza. Aquel gesto me provocó un estremecimiento. Me hizo retroceder en el tiempo. Georg, mi amante de entonces, también estaba casado. Me había hecho creer que quería separarse. Al final no lo hizo y, cuando me quedé embarazada, me abandonó.

—Me ha llamado la atención —dijo—. Una mujer como usted...

—¿Y eso? —pregunté con cierta agresividad—. ¿Qué quiere decir con eso de «una mujer como usted»?

Inspiré profundamente. No era más que un desconocido que casi con toda certeza no volvería a ver. No debía descargar en él mi rabia contra Georg.

—Joven, bonita... y, al parecer, bendecida con un carácter fuerte.

Palabras como esas eran las que en su momento me habían llevado a creer que las intenciones de Georg conmigo eran serias. Él, a la sazón mi profesor en la universidad, me había utilizado y me había dejado embarazada. No estaba dispuesta a repetir el mismo error.

—Está aquí todos los días a la misma hora —continuó el desconocido. Saltaba a la vista que no iba a rendirse fácilmente—. Y también me he cruzado con usted varias veces en el comedor, aunque es posible que nunca haya reparado en mí.

Así era. No lo había hecho. ¿Por qué debería? Solía tener la mente ocupada pensando en mi hijo. Eso me ayudaba a olvidar el rechazo de Darren. Por otra parte, yo no era de esas mujeres que tras un amor perdido corría de inmediato a buscar otro.

El desconocido se aclaró la garganta al darse cuenta de que así no iba a ir a ningún sitio. Casi sentí pena por él. De hecho, esa intransigencia mía era la coraza que me impedía caer en la desesperación. Aunque me resultaba atractivo, no estaba dispuesta a tener ninguna relación con él. Estaba casado. No construiría mi felicidad sobre la infelicidad de otros para luego precipitarme de nuevo en el abismo.

—Tal vez sea porque tengo muchas cosas en las que pensar ahora mismo —respondí.

—¿Acaso no tiene personas con quienes compartir esas cavilaciones? ¿O es que no quiere tenerlas?

Miré fijamente a ese desconocido. Tal vez había reparado en mí, pero, desde luego, yo en él no. Su cara era como la de otros hombres: una sombra que no me paraba a contemplar desde que mi relación con Darren había terminado.

—Sí, las tengo —respondí—, pero ahora mismo no están aquí, en medio del océano. Además, hay pensamientos que no se comparten sin más. Ni siquiera con las amistades.

—¿Ni con un desconocido?

Negué con la cabeza.

—Un desconocido no los comprendería.

Había compartido mis tribulaciones con Kate, la asistenta de mi casero, cuando, sentadas a la mesa de su cocina, discutíamos sobre si investigar o no las afirmaciones de la carta. A Darren, en cambio, no le había hablado de mi hijo, ni de la cicatriz que me afeaba el cuerpo desde su nacimiento, y eso lo había echado todo a perder.

Sin duda un extraño me recriminaría lo ocurrido. Había sido una ingenua, una crédula. Con todo, aunque no me lo podía perdonar, no era la culpable de la muerte de mi hijo. Si es que realmente estaba muerto.

El hombre volvió a esbozar una sonrisa ligeramente ofendida.

—Bueno, tal vez más adelante lo reconsidere. Estoy siempre abierto a historias interesantes. Aunque no la conozco, creo que tiene algo que merece la pena ser contado. —Hizo una pausa un momento, y luego agregó—: En caso de que cambie de idea, pregunte por James Joyce. A fin de cuentas, aún estaremos juntos algunos días, ¿no?

Dicho esto, giró sobre sus talones, y se dirigió al otro lado del barco.

Vi cómo se

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