Sanar la herida

Fragmento

Sanar la herida

Introducción

La decodificación apareció en un momento puntual de mi vida en el que pude ver, en el desequilibrio y el malestar que sentía, que se me abría un camino. Esa misma turbulencia era también la posibilidad de hallar mi identidad, la manera en que quería presentarme ante el mundo, para dejar de ser la que me dijeron que fuera y tomar la determinación de encontrarme. La oportunidad de desarmarme, para descubrirme en los pedazos.

Tenía tan solo 29 años cuando tuve la intuición de que mi padre moriría y que aún yo no había encontrado mi lugar de hija en esa relación, solo la certeza de que yo trabajaba para su conformidad, para que estuviera calmo, para que me quisiera sin enojarse. Lo escuchaba con atención buscando en él algo para admirar, aceptaba muchas veces cosas inaceptables, como su violencia o sus excesos. Buscaba idealizarlo porque en realidad sentía rechazo por lo que veía en él. Para aquel entonces yo ya tenía varios conocimientos en mi haber, pero frente a la pregunta que martirizaba mi mente acerca de qué pasaba verdaderamente con él y qué podía hacer yo para mejorar la situación no encontraba respuestas.

Me senté en el piso y me rendí, sentí que no tenía que hacer nada más, tan solo aceptar lo que era. Me conecté con mi respiración, con mi vida. Cerré los ojos. En tan solo unos minutos mi cuerpo estaba relajado, completamente apoyado en el piso, y la respiración ocupaba toda mi mente hasta que poco después comencé a ver colores. Un verde brillante y un azul intenso que entremezclaban y emitían destellos que me transportaron a un estado de calma y apertura nunca antes experimentado. Sentí entrega, paz, la mente vacía y liviana.

Y de repente, apareció una imagen: una pizarra en la que diferentes letras se deslizaban por la superficie hasta que formaban el nombre completo de mi padre, con el apellido de su madre incluido (él no solía usarlo). Después las letras volvían a moverse y formaban otras palabras y frases. La que permaneció en mi mente fue: “Tanto hago sin ganas”. Eso es lo que yo veía en mi padre.

En un principio interpreté que él me hablaba a través de esa imagen, de esas palabras que se formaban frente a mis ojos; que el estado de meditación me estaba brindando una respuesta a la pregunta que me había hecho durante tanto tiempo. Sentí compasión por ese hombre que aún no había encontrado su identidad. De eso hablaba el mensaje.

Pasado un rato, era tanta la información que transmitían esas letras movedizas que abrí los ojos y busqué inmediatamente un cuaderno —siempre tengo alguno a mano porque escribo espontáneamente sobre cosas que pienso o me suceden, o tan solo para dejarme algún mensaje—. En una hoja en blanco escribí el nombre completo de mi padre tal como lo había visto plasmado en la imagen, comencé a jugar con las letras como si fuera un anagrama y allí estaban todas las palabras y las frases que me habían sido reveladas. No sé cuánto tiempo estuve aquel día sentada en el mismo lugar, descubriendo a mi padre y descubriéndome a mí misma en algunas palabras o frases que encontraba.

Curiosamente, hacer anagramas era algo que me encantaba desde niña, pero no los hacía con los nombres propios, sino con las palabras que nombran objetos y con términos que no entendía cuando estudiaba.

Entendí las señales. Como también comprendí que la vida me estaba dando una gran posibilidad frente a la adversidad emocional que había transitado durante mi infancia. En el diálogo interior que se sostuvo en mi mente durante varios días comencé a entender que existía un vínculo entre lo que nos nombra y los acontecimientos vividos. Me asombré al ver que con las mismas letras del nombre de mi madre, Nélida, se formaba el de mi hermano, Daniel, que siempre fue su debilidad.

La curiosidad me llevó a vivir el encuentro con la kabbalah, el poderoso árbol de la vida, y la traducción numérica de las letras, hasta que logré descubrir el diálogo o la correspondencia que existe entre lo que nos nombra y los códigos instalados en nuestra fecha de nacimiento. Todo fue adquiriendo un sentido.

Mi padre murió al poco tiempo de esta revelación. Sentí que lo dejé ir en paz, sin pendientes, comprendiendo y aceptando lo que fue y lo que había dejado en mí para luego hacer yo mi propio proceso evolutivo y desarrollar mi identidad.

Había mucho de que encargarse, pero a los pocos meses mi hermano tuvo un accidente en el que se quemó el 85% del cuerpo y entonces, nuevamente enfrentada a la tragedia, sentí que lo que le estaba sucediendo algo tenía que ver con mi reciente descubrimiento. En la sala de espera del hospital donde estaba internado, mientras trataban de salvarle la vida, intenté encontrar la calma haciendo el mismo ejercicio de anagramas con las letras de su nombre y volvió a resultar. Las letras se reunieron formando esta frase: “Se incendia i enfrenta su desdicha” (Daniel Fernando Luchetti Ledesma). Me prometí que no bien me dejaran verlo hablaría con él acerca de su desdicha. Me di cuenta de que no solemos comunicarnos desde la profundidad emocional. Sabemos muy poco de nosotros y de nuestro entorno, a veces solo lo aparente o lo superficial.

Un médico amigo, a quien le conté lo que me estaba sucediendo, me recomendó leer unos tratados de biología que hablaban de la decodificación biológica y así fue como unos años más tarde realicé la formación sobre el tema.

Con la decodificación biológica pude comprender la mecánica emocional que da origen a los síntomas. Entender cómo el conflicto psicológico se convierte en un conflicto biológico. El cuerpo cuenta lo que callamos, para descubrirlo. Pude comprender que en todo lo que nos sucede se manifiesta un programa perfecto creado para nuestra supervivencia y evolución como especie.

Yo había iniciado mi carrera profesional trabajando el vínculo entre el desarrollo de los aprendizajes en los niños con las experiencias afectivas que traían de sus hogares. Tenía la inquietud de generar el interés de los padres en el desarrollo integral de sus hijos, seguramente movida por mi propia experiencia familiar, en la que sentí mucho la falta de acompañamiento en los procesos. Fui adquiriendo conocimientos sobre cómo los primeros años de la infancia dejan una huella en la memoria del niño que marca su desarrollo bio psico emocional. También sobre la naturaleza del primer vínculo, el que se establece con la madre, que es el espacio físico y emocional en el que comienza nuestra vida.

Siempre sentí, además, la importancia de integrar en los aprendizajes el ambiente natural en el que nos desarrollamos, nuestro cuerpo —la materia—, nuestras emociones, nuestro espíritu. Todo eso se integra en un sistema, en el que vivimos y crecemos. Ese sistema muestra un orden, como también lo muestra la naturaleza. El sistema del amor familiar también requiere de un orden. Cuando lo perdemos, sentimos el desequilibrio, buscamos ree

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