Monstruos y fantasmas de acá nomás

Ana María Shua

Fragmento

Monstruos y fantasmas de acá nomás
El cuero de la laguna

Aunque ahora ya soy una señora un poco vieja, en edad de ser abuela, no me parece que hayan pasado tantos años desde que viví un tiempo en un pueblito del sur, después de la separación de mis padres. Miro las fotos y veo una nena gordita, simpática, con el delantal blanco tableado que se usaba en esa época. Me daban mucha envidia las chicas del último grado a las que les permitían ya (pero solo algunas lo tenían) usar delantales rectos, sin tablitas y sin moño, como los de las maestras.

Hay una época de la vida en que a uno le parece siempre mucho mejor todo lo que tienen los demás. Si uno tiene suerte, es solamente una época: a otros les dura siempre. En esa época yo envidiaba las alpargatas de mi amiga Marta.

Aunque todos íbamos a la misma escuela, los chicos del pueblo no nos hacíamos amigos de los chicos que venían de las afueras, de los ranchos. De eso no se hablaba, pero ahora me doy cuenta de que eran casi todos mapuches. También me doy cuenta de las ganas que debía tener Martita de tener zapatos, unos zapatos guillermina, como los míos, por más que se pavoneara como una reina con sus dichosas alpargatas. En esa época los chicos no usaban zapatillas y la diferencia entre ir a la escuela con zapatos o con alpargatas era importantísima. Yo odiaba los zapatos guillermina, difíciles de poner, con ese botoncito ajustado que siempre me daba tanto trabajo, hasta que se ponía flojo… y entonces se desprendía. Con suela de cuero, que resbalaba en vez de afirmarse, como la suela de soga de las alpargatas.

En realidad, todo lo que hacía Martita me parecía extraordinario. Por ejemplo, venirse todas las mañanas con su hermanito, desde el rancherío hasta la escuela montados en su yegua petisa, la Ramona. ¡Qué no hubiera dado yo por montar así en pelo a la Ramona! Además, a mí me pasaba algo que me parecía peor que vivir en los ranchos: mis padres se habían separado y yo estaba sola con mi mamá. En esa época eso era algo terrible, muy mal visto. Yo era “la hija de la divorciada” y muchos padres no dejaban que sus hijos vinieran a tomar la leche a casa, por temor a las malas influencias.

A clases íbamos solamente a la mañana, porque en esa época no había casi escuelas de doble escolaridad. De tarde, muchas veces, Martita y yo nos encontrábamos para jugar cerca de la laguna. Yo iba con mi perro Pepino, un cuzquito cualquiera, cruza de vaya a saber qué, chiquito y muy inteligente. Pepino me seguía por todas partes. No le gustaba que me acercara mucho a la laguna y ladraba como loco si me veía ir para ese lado.

Martita se ponía de mal humor cuando lo veía así, y siempre me decía que lo hiciera callar, que tanto ladrido era peligroso.

—¿Peligroso por qué? —le pregunté un día—. Pepino me cuida.

—De tanto cuidarte le puede salir al revés —dijo Martita—. Con esos ladridos va a despertar al Cuero. Mejor que vayamos a jugar a otro lado.

Era la primera vez que yo oía hablar del Cuero, y algo en la manera de hablar de Martita, que bajó la voz para pronunciar su nombre, me hizo correr una especie de escalofrío. Mi amiga era muy valiente. No le tenía miedo a la oscuridad ni a la directora de la escuela ni a los perros del Vicenzo, unos dóberman malísimos que no nos dejaban entrar a la quinta del Tano a comernos de los árboles las mejores ciruelas de la zona. ¿Qué sería, o quién sería ese tal Cuero del que hablaba con tanto respeto? Pero no me quiso contar.

Y no me habría enterado nunca, porque al año siguiente nos fuimos a vivir a la ciudad, y en la ciudad no hay Cueros... No me habría enterado nunca si ese verano no se nos hubiera ocurrido la mala idea de ir una tardecita a nadar a la laguna.

El calor era tremendo, poderoso. Parecía que se levantara vapor de los pastos, como si el sol los fuera resecando uno por uno. Martita, Pepino y yo nos encontramos en la orilla, donde estaba el árbol de la rama torcida, que caía sobre el agua. Nos sacamos la ropa. Yo tenía una malla verde a rayas que me habían comprado en Viedma el verano anterior. Martita se metió al agua en bombacha y una musculosa un poco agujereada. A mí me pareció que su ropa de bañarse era todo un desafío. Yo no me hubiera arriesgado a que alguien del pueblo me viera así.

Estábamos chapoteando en el agua cerquita de la orilla (ninguna de las dos sabía nadar) cuando sentí que algo me tomaba del tobillo y empezaba a arrastrarme hacia la mitad de la laguna: algo pinchudo y horrible que me lastimaba la piel. Me puse a gritar y alcancé a sostenerme de la rama torcida. Marta saltó fuera del agua y desde ahí me agarró una mano y empezó a tirar para sacarme afuera. Pepino se tiró al agua ladrando ronco y fuerte como si en vez de ser un perrito fuera un tremendo perrazo. Lo que hizo fue increíble. Empezó a morder salvajemente esa cosa que no alcanzábamos a ver. De pronto, a su alrededor, el agua empezó a ponerse roja. Sentí que mi pie se liberaba. Con un tirón más de Marta y agarrándome con todas mis fuerzas de la rama conseguí salir de la laguna. En ese momento un ser confuso, oscuro, algo que parecía el extremo de una manta, o de un cuero de guanaco, se asomó por encima del agua, tapó a Pepino y se lo llevó al fondo.

Todo había sucedido en unos pocos segundos. Lo había visto con mis propios ojos y sin embargo, si hubiera tenido que describirlo o explicarlo, no habría podido. Antes de salir corriendo con la ropa en la mano, eché un vistazo más a la laguna y vi que sobre la superficie aparecían un montón de enormes burbujas negruzcas.

—¡Se ahoga Pepino! —grité desesperada.

—¡Corré! —me gritó Martita. Y no hacía falta, porque ya estábamos corriendo. Yo iba lento, renqueando, pero Martita no me dejó sola—. ¡No son de Pepino las burbujas! ¡Es el Cuero maldito que se está riendo!

Decidí contar la verdad, porque no se me ocurría otra manera de contar lo que había pasado con Pepino. Y porque estaba tan asustada que necesitaba que alguien me explicara qué era ese “algo”. Mamá se asustó muchísimo con mi relato, pero no porque casi me agarra el Cuero, sino porque podría haberme ahogado en la laguna.

—¿Qué es el Cuero? —pregunté.

—Una superstición de la gente ignorante —me contestó. Y cuando mamá decía la palabra “superstición”, yo ya sabía que no había nada más que preguntar.

Tenía el pie muy lastimado, como si lo hubieran arañado espinas profundas.

—Te lo enganchaste en una rama que estaba debajo del agua. O puede ser una lata... Vaya a saber qué porquerías hay ahí abajo —dijo mamá.

Yo traté de olvidarme de la sensación fuerte y clara de algo que tironeaba de mí como ninguna rama en el mundo puede tironear. Pensando en Pepino, no podía parar de llorar.

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