Onyeka y la Academia del Sol

Tọlá Okogwu

Fragmento

oneyka_y_la_academia_del_sol-2

—¡Onyeka!

Me estremezco y un hormigueo me recorre el cuero cabelludo cuando la impaciente voz de Cheyenne se abre camino entre el pánico que aumenta en mi interior.

—¡Venga ya, tía! Antes de que acabe 2025.

El calor sofocante de los vestuarios se hace más insoportable y el fuerte olor a cloro se me mete en la nariz. Me entran ganas de vomitar.

—No voy a salir —mascullo frente a la gruesa puerta de madera que nos separa.

Se oye un movimiento rápido de pies, seguido de unos fuertes golpes en la puerta.

—A este paso va a cerrar la piscina —responde Cheyenne sin ninguna compasión—. ¿Te lo has puesto ya?

Me quedo mirando el gorro de natación que mi madre insistió en que llevara, en el suelo, donde lo he tirado. Sabía que iba a causarme problemas.

—No me va a caber —digo—. Ya lo he intentado. Tengo demasiado pelo.

Cheyenne emite un ruido que suena como un suspiro y a la vez un gruñido... Un gruñisuspiro.

—Pues no te lo pongas.

Resoplo.

—Ya sabes lo que hará mi madre si me suelto el pelo o me lo mojo.

—No se enterará —contesta Cheyenne, pero ambas oímos la mentira en su voz.

Mi madre siempre se entera. Es su superpoder.

—No voy a salir —repito, pero un temblor en mi voz me delata. No soy rival para Cheyenne.

Ella también lo sabe y se abalanza enseguida como uno de esos guepardos de los documentales de animales salvajes que tanto le gustan a mi madre. Los vemos juntas las pocas veces que no está trabajando.

—Abre —grita Cheyenne, y todo el vestuario se queda en silencio a nuestro alrededor.

Se me tensa el estómago. Odio cuando Cheyenne hace eso. Porque a ella le guste mucho llamar la atención no significa que a mí también tenga que gustarme. El diminuto espacio del cubículo que me rodea se cierra y el pecho se me tensa, lo que me dificulta la respiración. Una oleada de energía surge por mi piel, pero la contengo. No puedo alterarme. No se me permite perder el control de ninguna manera. Es la norma número uno de mi madre.

Recuerdo la primera vez que me sentí así. Mi madre y yo estábamos esperando en la parada del autobús, de la mano, y un grupo de niños empezó a burlarse de mi pelo. Mi madre los ignoró y luego se inclinó hacia mí como si supiera que estaba a punto de perder los estribos. Con una sonrisa amable me dijo que debía controlar mis emociones porque, si las liberaba, ocurrirían cosas malas.

Aquello fue antes de que me enseñara los números de Fibonacci, que ayudan a mantener a raya las emociones. Al parecer, es una secuencia matemática de la antigua India, pero alguien decidió ponerle el nombre de un tipo italiano. Eso sí, funciona. Cuesta perder los nervios cuando estás intentando recordar cuál es el siguiente número.

Ahora cierro los ojos y empiezo a contar, repasando los números mientras intento tranquilizarme.

«Cero...».

«Uno...».

Con cada número, trazo la forma en mi mente, les doy color, textura y sabor.

El cero tiene los bordes rugosos, es de color azul y sabe a gofres, no a sirope.

Al uno le doy un tono naranja brillante con un sabor fuerte a vinagre.

Poco a poco, el hormigueo bajo la piel va desapareciendo, pero continúo contando solo para estar segura.

Vuelvo otra vez al uno. Esta vez es marrón y blando, pero con el rico sabor a los dónuts que mi madre nunca me deja comer.

El dos es de un gris apagado y neblinoso. Totalmente aburrido y normal.

Dejo de contar cuando el número dos hace su magia y mi corazón acelerado empieza a bajar el ritmo. Se agita el pomo de la puerta y me sobresalto. Me había olvidado de Cheyenne. Quito el pestillo y ella entra con su bañador azul puesto. Tiene la cara brillante y puedo oler el aceite de coco que emana de su cuerpo. Siempre se echa demasiado. Incluso en el pelo. Hoy se lo ha recogido en un moño afro sujeto con una cinta elástica roja.

Se me hace raro verla sin las orejas peludas del cosplay de zorro que normalmente lleva en la cabeza. Cheyenne está obsesionada con Katsuki, su personaje de anime preferido, y le encanta disfrazarse de ella. Yo estoy acostumbrada, pero siempre pillo a gente mirándola de forma extraña. Sin embargo, a Cheyenne le importa bien poco lo que piensen los demás. A veces creo que le gusta destacar porque así todos le prestan atención, como si les estuviera desafiando a que dijeran algo sobre su manera de vestir. Yo prefiero pasar desapercibida.

Cheyenne tiene el síndrome de Turner y debe tomar unas hormonas especiales para crecer adecuadamente. Aunque menuda bocaza tiene. Una vez vi cómo hacía callar a una chica de dieciséis años con tan solo una frase. La chica estaba metiéndose con mi pelo, así que supongo que se lo merecía.

—Vale, ¿dónde está? —Los ojos oscuros de Cheyenne examinan el pequeño espacio hasta que encuentran el gorro de natación—. Bueno, ahí, en el suelo, desde luego no va a servirte de nada, tontaina.

Cheyenne es mayor que yo, pero le gusta actuar como si nos lleváramos años en vez de meses de diferencia. Recoge el gorro y abre los ojos de par en par al comprenderlo.

—¡Buah! ¿Tu madre está de broma?

—Ojalá —respondo—. Cree que es mono —digo «mono» imitando el fuerte acento nigeriano de mi madre.

Cheyenne sonríe al reconocerlo al instante, sus característicos ojos caídos le brillan de alegría.

No le devuelvo la sonrisa. Tengo la vista clavada en el gorro de natación que cuelga del dedo corazón de Cheyenne. El reluciente látex blanco está cubierto de unos lunares rojos llamativos.

Cheyenne contrae la cara, como si estuviera intentando ponerse seria.

—Sabes la pinta que vas a tener con todo el pelo metido aquí dentro, ¿no?

—Cállate —refunfuño.

Claro que lo sé. No he dejado de pensar en eso todo el día. Voy a parecer Toad, el personaje de aquel clásico videojuego, Super Mario Bros.

La mirada se le va a mi maraña de rizos, bucles y ondas. Salen de mi cabeza en todas direcciones, lo que a mi madre le parece abrumador, así que rara vez me dejo el pelo suelto. He roto más peines, he estropeado más secadores y he hecho llorar a más peluqueros de los que puedo contar... Así que a lo mejor mi madre tiene razón.

No sirve de nada alisarlo, las trenzas no aguantan mucho, y la única vez que mi madre me lo cortó creció más cantidad de pelo y más tupido. Los mechones más largos que no están de punta ni hacia fuera me bajan por la espalda casi hasta el trasero. Siempre está como seco, da igual qué le ponga, y esto no ayud

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos